jueves, 16 de enero de 2014

martes, 16 de junio de 2009

1 - AL EMPEZAR



PRIMERA PARTE: MEDINA DEL CAMPO




1946

Embajadores acreditados en España reciben la recomendación de la ONU de abandonar España.

El niño español Arturito Pomar, gana el torneo de ajedrez de Londres.



Cuando vuelvo al borde de los primeros recuerdos de mi niñez, entra en mí el sonido de las olas del mar rompiendo en la playa, el anochecer y un horizonte difuso iluminado por destellos que lo cruzan, una gran tormenta sobre el mar.

Estoy sentado en el borde de una cama, en una casa pequeña de paredes encaladas, escasos muebles, una bombilla desnuda en el centro del techo. Se ha ido la luz. Los relámpagos que se escurren por las rendijas, que se cuelan por las desvencijadas contraventanas iluminan nerviosa y brevemente cada rincón de la estancia y la marea llega hasta la puerta, entra por debajo y durante unos segundos hasta los muebles que lame dejando en su retroceso pequeños círculos de espuma que se deshace en un siseo de pequeñas burbujas.

En una esquina un pequeño fogón ilumina las caras de mis hermanos que sentados en una pequeña mesa de madera cubierta de un tapete de hule hacen los deberes del colegio con lápices y gomas de borrar que sacan de sus plumieres que para mi son camiones con los que juego cuando ellos dejan sus carteras para ir a jugar.

Sobre la placa roja de la cocina mi madre se afana en freir boquerones en una sartén honda con abundante aceite, los sujeta con los dedos de cuatro en cuatro por las colas, los pasa por harina y los sumerge con un delicioso crepitar que desprende los aromas del pescado mezclándose con el olor a lluvia y mar que vienen de fuera.

Los truenos hacen temblar las paredes pero no me causan ningún miedo, al contrario, tengo una sensación de placer. En la misma mesa en la que mis hermanos ya han terminado sus deberes, mi hermana coloca platos y cubiertos mientras mi hermano corta trozos de pan y los lleva a la mesa en un cestillo de mimbre. Mi madre coloca una vela en el centro.

Nos servimos pequeños racimos de boquerones fritos que llevamos calientes a la boca acompañados de pedazos de pan. Mi madre nos pone un dedo de vino tinto a cada uno echándolo por la parte ancha del porrón y nosotros terminamos de llenar el vaso bautizándolo con la jarra del agua.

No está mi padre esa noche en casa, a esas horas viajará encaramado en el gran monstruo de fuego y vapor que cruza las llanuras y los montes incansable, engullendo pasajeros y mercancías y vomitándolos en estaciones de postín con muchas luces, olor a café, trasiego de coches y carros, risas y carreras de los que llegan tarde y también en apeaderos surgidos de la nada en las estepas de Castilla, en los recodos de la montaña, con una macilenta bombilla y uno o dos tristes labriegos que tienen que ir a la ciudad y sujetan entre sus manos la cesta con el queso y el chorizo para la jornada, o la gallina viva para pagar algún entuerto.

Mi padre estará toda la noche atento a la vía, fijando su atención mas allá de la luz que los faroles de la máquina proyectan sobre los railes. Vigilando la presión de la caldera, ayudando al fogonero a mantener el fuego con paletadas de briquetas que rebosan el Tender. De vez en cuando comerán un trozo de pan con tortilla o chorizo, de vez en cuando echarán un trago de agua, y también de vez en cuando subirán los ojos brevemente hacia el cielo nocturno cuajado de estrellas.

Después de cenar rezamos el rosario, mi hermana lo lleva y los demás contestamos, la llama de la vela lame las paredes encaladas bailando con las corrientes de aire que van y vienen a sus anchas por las rendijas de ventanas y puertas, me entra sueño. Rezamos al ángel de la guarda y nos arrebujamos con las mantas, la lluvia golpea el techo de tejas y paja, en la oscuridad fijo mi vista en el fogón que aún conserva el color rojizo de las ascuas, el olor del pescado sigue impregnándolo todo.

Algo mas lejos el sonido seco de las olas rompiendo en el malecón me lleva en volandas hacia las aguas turbulentas y oscuras que vuelven al mar y me siento parte de él diluyéndome en la profundidad envolvente, en el silencio eterno.

Por la mañana, aún temprano, mi hermana ayuda a mi madre a abrir las ventanas y las puertas de par en par, la luz del Mediterráneo ha borrado la tormenta y todo brilla y resplandece con la intensidad del reflejo de las aguas y el azul infinito del espacio que se pierde en el horizonte. Mi madre riega varias hileras de geraneos plantados en latas de tomate y tiestos de diferentes tamaños que se alinean en una pequeña acera de baldosas viejas colocadas directamente sobre la arena de la playa adornando la entrada de la casa.

Mis hermanos van al colegio, paso las mañanas, los días sentado sobre la arena oyendo a mi madre barrer la pequeña casa, viendo pasar alguna barca de pescadores, escuchando la radio que está sonando de la mañana a la noche,

A...ay!..., de Cádiz para Chiclana

camino sembrao de flores

enncontré a mi Chiclanera

que penaba mal de amores, chiclanera.

Yo que también he sufrío

por no ser querío

estoy a tu vera.

A...ay!..., para calmar tus dolores

aquí me tienes rendío

que ese amor que se te muere

otra vez ha florecío, Chiclanera.

Porque estoy arrepentío

y to el mundo es mío

teniéndote a tí...

Por la tarde, después de la siesta, salgo de nuevo a la playa, corro descalzo con todas mis fuerzas de un lado a otro sintiendo por dentro oleadas de mar y de sal, del sol que se oculta por las tierras de Cádiz, mis hermanos rien y juegan sobre la arena, mi madre, sentada a la puerta de la casa enjalbegada remienda la ropa sentada en una sillita baja de anea.

Y de pronto aparece mi padre con su sahariana azul y la cesta de mimbre, se remanga los pantalones y camina por la arena hacia nosotros, mi madre se levanta y mis hermanos y yo corremos a su encuentro, su sonrisa blanca se mezcla con la música de la radio que una vez mas inunda la playa con los acordes de la copla chiclanera.

Hace unos años, cuando mi madre tenía ya noventa y dos, le hablé de este recuerdo, se quedó pensativa y sonriendo me dijo que durante uno o dos años vivimos en la playa de "El Palo"en Málaga que, en efecto, solía haber muchas tormentas pero enseguida volvía el buen tiempo. Y añadió que le sorprendía pareciéndole muy raro que me acordase de aquello porque entonces yo era un niño muy pequeño.

2 - LA FOTO DEL COLEGIO




1946

La ONU no admite como miembro a España.

Aparece el Cola Cao.


Amanecía en Medina del Campo una mañana fría del invierno de mil novecientos cincuenta y dos. Desde la cama, tapado con una gruesa manta y un abrigo de mi madre extendido por encima, miraba somnoliento la luz pálida entrando por los resquicios de la ventana...cinco, seis, siete campanadas en la colegiata.

-¡Hijo, hijo, hala espabila!

Mi hermano ya estaba levantado y se lavaba como un gato en la pila de la cocina

-¡Te has vuelto a mear en la cama ! ¡Qué cruz!, todos los días igual, ¡que harta estoy!

