martes, 16 de junio de 2009

3 - EL ZAPARDIEL




1947

El gobierno norteamericano comienza el plan Marshall de ayuda a Europa.

¨ Islero ¨ mata a Manolete.


Por la tarde, a la salida del colegio, bajábamos al río que la mayor parte del año era solo un mísero regato o estaba completamente seco. En la orilla había juncos y maleza. Con algunas tiras de hierba y juncos entrelazados fabricábamos cestitos y figuras que dejábamos secar en el patio de casa para luego incluirlos en nuestros juegos.

A lo largo del cauce se formaban campamentos de carromatos y tiendas de campaña llenas de remiendos y mugre en donde vivían los gitanos nómadas, ejerciendo sus mil oficios que iban desde lañadores, vendedores ambulantes o colchoneros hasta tratantes de ganado o echadores de cartas.

Se les veía por todo el pueblo vendiendo sus mercancías, los burros cargados de botijos, sartenes, cazuelas de barro y cestos de mimbre. Las mujeres ofreciendo el brazo lleno de vainicas y puntillas.

A mí me daban un poco de miedo sobre todo los niños, sucios y descarados, de mirada penetrante, que iban medio desnudos y parecían no temer a nadie ni a nada. Por otro lado les envidiaba porque no aparecían por el colegio y a sus padres no les importaba, pasaban el día haciendo hogueras junto al río o pidiendo en el mercado agarrándose a las faldas de las mujeres a las que trataban de conmover con sus fingidas lágrimas y no cejaban en su empeño hasta que conseguian algunas monedas o algún alimento y entonces salían corriendo a reunirse en una esquina para juntar sus ganancias y bailaban y tocaban las castañuelas seguidos siempre por perros vagabundos, escuálidos y sarnosos. Tratábamos de mantener las distancias con ellos y si se acercaban demasiado salíamos corriendo despavoridos.

A veces cruzábamos al otro lado del puente de piedra, a la derecha de la calle Padilla donde había una sala de baile y nos estaba prohibido ir. Los mayores parecían tener un gran interés por este lugar, sobre todo los domingos que los hombres se vestían de traje y corbata, las mujeres jóvenes con faldas de vuelo y las más maduras con trajes de chaqueta muy ajustados y los labios pintados de carmín rojo.

En el verano se montaba una kermés con farolillos de colores en un patio grande contiguo a la sala de baile que se barría y regaba, era entonces cuando los chicos podíamos subirnos a la tapia o mirar por las rendijas.

Las parejas bailaban muy pegadas y sudorosas sin importarles el calor ni el ritmo que imponía la orquestilla. Los hombres que no bailaban permanecían de pie junto al bar, muy serios, fumando nerviosamente o tomando vino o cerveza. Las mujeres, sentadas al lado opuesto, esperaban, pacientes, el final de la pieza y la posibilidad de ser elegidas.

A veces venían músicos de Madrid, que tocaban mucho mejor que los del pueblo y solían traer un solista de boleros, pasodobles y coplas.

Llegaban a la estación cualquier día de los que los chicos íbamos a matar el tiempo viendo pasar los rápidos y los expresos, cada uno con su carga variopinta de pasajeros, los unos en primera clase, con las ventanas cerradas y aire circunspecto, con sus reposacabezas blancos de ganchillo y asientos de oreja, o en los wagon-lits, coches camas a los que nos estaba vedado acceder y mirábamos desde el andén con envidia y ensoñaciones de viajes lejanos alrededor del mundo.

Los de segunda abrían las ventanillas y compraban tortas y refrescos, bajaban a estirar las piernas o a tomar café en la cantina de la estación. Los asientos, de gutapercha, mas sobrios que los de primera pero confortables si el viaje no era muy largo.

Los de tercera eran vagones de madera con asientos espartanos de lo mismo, en ellos viajaba una caterva de paisanos de todo pelo, arrastrando cajas y trastos voluminosos, atadijos con ropa y cestas llenas de comida, conejos y gallinas cogidos por las patas que, boca abajo, trataban de escapar al menor descuido del amo, labriegos de boina polvorienta, desteñida por el sol, de cráneos blancos como la nieve y caras atezadas, casi negras, cruzadas por surcos profundos y manchas cancerígenas del sol de muchos años.

Los músicos y las coristas venían en segunda, a diferencia de los ocupantes de tercera, estaban paliduchos y ojerosos en su mayoría, tenían un cierto aire de querer y no poder y de estar a ramal y media manta la mayor parte del tiempo.

El segundo y último año que viví en el pueblo actuaron por las fiestas unas vicetiples de gruesos muslos. Los mozos sudaban la gota gorda viéndolas bailar mientras trasegaban el, por entonces, tosco vino de Rueda dando grandes voces de aprobación al golpe de cadera y baqueta perpetrados al unísono.

Las mozas se sentaban en grupos, cejijuntas y mohinas, y terminaban por salir a la calle y dejar a los hombres solos. En medio de la función y cuando el público masculino estaba mas contento, entró la Guardia Civil y suspendió el baile, los mozos formaron una barrera y hubo algún golpe entre los números y los paisanos pero el horno no estaba para bollos y los guardias tenían las de ganar, sacaron a las vicetiples a empellones y las llevaron a la estación a coger el primer tren para Madrid.

Todo esto era muy divertido para nosotros y ya estaba yo dispuesto a seguir la comitiva con el resto de la patulea de chicos, cuando mi hermano apareció detrás de mí y dándome un par de coscorrones me cogió de la mano y cruzando el puente nos adentramos en la obscura calle Isabel la Católica camino de casa, la calle de las catalinas, como la llamábamos los chicos.

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