martes, 16 de junio de 2009

1 - AL EMPEZAR



PRIMERA PARTE: MEDINA DEL CAMPO




1946

Embajadores acreditados en España reciben la recomendación de la ONU de abandonar España.

El niño español Arturito Pomar, gana el torneo de ajedrez de Londres.



Cuando vuelvo al borde de los primeros recuerdos de mi niñez, entra en mí el sonido de las olas del mar rompiendo en la playa, el anochecer y un horizonte difuso iluminado por destellos que lo cruzan, una gran tormenta sobre el mar.

Estoy sentado en el borde de una cama, en una casa pequeña de paredes encaladas, escasos muebles, una bombilla desnuda en el centro del techo. Se ha ido la luz. Los relámpagos que se escurren por las rendijas, que se cuelan por las desvencijadas contraventanas iluminan nerviosa y brevemente cada rincón de la estancia y la marea llega hasta la puerta, entra por debajo y durante unos segundos hasta los muebles que lame dejando en su retroceso pequeños círculos de espuma que se deshace en un siseo de pequeñas burbujas.

En una esquina un pequeño fogón ilumina las caras de mis hermanos que sentados en una pequeña mesa de madera cubierta de un tapete de hule hacen los deberes del colegio con lápices y gomas de borrar que sacan de sus plumieres que para mi son camiones con los que juego cuando ellos dejan sus carteras para ir a jugar.

Sobre la placa roja de la cocina mi madre se afana en freir boquerones en una sartén honda con abundante aceite, los sujeta con los dedos de cuatro en cuatro por las colas, los pasa por harina y los sumerge con un delicioso crepitar que desprende los aromas del pescado mezclándose con el olor a lluvia y mar que vienen de fuera.

Los truenos hacen temblar las paredes pero no me causan ningún miedo, al contrario, tengo una sensación de placer. En la misma mesa en la que mis hermanos ya han terminado sus deberes, mi hermana coloca platos y cubiertos mientras mi hermano corta trozos de pan y los lleva a la mesa en un cestillo de mimbre. Mi madre coloca una vela en el centro.

Nos servimos pequeños racimos de boquerones fritos que llevamos calientes a la boca acompañados de pedazos de pan. Mi madre nos pone un dedo de vino tinto a cada uno echándolo por la parte ancha del porrón y nosotros terminamos de llenar el vaso bautizándolo con la jarra del agua.

No está mi padre esa noche en casa, a esas horas viajará encaramado en el gran monstruo de fuego y vapor que cruza las llanuras y los montes incansable, engullendo pasajeros y mercancías y vomitándolos en estaciones de postín con muchas luces, olor a café, trasiego de coches y carros, risas y carreras de los que llegan tarde y también en apeaderos surgidos de la nada en las estepas de Castilla, en los recodos de la montaña, con una macilenta bombilla y uno o dos tristes labriegos que tienen que ir a la ciudad y sujetan entre sus manos la cesta con el queso y el chorizo para la jornada, o la gallina viva para pagar algún entuerto.

Mi padre estará toda la noche atento a la vía, fijando su atención mas allá de la luz que los faroles de la máquina proyectan sobre los railes. Vigilando la presión de la caldera, ayudando al fogonero a mantener el fuego con paletadas de briquetas que rebosan el Tender. De vez en cuando comerán un trozo de pan con tortilla o chorizo, de vez en cuando echarán un trago de agua, y también de vez en cuando subirán los ojos brevemente hacia el cielo nocturno cuajado de estrellas.

Después de cenar rezamos el rosario, mi hermana lo lleva y los demás contestamos, la llama de la vela lame las paredes encaladas bailando con las corrientes de aire que van y vienen a sus anchas por las rendijas de ventanas y puertas, me entra sueño. Rezamos al ángel de la guarda y nos arrebujamos con las mantas, la lluvia golpea el techo de tejas y paja, en la oscuridad fijo mi vista en el fogón que aún conserva el color rojizo de las ascuas, el olor del pescado sigue impregnándolo todo.

Algo mas lejos el sonido seco de las olas rompiendo en el malecón me lleva en volandas hacia las aguas turbulentas y oscuras que vuelven al mar y me siento parte de él diluyéndome en la profundidad envolvente, en el silencio eterno.

Por la mañana, aún temprano, mi hermana ayuda a mi madre a abrir las ventanas y las puertas de par en par, la luz del Mediterráneo ha borrado la tormenta y todo brilla y resplandece con la intensidad del reflejo de las aguas y el azul infinito del espacio que se pierde en el horizonte. Mi madre riega varias hileras de geraneos plantados en latas de tomate y tiestos de diferentes tamaños que se alinean en una pequeña acera de baldosas viejas colocadas directamente sobre la arena de la playa adornando la entrada de la casa.

Mis hermanos van al colegio, paso las mañanas, los días sentado sobre la arena oyendo a mi madre barrer la pequeña casa, viendo pasar alguna barca de pescadores, escuchando la radio que está sonando de la mañana a la noche,

A...ay!..., de Cádiz para Chiclana

camino sembrao de flores

enncontré a mi Chiclanera

que penaba mal de amores, chiclanera.

Yo que también he sufrío

por no ser querío

estoy a tu vera.

A...ay!..., para calmar tus dolores

aquí me tienes rendío

que ese amor que se te muere

otra vez ha florecío, Chiclanera.

Porque estoy arrepentío

y to el mundo es mío

teniéndote a tí...

Por la tarde, después de la siesta, salgo de nuevo a la playa, corro descalzo con todas mis fuerzas de un lado a otro sintiendo por dentro oleadas de mar y de sal, del sol que se oculta por las tierras de Cádiz, mis hermanos rien y juegan sobre la arena, mi madre, sentada a la puerta de la casa enjalbegada remienda la ropa sentada en una sillita baja de anea.

Y de pronto aparece mi padre con su sahariana azul y la cesta de mimbre, se remanga los pantalones y camina por la arena hacia nosotros, mi madre se levanta y mis hermanos y yo corremos a su encuentro, su sonrisa blanca se mezcla con la música de la radio que una vez mas inunda la playa con los acordes de la copla chiclanera.

Hace unos años, cuando mi madre tenía ya noventa y dos, le hablé de este recuerdo, se quedó pensativa y sonriendo me dijo que durante uno o dos años vivimos en la playa de "El Palo"en Málaga que, en efecto, solía haber muchas tormentas pero enseguida volvía el buen tiempo. Y añadió que le sorprendía pareciéndole muy raro que me acordase de aquello porque entonces yo era un niño muy pequeño.

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