Mi madre abrió la cama y quitó las sábanas empapadas, a pesar del hule protector, el colchón también estaba mojado. Abrió las ventanas de par en par y apoyó el colchón sobre el alféizar para que el sol de la mañana lo secase. Me quité el pijama, que estaba calado hasta los hombros y me fui, desnudo, a la cocina donde me pasó una esponja por el cuerpo. Me dio ropa seca

-¡Toma vístete, y siéntate a la mesa!

Tito hacía muecas y se ponía bizco mientras desmigaba un trozo de pan en el tazón de leche.

- ¡Mírale esta riéndose de mí!

- ¡Come y calla..y tu no hagas burla a tu hermano...!

Me quedé largo rato mirando como se deshacía el trozo de mantequilla que flotaba en las sopas de leche, derritiéndose en gruesos círculos de grasa alrededor del pan y dejando una estancada mancha amarilla sobre la cuchara. En la calle se oía a los perros ladrar y el paso de los carros que traqueteaban hacia los campos.

Aquella mañana no era una mañana de colegio cualquiera. Era la mañana de la foto, y por esa razón teníamos que estar listos un poco antes. Hacia frío y mi madre me puso el abrigo y una bufanda tapándome la boca.

La calle Isabel la Católica, en donde vivíamos, era una vereda tortuosa que comenzaba en el paso a nivel del tren y se diluía entre chabolas encaladas y campos labrados. Tenía una mínima acera en el lado de las casas formada de baldosas viejas y tierra apisonada que los vecinos habían puesto a su manera.

Al otro lado serpenteaba una tapia muy larga, desconchada y a trozos desmoronada en donde la mayor parte de la gente hacía sus necesidades ya que en esa zona del pueblo no había casi ninguna vivienda con agua corriente y alcantarillado. Detrás de la tapia había una fábrica de chocolates que nos deleitaba con su intenso olor a cacao.

Mis padres habían alquilado la parte baja de una casa de dos pisos. Tenía un pasillo largo con habitaciones a los lados y la cocina al fondo. El patio trasero era un pequeño rectángulo de tierra que daba a las vías del tren.

La casa estaba, como todas las demás, construida al borde de un altozano terroso, lleno de cardos, con algún pino salpicado en la tierra yerma, como soldados rendidos y aburridos por los siglos en su vigilancia del Castillo de la Mota que ocupaba y ocupa las alturas con su maciza planta mudéjar.

Mi padre bajaba ya hacia el paso a nivel, encaminándose a los depósitos de máquinas de la estación, con su sahariana azul y la cesta de mimbre donde mi madre le había colocado la tartera con la comida y la bolsa con las sábanas que siempre llevaba consigo para hacer mas humano el jergón en el que le tocase dormir.

Mi hermana desayunaba de pie mientras barría la cocina canturreando alegre, vestida ya en su bata azul de cuello blanco para ir a recoger a su compañera Dolly y después andar cogidas del brazo hasta la plaza mayor donde trabajaban como dependientas en un comercio de telas vetusto pero agradable llamado "La Campana".

Mi hermano terminaba de ponerse el uniforme de la falange, pantalones cortos y camisa azul, porque esa mañana tenían desfile y debían ir perfectamente uniformados. Dando saltos y perdiendo el tiempo en cualquier cosa que pasase delante de él, era el constante objetivo de las reprimendas cariñosas de mi madre, pero él hacía poco caso, no por maldad, que no tenía ninguna, si no porque su espíritu habitaba otros universos muy ajenos a los uniformes, las reglas, los horarios y las disciplinas.

Salió por fin Tito con la cartera hacía su colegio delante de nosotros y cogido yo de la mano de mi madre nos encaminamos a buen paso hacia el colegio. Saludaba a las vecinas que barrían la entrada y preparaban los braseros. Al llegar al paso a nivel, mi hermano se fue a cruzar el Zapardiel por el puente de piedra no sin antes volverse y hacerme una exhibición de su abultado repertorio de gestos, visajes y burletas.

El colegio estaba en un semisótano en la parte de atrás de la colegiata. Había ya un buen número de niños esperando pegados a la pared, algunos con sus madres y otros solos, me puse en la cola y esperamos un buen rato hasta que llegó la profesora y un cura con boina y cara de vinagre que solía pasar largo rato con nosotros enseñándonos los rudimentos de la religión, mi madre me dio un beso y se volvió para casa.

Cuando me tocó el turno me senté en un pupitre de madera carcomido por el tiempo, herido por muescas de navajas y plumillas, agujeros y dibujos resaltados con la tinta azul del tintero blanco de loza que cada mañana se rellenaba de un botellón y con el que nos poníamos perdidos para el resto del día.

De la pared colgaba un descolorido y mugriento mapa político de España de hule que en su parte izquierda tenía un pequeño recuadro con las Islas Canarias, de las que tardé muchos años en enterarme del lugar exacto que ocupaban en el mundo real.

Con las manos apoyadas en un grueso libro abierto por la mitad y mirando serio al frente, quedé retratado para la posteridad, como cualquier otro españolito mas, en cierto modo fichado por primera vez aunque yo no me sentía consciente de ello, como miembro de una comunidad en la que eras por nacimiento culpable hasta que no demostrases lo contrario con papeles timbrados que se escalonaban a lo largo de tus años, fé de bautismo, certificado de penales, documento de identidad, cartilla militar y otra serie de notas y esquelas de recomendaciones de cuyo nombre y número no quiero acordarme.

Recuerdo haber encontrado esa foto perdida en algún cajón a lo largo de mi vida, ahora mismo no sé donde puede estar pero supongo que alguien de mi familia dará con ella en alguna futura limpieza de trastos y papeles y podrá así volver por un instante a aquel mundo en blanco y negro de su abuelo o bisabuelo que una vez fue niño en un pueblo de Castilla.

El resto de la mañana es solo un vago recuerdo de manchas de tinta y olor a tiza, de mirar por la ventana la cara triste del invierno .

3 - EL ZAPARDIEL




1947

El gobierno norteamericano comienza el plan Marshall de ayuda a Europa.

¨ Islero ¨ mata a Manolete.


Por la tarde, a la salida del colegio, bajábamos al río que la mayor parte del año era solo un mísero regato o estaba completamente seco. En la orilla había juncos y maleza. Con algunas tiras de hierba y juncos entrelazados fabricábamos cestitos y figuras que dejábamos secar en el patio de casa para luego incluirlos en nuestros juegos.

A lo largo del cauce se formaban campamentos de carromatos y tiendas de campaña llenas de remiendos y mugre en donde vivían los gitanos nómadas, ejerciendo sus mil oficios que iban desde lañadores, vendedores ambulantes o colchoneros hasta tratantes de ganado o echadores de cartas.

Se les veía por todo el pueblo vendiendo sus mercancías, los burros cargados de botijos, sartenes, cazuelas de barro y cestos de mimbre. Las mujeres ofreciendo el brazo lleno de vainicas y puntillas.

A mí me daban un poco de miedo sobre todo los niños, sucios y descarados, de mirada penetrante, que iban medio desnudos y parecían no temer a nadie ni a nada. Por otro lado les envidiaba porque no aparecían por el colegio y a sus padres no les importaba, pasaban el día haciendo hogueras junto al río o pidiendo en el mercado agarrándose a las faldas de las mujeres a las que trataban de conmover con sus fingidas lágrimas y no cejaban en su empeño hasta que conseguian algunas monedas o algún alimento y entonces salían corriendo a reunirse en una esquina para juntar sus ganancias y bailaban y tocaban las castañuelas seguidos siempre por perros vagabundos, escuálidos y sarnosos. Tratábamos de mantener las distancias con ellos y si se acercaban demasiado salíamos corriendo despavoridos.

