martes, 16 de junio de 2009

4 - LOS MISIONEROS Y LA SEMANA SANTA




1947

Segundo indulto general el 17 de Julio.

Eva Perón ¨ Evita ¨ visita España.


Con la primavera llegaba el buen tiempo. Y también la Semana Santa. Y con ella los misioneros. Y todo el pueblo se echaba a temblar. Estos frailes con barba y hábitos blancos hacían buenos a nuestros curas habituales de sotana y boina negra.

Durante esos días no oíamos la radio. O la poníamos muy bajita y la escuchábamos a escondidas.

Había en el ambiente un aire de pena y dolor y también de miedo. Al atardecer bajaba con mi madre a la colegiata, otras veces a la iglesia de la plaza, y entrábamos en la oscuridad de la iglesia iluminada únicamente por las velas del altar mayor y las capillas laterales.

Las imágenes estaban cubiertas por paños morados y crespones negros, pero yo sabia que debajo se encontraban esos crucifijos ensangrentados, llenos de llagas y de dolor, la corona de espinas desgarrando la frente de aquel hombre que tenía las manos y los pies atravesados por enormes clavos que reventaban sus venas en un océano de sangre. Las vírgenes, traspasado el corazón por puñales, de semblante macilento, angustiado, anegado de infinito sufrimiento, los santos y santas atravesados por lanzas, flechas, púas, colgados boca abajo, mutilados por hachas o quemados a fuego lento. Una galería de horror, tristeza, pena y muerte de la que, al parecer, todos los que llenábamos la iglesia éramos culpables.

Los frailes se turnaban en el púlpito enumerando nuestros pecados y lo que íbamos a padecer en el infierno si no nos arrepentíamos a tiempo. En las naves laterales largas colas formadas casi enteramente por mujeres esperaban su turno para la confesión.

Los hombres se amontonaban en la entrada de la iglesia y muchos permanecían en el exterior, en grupos o sentados en la escalinata fumando.

El olor a madera vieja, el incienso, las velas y las sombras oblongas proyectándose en el crucero me hacían traspasar la frontera a otro tiempo, a un tiempo desaparecido pero que me resultaba familiar, como si hubiera vivido otra vida anterior en él, resaca de un pasado en donde caminé por los años de la existencia en el cuerpo de otra persona.

Pero enseguida, con los gritos y las amenazas, volvía a la realidad presente y me cogía de la mano de mi madre en la que encontraba calor y consuelo.

El vozarrón estentóreo del fraile subía hasta la bóveda cargado de crueles suplicios y torturas, y descendía lentamente como un chorro de sangre caliente que bajara desde los arquitrabes y capiteles, empapando las columnas, inundando los ojos de dolor y muerte, de culpabilidad.

Miré hacia los lados, desde un cuadro en un rincón, sólo iluminado por las velas, me miraba una monja con los pechos cortados y puestos sobre una bandeja que sostenía entre las manos. Volví la cara al otro lado y allí, en un bajorrelieve, una multitud de seres humanos desnudos, hundidos en un caldero lleno de fuego miraban hacia el cielo pidiendo compasión a su sufrimiento eterno.

- Bueno, vámonos a casa- me dijo en un susurro mi madre - papá ya habrá venido de la estación y tengo que preparar la cena.

Ya anochecido, volvimos por la calle Isabel la Católica tratando de no tropezar en la oscuridad.

Las vecinas, de vuelta de la iglesia, se apresuraban a poner la radio para no perder el rosario en familia del padre Payton mientras pelaban unas patatas o calentaban la sopa para la cena.

Y mi padre, que olía a tren y a viaje, estaba sentado tranquilamente junto a la mesa de la cocina fumando un cigarrillo cuando llegamos, nos comenzó a hablar de cosas que no tenían nada que ver con lo que mi madre y yo habíamos hecho aquella tarde, del tren apresurándose por los campos de Castilla, del fogonero que cantaba jotas mientras embaulaba palada tras palada de carbón en la alegre caldera de la máquina, de las sopas de ajo que habían preparado mientras el tren traqueteaba hacía Valladolid.

Y yo admiraba a mi padre porque aunque ganaba poco dinero era feliz en su trabajo, era fuerte y alegre y sobre todo rechazaba el miedo.

Ya en la cama, en la oscuridad de la habitación, pasaban de nuevo ante mí las caras de los santos, las máscaras del dolor, las sombras del pecado, el infierno y la condenación que era como una especie de lago estancado de color rojo y negro.

A lo lejos se oía el pitido de una maquina de vapor acercándose a la estación. Me volvía del otro lado y pensaba en mi padre con su sahariana azul y la boina vasca.

Y me quedaba dormido y soñaba que era un águila, que estaba sobre el tejado sin decidirme a emprender el vuelo. Veía a mis padres y mis hermanos ocupados en la casa sin notar mi presencia, de repente sentía que tenía que volar y desplegaba las alas.

Comenzaba a tomar altura sobrevolaba sobre los tejados llegando a la colegiata y entrando en su interior a través de un cristal roto. Recorria toda la nave y allí estaba la gente de la tarde y los misioneros con sus sermones y nadie advertía mi vuelo pero las imágenes apartaban sus velos morados y me miraban revolotear libre entre las crujías, las almas del purgatorio sufriendo su castigo parecían querer volar conmigo y no apartaban sus ojos de las alturas de la iglesia.

Salí al exterior y volé y volé hasta que el pueblo desapareció de mi vista, y los campos se desvanecieron entre las sombras y seguí incansable atravesando riscos y montañas hasta llegar al mar y seguí volando sin descanso hasta encontrar otra tierra, una tierra diferente, llena de árboles y verdor, de pájaros de plumajes distintos, que no tenían iglesias donde posarse, ni grandes casas, pero sí árboles de troncos milenarios en cuyas ramas hacían sus nidos.

Y una vez más, poco antes del amanecer, me volví a mear en la cama.

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