martes, 16 de junio de 2009

2 - LA FOTO DEL COLEGIO




1946

La ONU no admite como miembro a España.

Aparece el Cola Cao.


Amanecía en Medina del Campo una mañana fría del invierno de mil novecientos cincuenta y dos. Desde la cama, tapado con una gruesa manta y un abrigo de mi madre extendido por encima, miraba somnoliento la luz pálida entrando por los resquicios de la ventana...cinco, seis, siete campanadas en la colegiata.

-¡Hijo, hijo, hala espabila!

Mi hermano ya estaba levantado y se lavaba como un gato en la pila de la cocina

-¡Te has vuelto a mear en la cama ! ¡Qué cruz!, todos los días igual, ¡que harta estoy!

Mi madre abrió la cama y quitó las sábanas empapadas, a pesar del hule protector, el colchón también estaba mojado. Abrió las ventanas de par en par y apoyó el colchón sobre el alféizar para que el sol de la mañana lo secase. Me quité el pijama, que estaba calado hasta los hombros y me fui, desnudo, a la cocina donde me pasó una esponja por el cuerpo. Me dio ropa seca

-¡Toma vístete, y siéntate a la mesa!

Tito hacía muecas y se ponía bizco mientras desmigaba un trozo de pan en el tazón de leche.

- ¡Mírale esta riéndose de mí!

- ¡Come y calla..y tu no hagas burla a tu hermano...!

Me quedé largo rato mirando como se deshacía el trozo de mantequilla que flotaba en las sopas de leche, derritiéndose en gruesos círculos de grasa alrededor del pan y dejando una estancada mancha amarilla sobre la cuchara. En la calle se oía a los perros ladrar y el paso de los carros que traqueteaban hacia los campos.

Aquella mañana no era una mañana de colegio cualquiera. Era la mañana de la foto, y por esa razón teníamos que estar listos un poco antes. Hacia frío y mi madre me puso el abrigo y una bufanda tapándome la boca.

La calle Isabel la Católica, en donde vivíamos, era una vereda tortuosa que comenzaba en el paso a nivel del tren y se diluía entre chabolas encaladas y campos labrados. Tenía una mínima acera en el lado de las casas formada de baldosas viejas y tierra apisonada que los vecinos habían puesto a su manera.

Al otro lado serpenteaba una tapia muy larga, desconchada y a trozos desmoronada en donde la mayor parte de la gente hacía sus necesidades ya que en esa zona del pueblo no había casi ninguna vivienda con agua corriente y alcantarillado. Detrás de la tapia había una fábrica de chocolates que nos deleitaba con su intenso olor a cacao.

Mis padres habían alquilado la parte baja de una casa de dos pisos. Tenía un pasillo largo con habitaciones a los lados y la cocina al fondo. El patio trasero era un pequeño rectángulo de tierra que daba a las vías del tren.

La casa estaba, como todas las demás, construida al borde de un altozano terroso, lleno de cardos, con algún pino salpicado en la tierra yerma, como soldados rendidos y aburridos por los siglos en su vigilancia del Castillo de la Mota que ocupaba y ocupa las alturas con su maciza planta mudéjar.

Mi padre bajaba ya hacia el paso a nivel, encaminándose a los depósitos de máquinas de la estación, con su sahariana azul y la cesta de mimbre donde mi madre le había colocado la tartera con la comida y la bolsa con las sábanas que siempre llevaba consigo para hacer mas humano el jergón en el que le tocase dormir.

Mi hermana desayunaba de pie mientras barría la cocina canturreando alegre, vestida ya en su bata azul de cuello blanco para ir a recoger a su compañera Dolly y después andar cogidas del brazo hasta la plaza mayor donde trabajaban como dependientas en un comercio de telas vetusto pero agradable llamado "La Campana".

Mi hermano terminaba de ponerse el uniforme de la falange, pantalones cortos y camisa azul, porque esa mañana tenían desfile y debían ir perfectamente uniformados. Dando saltos y perdiendo el tiempo en cualquier cosa que pasase delante de él, era el constante objetivo de las reprimendas cariñosas de mi madre, pero él hacía poco caso, no por maldad, que no tenía ninguna, si no porque su espíritu habitaba otros universos muy ajenos a los uniformes, las reglas, los horarios y las disciplinas.

Salió por fin Tito con la cartera hacía su colegio delante de nosotros y cogido yo de la mano de mi madre nos encaminamos a buen paso hacia el colegio. Saludaba a las vecinas que barrían la entrada y preparaban los braseros. Al llegar al paso a nivel, mi hermano se fue a cruzar el Zapardiel por el puente de piedra no sin antes volverse y hacerme una exhibición de su abultado repertorio de gestos, visajes y burletas.

El colegio estaba en un semisótano en la parte de atrás de la colegiata. Había ya un buen número de niños esperando pegados a la pared, algunos con sus madres y otros solos, me puse en la cola y esperamos un buen rato hasta que llegó la profesora y un cura con boina y cara de vinagre que solía pasar largo rato con nosotros enseñándonos los rudimentos de la religión, mi madre me dio un beso y se volvió para casa.

Cuando me tocó el turno me senté en un pupitre de madera carcomido por el tiempo, herido por muescas de navajas y plumillas, agujeros y dibujos resaltados con la tinta azul del tintero blanco de loza que cada mañana se rellenaba de un botellón y con el que nos poníamos perdidos para el resto del día.

De la pared colgaba un descolorido y mugriento mapa político de España de hule que en su parte izquierda tenía un pequeño recuadro con las Islas Canarias, de las que tardé muchos años en enterarme del lugar exacto que ocupaban en el mundo real.

Con las manos apoyadas en un grueso libro abierto por la mitad y mirando serio al frente, quedé retratado para la posteridad, como cualquier otro españolito mas, en cierto modo fichado por primera vez aunque yo no me sentía consciente de ello, como miembro de una comunidad en la que eras por nacimiento culpable hasta que no demostrases lo contrario con papeles timbrados que se escalonaban a lo largo de tus años, fé de bautismo, certificado de penales, documento de identidad, cartilla militar y otra serie de notas y esquelas de recomendaciones de cuyo nombre y número no quiero acordarme.

Recuerdo haber encontrado esa foto perdida en algún cajón a lo largo de mi vida, ahora mismo no sé donde puede estar pero supongo que alguien de mi familia dará con ella en alguna futura limpieza de trastos y papeles y podrá así volver por un instante a aquel mundo en blanco y negro de su abuelo o bisabuelo que una vez fue niño en un pueblo de Castilla.

El resto de la mañana es solo un vago recuerdo de manchas de tinta y olor a tiza, de mirar por la ventana la cara triste del invierno .

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