A veces cruzábamos al otro lado del puente de piedra, a la derecha de la calle Padilla donde había una sala de baile y nos estaba prohibido ir. Los mayores parecían tener un gran interés por este lugar, sobre todo los domingos que los hombres se vestían de traje y corbata, las mujeres jóvenes con faldas de vuelo y las más maduras con trajes de chaqueta muy ajustados y los labios pintados de carmín rojo.

En el verano se montaba una kermés con farolillos de colores en un patio grande contiguo a la sala de baile que se barría y regaba, era entonces cuando los chicos podíamos subirnos a la tapia o mirar por las rendijas.

Las parejas bailaban muy pegadas y sudorosas sin importarles el calor ni el ritmo que imponía la orquestilla. Los hombres que no bailaban permanecían de pie junto al bar, muy serios, fumando nerviosamente o tomando vino o cerveza. Las mujeres, sentadas al lado opuesto, esperaban, pacientes, el final de la pieza y la posibilidad de ser elegidas.

A veces venían músicos de Madrid, que tocaban mucho mejor que los del pueblo y solían traer un solista de boleros, pasodobles y coplas.

Llegaban a la estación cualquier día de los que los chicos íbamos a matar el tiempo viendo pasar los rápidos y los expresos, cada uno con su carga variopinta de pasajeros, los unos en primera clase, con las ventanas cerradas y aire circunspecto, con sus reposacabezas blancos de ganchillo y asientos de oreja, o en los wagon-lits, coches camas a los que nos estaba vedado acceder y mirábamos desde el andén con envidia y ensoñaciones de viajes lejanos alrededor del mundo.

Los de segunda abrían las ventanillas y compraban tortas y refrescos, bajaban a estirar las piernas o a tomar café en la cantina de la estación. Los asientos, de gutapercha, mas sobrios que los de primera pero confortables si el viaje no era muy largo.

Los de tercera eran vagones de madera con asientos espartanos de lo mismo, en ellos viajaba una caterva de paisanos de todo pelo, arrastrando cajas y trastos voluminosos, atadijos con ropa y cestas llenas de comida, conejos y gallinas cogidos por las patas que, boca abajo, trataban de escapar al menor descuido del amo, labriegos de boina polvorienta, desteñida por el sol, de cráneos blancos como la nieve y caras atezadas, casi negras, cruzadas por surcos profundos y manchas cancerígenas del sol de muchos años.

Los músicos y las coristas venían en segunda, a diferencia de los ocupantes de tercera, estaban paliduchos y ojerosos en su mayoría, tenían un cierto aire de querer y no poder y de estar a ramal y media manta la mayor parte del tiempo.

El segundo y último año que viví en el pueblo actuaron por las fiestas unas vicetiples de gruesos muslos. Los mozos sudaban la gota gorda viéndolas bailar mientras trasegaban el, por entonces, tosco vino de Rueda dando grandes voces de aprobación al golpe de cadera y baqueta perpetrados al unísono.

Las mozas se sentaban en grupos, cejijuntas y mohinas, y terminaban por salir a la calle y dejar a los hombres solos. En medio de la función y cuando el público masculino estaba mas contento, entró la Guardia Civil y suspendió el baile, los mozos formaron una barrera y hubo algún golpe entre los números y los paisanos pero el horno no estaba para bollos y los guardias tenían las de ganar, sacaron a las vicetiples a empellones y las llevaron a la estación a coger el primer tren para Madrid.

Todo esto era muy divertido para nosotros y ya estaba yo dispuesto a seguir la comitiva con el resto de la patulea de chicos, cuando mi hermano apareció detrás de mí y dándome un par de coscorrones me cogió de la mano y cruzando el puente nos adentramos en la obscura calle Isabel la Católica camino de casa, la calle de las catalinas, como la llamábamos los chicos.

4 - LOS MISIONEROS Y LA SEMANA SANTA




1947

Segundo indulto general el 17 de Julio.

Eva Perón ¨ Evita ¨ visita España.


Con la primavera llegaba el buen tiempo. Y también la Semana Santa. Y con ella los misioneros. Y todo el pueblo se echaba a temblar. Estos frailes con barba y hábitos blancos hacían buenos a nuestros curas habituales de sotana y boina negra.

Durante esos días no oíamos la radio. O la poníamos muy bajita y la escuchábamos a escondidas.

Había en el ambiente un aire de pena y dolor y también de miedo. Al atardecer bajaba con mi madre a la colegiata, otras veces a la iglesia de la plaza, y entrábamos en la oscuridad de la iglesia iluminada únicamente por las velas del altar mayor y las capillas laterales.

Las imágenes estaban cubiertas por paños morados y crespones negros, pero yo sabia que debajo se encontraban esos crucifijos ensangrentados, llenos de llagas y de dolor, la corona de espinas desgarrando la frente de aquel hombre que tenía las manos y los pies atravesados por enormes clavos que reventaban sus venas en un océano de sangre. Las vírgenes, traspasado el corazón por puñales, de semblante macilento, angustiado, anegado de infinito sufrimiento, los santos y santas atravesados por lanzas, flechas, púas, colgados boca abajo, mutilados por hachas o quemados a fuego lento. Una galería de horror, tristeza, pena y muerte de la que, al parecer, todos los que llenábamos la iglesia éramos culpables.

Los frailes se turnaban en el púlpito enumerando nuestros pecados y lo que íbamos a padecer en el infierno si no nos arrepentíamos a tiempo. En las naves laterales largas colas formadas casi enteramente por mujeres esperaban su turno para la confesión.

Los hombres se amontonaban en la entrada de la iglesia y muchos permanecían en el exterior, en grupos o sentados en la escalinata fumando.

El olor a madera vieja, el incienso, las velas y las sombras oblongas proyectándose en el crucero me hacían traspasar la frontera a otro tiempo, a un tiempo desaparecido pero que me resultaba familiar, como si hubiera vivido otra vida anterior en él, resaca de un pasado en donde caminé por los años de la existencia en el cuerpo de otra persona.

Pero enseguida, con los gritos y las amenazas, volvía a la realidad presente y me cogía de la mano de mi madre en la que encontraba calor y consuelo.

El vozarrón estentóreo del fraile subía hasta la bóveda cargado de crueles suplicios y torturas, y descendía lentamente como un chorro de sangre caliente que bajara desde los arquitrabes y capiteles, empapando las columnas, inundando los ojos de dolor y muerte, de culpabilidad.

Miré hacia los lados, desde un cuadro en un rincón, sólo iluminado por las velas, me miraba una monja con los pechos cortados y puestos sobre una bandeja que sostenía entre las manos. Volví la cara al otro lado y allí, en un bajorrelieve, una multitud de seres humanos desnudos, hundidos en un caldero lleno de fuego miraban hacia el cielo pidiendo compasión a su sufrimiento eterno.

- Bueno, vámonos a casa- me dijo en un susurro mi madre - papá ya habrá venido de la estación y tengo que preparar la cena.

Ya anochecido, volvimos por la calle Isabel la Católica tratando de no tropezar en la oscuridad.

Las vecinas, de vuelta de la iglesia, se apresuraban a poner la radio para no perder el rosario en familia del padre Payton mientras pelaban unas patatas o calentaban la sopa para la cena.

Y mi padre, que olía a tren y a viaje, estaba sentado tranquilamente junto a la mesa de la cocina fumando un cigarrillo cuando llegamos, nos comenzó a hablar de cosas que no tenían nada que ver con lo que mi madre y yo habíamos hecho aquella tarde, del tren apresurándose por los campos de Castilla, del fogonero que cantaba jotas mientras embaulaba palada tras palada de carbón en la alegre caldera de la máquina, de las sopas de ajo que habían preparado mientras el tren traqueteaba hacía Valladolid.

Y yo admiraba a mi padre porque aunque ganaba poco dinero era feliz en su trabajo, era fuerte y alegre y sobre todo rechazaba el miedo.

Ya en la cama, en la oscuridad de la habitación, pasaban de nuevo ante mí las caras de los santos, las máscaras del dolor, las sombras del pecado, el infierno y la condenación que era como una especie de lago estancado de color rojo y negro.

A lo lejos se oía el pitido de una maquina de vapor acercándose a la estación. Me volvía del otro lado y pensaba en mi padre con su sahariana azul y la boina vasca.

Y me quedaba dormido y soñaba que era un águila, que estaba sobre el tejado sin decidirme a emprender el vuelo. Veía a mis padres y mis hermanos ocupados en la casa sin notar mi presencia, de repente sentía que tenía que volar y desplegaba las alas.

Comenzaba a tomar altura sobrevolaba sobre los tejados llegando a la colegiata y entrando en su interior a través de un cristal roto. Recorria toda la nave y allí estaba la gente de la tarde y los misioneros con sus sermones y nadie advertía mi vuelo pero las imágenes apartaban sus velos morados y me miraban revolotear libre entre las crujías, las almas del purgatorio sufriendo su castigo parecían querer volar conmigo y no apartaban sus ojos de las alturas de la iglesia.

Salí al exterior y volé y volé hasta que el pueblo desapareció de mi vista, y los campos se desvanecieron entre las sombras y seguí incansable atravesando riscos y montañas hasta llegar al mar y seguí volando sin descanso hasta encontrar otra tierra, una tierra diferente, llena de árboles y verdor, de pájaros de plumajes distintos, que no tenían iglesias donde posarse, ni grandes casas, pero sí árboles de troncos milenarios en cuyas ramas hacían sus nidos.

Y una vez más, poco antes del amanecer, me volví a mear en la cama.

5 - LA COMIDA DE LOS CONEJOS




1948

El PCE y el PSUC abandonan la lucha armada.

Se publica el tebeo Cuentos de Florita.



Mi madre se puso a dar gritos como una loca. El perro de los vecinos había entrado en la casa como una tromba persiguiendo a uno de los conejos.

Lo tenía acorralado detrás del inodoro y le ladraba tratando de agarrarle entre las fauces mientras mi madre corría de un lado a otro sin saber que hacer. Mi hermano, que afortunadamente acababa de llegar del colegio porque era la hora de comer, al ver lo que pasaba se fue corriendo para la cocina y volvió con la escoba.

-¡Ten cuidado, Tito, te puede morder!

Remedando al Guerrero del Antifaz, no se lo pensó dos veces y enarbolando la escoba se lío a golpes con el perro, dándole con saña. Se revolvía no queriendo dejar la presa, y mi hermano cada vez le atizaba con mas fuerza.

Tardó el cánido en sopesar la situación pero finalmente ante los golpes y sobre todo los gritos y la cara de demente de mi hermano, que cada vez incrementaba su vehemencia, pareció comprender que las cosas se ponían en su contra y comenzó a retroceder ante el aluvión de escobazos y, al fin se dio media vuelta cambiando los ladridos por francos gemidos, olvidando el objetivo de su caza y saliendo de la casa con mi hermano aún descargándole palos a trote y moche.

El pobre conejo estaba hecho una bola temblando detrás de la taza y mi hermana le cogió suavemente acariciándolo contra su pecho.

-¡Tito, deja ya al pobre bicho! - gritaba mi madre a mi hermano que en la calle perseguía aun al perro dándole escobazos.

Unos meses atrás mi padre apareció una tarde, después del trabajo, con una gran sonrisa y una jaula con tres conejos. Se los había vendido un compañero maquinista que los criaba en su patio.

Mis hermanos les bautizaron Peter, Blanquito y Pito. Dos eran blancos y uno gris. El más bonito era el que se llamaba Peter.

Se quedaron a vivir en el pequeño patio de tierra que teníamos junto a la cocina y las vías del tren. Pronto hicieron sus madrigueras y correteaban de un lado a otro y yo les toreaba con hojas de lechuga.

Cuando no estaban a la vista, metía el brazo en en el pequeño túnel y con la punta de los dedos tocaba su piel caliente y mullida. Me iba contento sabiendo que estaban protegidos.

Mi padre, mi hermano y yo subíamos con dos sacos a los campos que circundaban el castillo de la Mota y arrancábamos con la punta de un cuchillo cardillos tiernos para alimentar a los conejos.

Un día a la vuelta del colegio mi madre me recibió sonriente y señalando el patio dijo, -

¡Verás que sorpresa!

Fui corriendo a la parte de atrás de la casa y encontré a seis conejillos saltando de un lado a otro, brincaban y movían sus naricillas olisqueando el aire y las hojas de berza que mi madre les había puesto junto a la madriguera. Pasaron unas semanas y los seis se convirtieron en diez, quince, veinte...tuvimos hasta veinticinco conejos a un tiempo.

Llovía y hacia frío cuando después de oír misa en la colegiata, volvimos a casa y nos metimos todos en la cocina, era domingo y mi padre no tenía servicio. Nos sentamos alrededor de la mesa y después de que mi hermana colocara platos y cubiertos, retiró del calor una cazuela humeante, de olor exquisito, que colocó en el centro del mantel mientras mi madre terminaba de freír una tanda de patatas fritas que depositó en una gran fuente ovalada. Comenzó a servir el guiso acompañado de las patatas fritas y mi hermano, mirando el plato, exclamó:

-¡Pollo, qué estamos celebrando!

Mi madre miró a mi padre y luego a Tito y respondió:

-Parece pollo pero no es pollo.

-¿Pues qué es, mamá?

-Es conejo…conejo al ajillo…muy rico…

Nos quedamos todos en silencio. Instintivamente fijamos nuestra vista en el patio anegado por la lluvia que caía intensamente. Mi madre se sentó y después de mirar de reojo a mi hermana, se sirvió unas patatas fritas y comenzó a comer lentamente.

Tito estaba algo pálido y daba vueltas a un trozo de pan sin decidirse a comer, le miré y luego me concentré en el guiso, el grato olor y el hambre alejaban de mí la relación que existía entre la cazuela y el patio y me puse a comer con ganas. Mi hermana se levantó sin tocar la comida y entre sollozos se fue corriendo a su cuarto.

Fue mi madre a consolarla pero la oíamos sollozar cada vez más. Tenía un disgusto terrible y se quedó en su habitación todo el domingo.

En los siguientes días salía sin decir nada a su trabajo en La Campana y al regresar se encerraba de nuevo en su cuarto. Mi madre se quedaba con ella trabajando en su labor de punto y hasta trasladamos la radio para que juntas pudieran oír los seriales de la tarde.

Así pasaron dos semanas en las que no paró de llover y los conejos no se dejaban ver, ocultos en sus madrigueras a las que mi madre acercaba todos los restos de verduras.

Mi padre iba y venía de la estación y a veces salía con su cesta y el saquito con las sábanas y no regresaba en dos o tres días.

Llegó otro fin de semana en el que mi padre tenía descanso. El tiempo había cambiado y a la lluvia siguieron días de sol pero muy fríos, pasó la mañana en pijama ayudando a cocinar a mi madre hasta que llegó la hora de comer y los cinco nos reunimos en torno a la mesa.

- Antes de que mamá sirva la comida, quiero que os sentéis y oigáis lo que tengo que deciros, sobre todo tú, Aurorita – dijo a mi hermana.

Nos sentamos expectantes y nos habló de lo orgulloso que se sentía de que tuviéramos nobles sentimientos por los animales, y que él quería a los conejos tanto como todos nosotros, pero que con el sueldo que ganaba en la RENFE – dijo – no podemos llegar a fin de mes.

- Los conejos son comida, como los pollos, los cerdos y las gallinas.

Preparó un cigarrillo liado mientras intentaba hacernos comprender que la misión de los conejos en ésta vida era alimentarnos a todos nosotros.

- Mirad lo que vamos a hacer – dijo – encendiendo el cigarro y dirigiéndose sobre todo a mi hermana.

. Nos quedaremos con los tres originales, que forman ya parte de la familia y nos olvidaremos de los demás.

Mi hermana, aunque a la fuerza, parecía relativamente conforme con ésta decisión, y la promesa de que los tres conejos, Peter, Blanquito y Pito no irían a la cazuela y tendrían una vejez feliz, le consolaba mucho.

-Y ahora, todos a comer, que ya va siendo hora…

Con éstas palabras dejó zanjado el asunto levantando el porrón y echando un largo trago de clarete que resonaba alegre al contacto con su garganta. Aurorita, todavía convenciéndose de que ésta era la mejor solución, nos llenó los vasos con gaseosa y mi madre comenzó a servirnos un suculento guiso de conejo con tomate y patatas fritas.

Así que ésta decisión de mi padre puso las cosas en su sitio y el problema quedó resuelto. Mi hermana desde entonces se concentró en su amor a los tres conejos oficiales tratando de considerar a los otros como parte de un batallón sin rostro que circulaba en la periferia de los sentimientos ya que no podía ser de otra manera porque las circunstancias así lo imponían.

A partir de ese momento mi curiosidad morbosa creció y me asomaba de puntillas a la puerta de la cocina cada vez que mi padre sacrificaba un conejo. Los agarraba de las orejas y les daba un golpe seco con el canto de la mano en la base del cuello. Luego mi madre los pelaba y estiraba las pieles que ponía a curtir en el tendedero. Hacía un conejo riquísimo con una salsa a la que añadía chocolate. También lo hacía al ajillo, frito, a las hierbas, con tomate, con alcachofas y de otras mil maneras distintas. Comimos conejo hasta caernos de culo durante meses y meses, creo que hasta que a mi padre le dieron el traslado y volvimos a vivir a Madrid.

No sé que pasó con Peter, Blanquito y Pito, y tampoco quería saberlo. Para mí aún siguen saltando y correteando en el patio que hay detrás de la cocina, junto a las vías del tren.

6 - EL CASTILLO DE LA MOTA, EL FRONTÓN Y EL CEMENTERIO




1948

El Caudillo y don Juan se entrevistan en el yate Azor, Deciden que don Juan Carlos de Borbón realice sus estudios en España bajo la tutela de Franco.

Se publican los álbumes de cromos "Los Tres Mosqueteros" y "Robín de los Bosques"



Aunque toda la provincia era conocida por sus pinos, alrededor del castillo escaseaban, había sólo pequeños grupos diseminados en donde los chicos nos tumbábamos para aliviarnos del castigo del sol mesetario.

A veces nos daba la sensación de que bajo sus copas el bochorno era mayor pero, al menos, desprendían un fragante olor a resina. Los había piñoneros y por esa razón siempre teníamos en los bolsillos uno o dos clavos con la punta machacada. Mi hermano Tito, seis años mayor que yo, llevaba además un trozo de cuerda, unas tijeras pequeñas que mi madre buscaba desde hacía mucho tiempo, una caja de cerillas que contenía dos botones, uno grande negro y otro pequeño de los que se usan en los puños de las camisas, dos agujas, y un trozo de hilo. También un mechero de chispa que a todos nos fascinaba, varias gomas elásticas de las de los yogures, un pito fabricado con un hueso de albaricoque, medio lápiz y un tirachinas reforzado.

A veces, según su propia estrategia, variaba el contenido de los bolsillos pero de una u otra forma mi madre siempre decía:

-Pero hijo ¡que llevas en los pantalones que me paso el día cosiéndolos! nos explicaba que el llevar todo eso era “por si las islas”. Argumentaba que cualquier repentino avatar le podría encontrar perdido en una isla desierta, como en las novelas de Verne y Defoe, donde tendría que pasar largos años con una crecida barba, subsistiendo de los moluscos encontrados en las rocas pero que, gracias a su previsión en llevar consigo algunas herramientas elementales, podría fabricar otras mas elaboradas y hacer realidad su mayor ilusión, que era, hacer una casa en un árbol, de ésta manera pasaría felices los años hasta que una mañana divisase un barco inglés en el horizonte – el barco tenía que ser inglés, según él – que le traería de vuelta a la civilización donde se haría famoso y rico con la venta de sus libros de aventuras.

Todos nos quedábamos embobados con sus razonamientos que encontrábamos muy ponderados e inteligentes y que nos hacía depositar en él nuestra confianza como líder nato en nuestras correrías por el campo.

A la sombra de los árboles organizábamos nuestra estrategia de asalto al castillo. No era fácil. La Sección Femenina de la Falange ocupaba parte de él, las zonas más habitables. Tenían un par de pastores alemanes que merodeaban constantemente por el foso, seco y lleno de cardos.

Durante el verano se sucedían las tandas de chicas jóvenes que hacían el Servicio Social, aprendían a coser, bordar, cuidar del hogar, cocinar y empaparse del espíritu y la filosofía de la fundadora doña Pilar Primo de Rivera

Hacían gimnasia enfundadas en unos enormes pololos azules y desfilaban por el patio principal y subían y bajaban las banderas por la mañana y por la tarde, las tres banderas del movimiento: la española, la de la falange y la de los requetés.

También practicaban bailes regionales al pie de las almenas con el propósito de formar parte de los Coros y Danzas que viajaban por toda España poniendo un nudo en la garganta y lágrimas en el corazón de las gentes de ciudades y pueblos que veían pasar aquella comitiva de frescas y juveniles sonrisas recordándoles la música y los bailes típicos de sus abuelos y bisabuelos, cantares al son del tambor y la dulzaina, de las castañuelas y la pandereta, de la gaita y el chistu, de las chirimias y los panderos, del laúd y la guitarra. Las gentes lloraban a moco tendido identificándose con la patria que les vió nacer, con la tierra árida de los campos de Castilla, los olivos de Andalucía o los bosques de Las Vascongadas, Navarra o Cataluña. La jota aragonesa y la espatadanza, la danza ancestral de gallegos y asturianos, la alegría de las flores y el oleaje de colores del baile flamenco de los gitanos, de las alegrías de Cádiz, del sol en las sonrisas y en los ojos moros de las mujeres del sur. Al atardecer éstas mismas muchachas se aquietaban y se juntaban en círculos a cantar y rezar el rosario.

Todo esto a nosotros nos traía sin cuidado, nuestro objetivo era explorar y asaltar el castillo en donde suponíamos había mazmorras llenas de esqueletos y posibles tesoros escondidos a lo largo de la dilatada historia de aquella mole de ladrillo rojo, fortaleza y habitación durante un tiempo de los Reyes Católicos, Isabel y Fernando, promotores del descubrimiento y conquista de las tierras que harían posible el trasiego incontable de barcos cargados de oro y sobre todo de plata a las yermas tierras de Castilla que muy poco o nada se beneficiaron de aquella lluvia de riqueza.

Nuestra maestra decía que si andábamos por el castillo en silencio y afinábamos el oído, aún podian oirse las voces y discusiones del doliente y apasionado corazón de Juana, enfrentada a sus padres, herida por el amor truncado, por la turbulenta vida de la corte y la muerte de su infiel esposo austriaco que la llevaría a su soledad y encierro en Tordesillas.

Bien por una tronera, a través del foso seco o saltando un lienzo desmoronado encontrábamos la manera de colarnos al interior, había infinidad de pasadizos comunicados unos con otros que siempre terminaban en una pared ciega o en una gruesa puerta llena de candados y cerrojos.

Nos convertíamos en guerreros medievales, cerrábamos la mano derecha sobre las riendas y espoleábamos nuestros caballos que volaban al galope en busca de aventuras.

Así librábamos batallas sangrientas al asalto del macizo castillo de La Mota, atacados desde las barbacanas por lluvias de flechas que a veces nos hacían caer en tierra pero de las que nos recuperábamos de un salto, hasta que cansados y sudorosos volvíamos al cobijo de los pinos y nos tumbábamos a ver pasar las nubes de la tarde.

De vez en cuando llegaba hasta nosotros el pitido alegre de las máquinas de vapor que saludaban al guardagujas del paso a nivel y a algunos vecinos que sujetando los borricos por el ronzal esperaban pacientemente a que pasase el rápido, exprés o los vagones de mercancías que, perezosos, entre crujidos y sonidos lastimeros de sus desgastadas tablas saltaban con ritmo monótono las juntas de dilatación de los carriles.

Nunca volvíamos a casa sin pasarnos por el frontón viejo y el cementerio. El frontón, a través de los años y el olvido, se había convertido en un montón de ladrillos y cascotes junto a la tapia del cementerio.

Corría la historia de que durante la Guerra Civil llevaban allí a los que daban “el paseíllo”. Los subían en un carro antes de salir el sol. Alineados en la cancha y sin mediar palabra les despachaban de un balazo. Luego con una carretilla les amontonaban en una fosa común en el cementerio.

Con el paso de los años el frontón dejo de usarse, posiblemente porque nadie quería pisar un lugar tan desgraciado. Y quizá alguien mandó tirarlo abajo para evitar recuerdos y sinsabores que ya eran inútiles

Al cementerio se entraba por una puerta de hierro forjado, herrumbrosa y desencajada de sus goznes, que estaba permanentemente abierta. A la derecha estaban las tumbas de los ricos, algunos panteones, con figuras de ángeles en mármol, crucifijos y piedades. Eran los que habían comprado un lugar para después de su muerte, una finca para la eternidad, allí iban llegando los miembros de una misma familia, generación tras generación. Nos quedábamos callados viendo las tumbas grandes y pequeñas, las lápidas ricamente labradas con el nombre o los nombres de los que allí moraban, frases del evangelio, o reflexiones sobre el rápido paso por la tierra.

Otras solamente tenían una cruz sobre una tosca plancha de piedra o sobre el montículo de tierra apisonada, en muchas pequeños cuadros, marcos ovalados con fotos de color sepia, casi borrosas, perdidas en el tiempo, desgastadas, olvidadas, como aquellos que moraban junto a ellas, de niños que no habían tenido tiempo ni siquiera de contemplar brevemente el espectáculo de la vida, de jóvenes de caras difuminadas en las que no se veía la sombra de la muerte pero habían sido sorprendidos en el mejor momento de su existencia y proyectados a otra dimensión que no se habían cuestionado, semblantes de viejos, hombres y mujeres, algunos retratados hombro con hombro reflejo de largas vidas de trabajos, esfuerzos por sobrevivir, amor y desencanto ya pasado, ya recuerdo, ya nada.

Los nichos formaban largas hileras adosadas a la tapia encalada del cementerio, eran las viviendas baratas de la posteridad, algunos estaban adornados con un ramillete de lacias margaritas, otros sólo con un frasco o un bote herrumbroso de tomate sin agua ni flores, o con algunas de plástico que también terminaban por marchitarse, tan solitarias y perdidas como los difuntos a los que acompañaban.

En la parte más vieja del cementerio las lápidas de las tumbas estaban tapadas por tierra y polvo, desapareciendo lentamente en el olvido, otras, rotas, removidas por la intemperie y el paso del tiempo nos hacían pensar que, cansados y aburridos de la muerte, habían sido rotas por los propios difuntos que vagaban solitarios por los campos del olvido sin rumbo ni destino, con la tristeza de no poder volver a vivir sus días pasados.

Siempre salía del cementerio con una cierta congoja, hasta que el camino de vuelta nos devolvía al mundo de los vivos. Entonces galopábamos hacia el paso a nivel porque estábamos a punto de perdernos el paso de un largo mercancías.

El tren traqueteaba entre el vapor, el humo y los pitidos del maquinista, que al pasar, nos enseñaba la rasgada sonrisa de sus dientes blancos contra el fondo tiznado de su cabeza cubierta con un pañuelo rojo anudado en la nuca.

Devolvíamos el saludo entre gritos y saltos mientras contábamos los vagones en alta voz y nos reíamos de paisanos y burros que, parados al otro lado de la vía, se nos aparecían de forma discontinua al paso de los vagones, como si de un zoótropo se tratase.

Julio dijo a mi hermano que le esperaba después de la cena, cuando todos salieran a tomar el fresco, para subir al cementerio a ver los fuegos fatuos.

Con los calores intensos algunas mujeres sacaban sus sillas a la acera una vez recogidos los platos de la cena y rezaban el rosario mientras zurcían los calcetines o echaban un remiendo a una chaqueta o pantalón desgastado. Los hombres hacían lo propio permaneciendo en corrillos bajo la única bombilla de la calle fumando caldo que se pasaban entre ellos turnándose en el ofrecimiento.

Tito y Julito se disponían a subir al cementerio con pocas ganas de que les acompañase pero ante mis lloros y amenazas de que si no me dejaban ir con ellos iría con el cuento a mi madre, se conformaron en que les siguiese aunque a regañadientes.

Saltamos desde el patio trasero de la casa, donde tenían las madrigueras los conejos, cruzando la vía y subiendo en línea recta hacia los altozanos del castillo, el reflejo de una luna menguante nos ayudaba a encontrar el camino sumido en la oscuridad, atrás el pueblo reposaba tranquilo salpicado por la pálida luz de alguna bombilla ocasional que se intensficaba levemente en la plaza mayor.

Llegamos jadeantes a la verja del cementerio y en silencio penetramos en su interior siguiendo los pasillos de arena entre las tumbas. Nos sentamos en un rincón cuchicheando entre nosotros, adaptados a la oscuridad y con el leve reflejo de la luna podíamos contemplar aquél mundo poblado de cruces y pequeños monumentos que se alzaban como totems proyectando sombras alargadas sobre las estrechas calles del camposanto.

Fué pasando el tiempo sin que nada alterara la paz excepto el chasquido ocasional de alguna piña o las andanzas de algún lirón ocupado en sus trajines.

Sonó la campana de la Colegiata marcando la media noche y algo aburridos por la espera pensábamos en volver dejando la vigilia para otra noche. De pronto Julio nos hizo callar, había oído una especie de siseo que enseguida reconocimos pero que no podíamos saber de donde procedía. Escudriñamos cada palmo y poco a poco entre las lápidas pudimos percibir un vapor compacto y suave y fosforescencias que iban intensificándose hasta el punto de convertirse en pequeñas llamas pálidas de color azul, verdoso e incluso rojizo, empezamos a inquietarnos pero estábamos tan atraídos por aquellas candelillas que incluso nos atrevimos a levantarnos de nuestro rincón y encaminarnos hacia ellas. A medida que nos aproximábamos éstas parecían retroceder y disiparse para aparecer un poco mas lejos.

-¡son los fuegos fatuos! - susurró Tito entre dientes.

-¡son las almas de los niños nacidos muertos!- dijo Julito- ¡los niños que murieron sin ser bautizados y que penan entre el cielo y el infierno sin saber donde ir!

Un frío intenso comenzó a erizarnos el cabello de la nuca, luces pálidas y engañosas y el vapor que se levantaba del suelo parecían materializar imágenes distorsionadas y pálidas, casi irreconocibles sobre las tumbas, imágenes en blanco y negro como las de las películas que íbamos a ver a la catequesis parroquial, imágenes mudas de grandes ojos ausentes y vacuos que no miraban a ninguna parte.

En un profundo silencio y superpuestas entre éstas apariciones se dibujaban las hilachas espectrales de una comitiva triste que sobre unas andas transportaba un féretro negro cubierto de crespones en los que podíamos distinguir el escudo de Castilla, tras él la figura de una mujer joven pálida cubierta de largos velos y ropajes desplazándose entre leves oleadas fosfóricas seguida de espectros que en procesión pasaban ante nuestros ojos, desplazándose lentamente como una mancha nívea, algunos vagamente visibles, otros con rostros reconocibles llevando velones y antorchas de luz temblorosa.

La comitiva pasaba silenciosa suspendida sobre los monumentos funerarios dirigiéndose lentamente hacia el fondo del cementerio donde comenzó a disiparse dejando en el aire una neblina difusa y en el camino leves llamitas azuladas que iban apagándose en un tenue siseo. La aparición duró unos breves minutos.

Quedamos petrificados sin llegar a creer lo que habíamos presenciado, mudos de asombro y temblando de miedo y emoción retrocedimos hacia la cancela notando que planchas delgadas de hielo cubrían como un sudario las tumbas.

Corrimos cuesta abajo sin dirigirnos la palabra cruzando las vías y entrando en casa por el mismo sitio que la habíamos dejado, el patio trasero, Julio siguió a su casa contigua a la nuestra y nosotros nos fuimos a la cama sin cambiar palabra. Las mujeres se recogían cada una en su casa llevando consigo las sillas y oímos a mi madre andar por la cocina acercándose a la puerta de nuestra habitación para comprobar que estábamos durmiendo.

Aún temblaba de miedo entre las sábanas y cerrados los ojos seguía viendo aquellas imágenes, rostros tristes, hieráticos y fríos pasando delante de mí como un vapor mefítico.

Sentados por la mañana en la cocina, Tito engullía sopas de pan migado en el tazón de leche, yo hacía lo propio y él me miraba y ponía caras de horror bizqueando y enseñándome los dientes. Comiendo mi pan sentía algún escalofrío por la espalda y levantándose para ir al colegio me dijo en voz baja,

-¿sabes lo que te digo?, pues que eso que nos pareció hielo era sólo el reflejo de la luna sobre la piedra.

-¿y todo lo demás?-respondí-

-¡anda ya! ¡termina el desayuno que vas a ser el último renacuajo en llegar a la escuela!

7 - LA NOCHE DE LA TORMENTA



1949

Comienza Cabalgata fin de Semana.

Tercer indulto general en España.


Algunos días no había colegio porque era una fiesta religiosa o una fiesta local, o una fiesta nacional. Otros días la señorita estaba mala y nos volvíamos a casa. Otros hacía mucho frío o simplemente se nos habían pegado las sábanas y ya no merecía la pena bajar. El caso es que en esos primeros años el colegio era más un accidente en mi vida que algo cotidiano y monótono.

A mí el colegio no me gustaba, ni el recreo, ni el contacto con los demás niños, excepto los pocos con los que salía al campo a correr aventuras. Así que no lo echaba de menos cuando por una u otra circunstancia no bajaba a pasar frío a aquella mortecina habitación en la que nos amontonábamos como borreguitos y sólo oíamos voces destempladas y amenazas de curas y profesores.

Por el contrario, era muy feliz yendo a la compra con mi madre. Bajábamos la cuesta de nuestra calle y torcíamos a la izquierda para cruzar el puente de piedra del poco caudaloso Zapardiel.

La calle Padilla rebosaba de actividad, con sus comercios a izquierda y derecha de los soportales. Entrábamos en La Campana donde trabajaban mi hermana y su amiga Dolly. Era una tienda grande donde se vendían sábanas, mantas, lencería y telas por metros. Había un mostrador de madera muy largo en donde se extendían los grandes rollos de tela y se median las piezas con un metro de madera.

Allí se encontraba todo lo necesario para hacerse un traje, un vestido o unas cortinas para las ventanas. Dolly era muy simpática, tenía la cara redonda y unos ojos un poco saltones muy graciosos. Eran las dependientas más jóvenes de la tienda, llevaban unos uniformes azules con un cuello redondo blanco y todo en ellas irradiaba felicidad, cuchicheaban como dos cotorritas y siempre estaban riéndose por la menor cosa

Mi madre compró algunas madejas de lana para un jersey y luego cruzamos la Plaza Mayor para comprar el pan en la tahona, en su interior hacía calor y flotaba el olor reconfortante del pan recién cocido. El obrador era amplio, con un horno de leña al fondo y un pequeño mostrador para la venta, el pan se elaboraba de forma artesanal se amasaba en grandes artesas de madera, se cortaba en trozos que se pesaban y luego se iban colocando en una mesa para darle la forma redondeada de la hogaza, después el aprendiz las pasaba a unos tableros que se cubrían con trozos de lino.

Allí los dejaban durante un tiempo mientras atendían el fuego de leña, fumaban un cigarro y escuchaban la radio, después retiraban las ascuas del horno pasando un palo largo con una bayeta mojada para limpiar el interior y prepararlo así para colocar las hogazas

Mientras mi madre charlaba con la mujer del panadero, yo me deleitaba observando las hábiles manos que se hundían en la masa sobándola, las manipulaciones del panadero y la diligencia de los dos o tres aprendices que corrían de un lado al otro llevando cestas de pan, cargando sacos de harina, alimentando el fuego de la leña que acarreaban del patio.

Pagó mi madre el pan y salimos de nuevo a la calle, cruzamos a los jardines de la plaza y mi madre me dió un trozo de la hogaza caliente, mi mayor placer era comer pan caliente con un buen racimo de uvas.

Los hombres trataban sus negocios del campo, de los ganados y las fincas, de las futuras cosechas que aún estaban en el horizonte invernal. Llevaban sombreros, gorras o boinas según sus categorías sociales, algunos destacaban de los otros por sus grandes puros y sus cadenas y adornos de oro.

En el centro de la plaza la ennegrecida estatua de Isabel la Católica miraba hacia la Colegiata y las Casas Consistoriales, mientras algunas mujeres, sentadas en los bancos, hacían punto y los niños jugaban en los jardines.

En eso, por la calle de Salamanca y la Casa de Los Arcos aparecieron los falangistas desfilando. Cruzaron por delante de nosotros en dirección a la calle Padilla, atravesando la Plaza Mayor. Venían cantando:

Yo tenía un camarada

Entre todos el mejor

Siempre juntos caminábamos

Al redoble del tambor.

Llevaban un nutrido acompañamiento de cornetas y tambores y fueron a parar enfrente de la Estatua de Isabel la Católica.

Agazapado y medio oculto entre las filas iba mi hermano que al pasar nos miró de reojo. A él, como a casi todos los chicos de su edad, les encarecían a ponerse el uniforme. Y no le quedaba tan mal, la boina roja, la camisa azul y el pantalón corto, si no fuera por lo agachado que iba.

Se arrancaron con el "Cara al Sol" y todo quedó suspenso en la plaza. Algunos tratantes, con el puro humeante en la mano izquierda, levantaban serios y orgullosos la derecha en ostensible saludo romano, otros se quitaban la gorra o la boina, algunas mujeres se paraban en mitad de su camino levantando también el brazo, el agradecimiento en algunos y el miedo en muchos les convertía en estatuas de sal durante unos minutos, cara al sol de la mañana radiante.

Mi madre sostenía con una mano la bolsa de la compra y con la otra me agarraba mientras no quitaba ojo de mi hermano que quería hacerse invisible entre el grupo de falangistas.

Cantaban todos a pleno pulmón y yo estaba seguro que Isabel la Católica lloraba por dentro de emoción y su corazón de granito se repartía palpitante entre todos aquellos jóvenes algo desmedrados pero orgullosos y altivos, llenos del gozo de llegar hasta ella y rendirle pleitesía en aquella mañana clara y fría de Medina del Campo.

Volvieron a marchar los falangistas entonando:

Somos luz de amanecer

De la España que ha empezado a resurgir

Y los flechas sembraremos de laurel

Los caminos de nuestro porvenir

Se alejaron por la calle Padilla para cruzar marchando el puente sobre el seco Zapardiel, y después del paso a nivel subir hasta el Castillo de la Mota donde romperían filas para, después de comer un bocadillo de tortilla de patatas, escuchar somnolientos las charlas del Jefe de Escuadra.

De vuelta hacia casa paramos en Las Reales Carnicerías a orillas del río, entre sus vetustas piedras generación tras generación de matarifes y carniceros regentaban sus pequeños puestos colmados de trozos de carne de vaca, de ternera, y los sabrosos corderos de la región que, enteros, en paletillas o chuletas llegaban a las mesas de quien se lo podía permitir.

Las amas de casa, agarrando el monedero con las dos manos, atisbaban uno y otro puesto sopesando sus posibilidades de compra, pendientes en todo momento de la turbamulta de chiquillos correteando de un lado a otro a la caza de unas monedas o una bolsa descuidada, gitanas que con una mano te ofrecían una ramita de romero para darte la buenaventura mientras la otra merodeaba demasiado cerca de las bolsas de la compra.

Una caterva de tullidos ocupaban todos los rincones, mostrando sus muñones, pústulas, deformaciones, heridas purulentas, alargando una mano temblorosa en demanda de unas monedas u ofreciendo su mísera mercancía de perejil.

En mi mente de niño éstas imágenes se mezclaban con las que recibía en las iglesias, del dolor y martirio de los santos, que a su vez se mezclaban con la carne y la sangre de corderos y reses, conejos despellejados, cabezas de cordero de ojos saltones que nos miraban indiferentes desde el otro lado de la muerte.

Y con todo, los mercados eran para mí uno de los lugares más interesantes a donde siempre quería ir, en donde aprendía la verdad de la vida, la cotidianeidad difícil de sobrevivir, dura y descarnada pero real, muy diferente del trampantojo escolar, en donde profesores y curas manejaban los buriles que el Estado les proporcionaba para grabar con su acero puntiagudo, día a día, en nuestros frágiles y moldeables cerebros las materias de su conveniencia.

Compró mi madre un hueso de caña, un trozo de carne de morcillo, chorizo y morcilla que junto a los demás ingredientes vegetales ya comprados, formarían parte del cocido de garbanzos que nos juntaría a todos en torno a la mesa a la hora de comer. A la salida, en el puesto del abuelillo, me compró un cucurucho de chufas para ir rumiando camino a casa. Abuelillo o abuelilla era el nombre que los niños dábamos a quienes vendían chucherías en un carrito de madera o en una cesta grande de mimbre.

Su mercancía era sencilla y sana, palolú, algarroba, pipas de girasol, garbanzos torrados, altramuces, barras de regalíz, pirulís caseros, manzanas cubiertas de caramelo, castañas pilongas y toda la gama de frutos secos, también algún producto mas artificial como chiclés y alguna que otra chocolatina.

Se oían truenos lejanos cuando después de la comida echaba la obligada siesta de la tarde. Me concentraba en mirar el armario de madera enfrente de mi cama en el que a través de sus vetas descubría caras que me espiaban y cambiaban de forma, nudos que eran animales desconocidos, caminos que se perdían entre laberintos de hojas y ramas secas, abismos y cráteres en las imperfecciones de la madera. Entre las rendijas de las persianas bajadas se colaban las sombras de algún labrador, de mujeres que pasaban de rato en rato, del vendedor de botijos y su burro que lentamente de un lado al otro de la habitación quebraban la luz, dejando flecos negros, ondulantes, sin forma, que se estiraban perezosos hasta tocar mi cama y subir por la manta y retrocedían bruscamente hacia la luz, a las figuras que los habían creado. Con éstas y otras ensoñaciones me quedaba dormido profundamente y otras ilusiones del sueño hacían su presencia, con tal fuerza, que a veces no podía discernir cual era el mundo real y cual el imaginado.

Al despertarme encontré a mi hermano haciendo los deberes bajo la mortecina bombilla de la cocina. Estaba muy oscuro, en parte por la tormenta que teníamos encima. Mis padres habían ido a unos recados y me fui a la puerta de la calle para ver si venían. Los relámpagos y truenos eran cada vez más intensos. Se podía oír y ver la chispa como un latigazo seguido del estallido seco en tromba del trueno. Se fue la luz. Olía a tierra húmeda y a heno. Cuasimodo, dejando la cocina, apareció por el pasillo con una vela encendida en la mano dando grandes risotadas, ladeando el cuerpo, arrastrando una pierna y poniéndose bizco.

Rompió a llover en grandes ráfagas que en segundos inundó la calle arrastrando la tierra y abriendo profundos surcos. En la luz azulada de un largo relámpago vi a mi padre y a mi madre que cogidos del brazo chapoteaban y corrían hacia la casa. Mi madre perdió un zapato, corrió mi padre a recuperarlo y de nuevo cogidos del brazo continuaron dando traspiés iluminados por las fuertes descargas eléctricas y el estampido múltiple y seco de los truenos. Llegaron calados hasta los huesos, mi madre lloraba y mi padre, sosteniendo el zapato en una mano, exclamó riendo ¡Pero mujer si es sólo una tormenta!