martes, 16 de junio de 2009

6 - EL CASTILLO DE LA MOTA, EL FRONTÓN Y EL CEMENTERIO




1948

El Caudillo y don Juan se entrevistan en el yate Azor, Deciden que don Juan Carlos de Borbón realice sus estudios en España bajo la tutela de Franco.

Se publican los álbumes de cromos "Los Tres Mosqueteros" y "Robín de los Bosques"



Aunque toda la provincia era conocida por sus pinos, alrededor del castillo escaseaban, había sólo pequeños grupos diseminados en donde los chicos nos tumbábamos para aliviarnos del castigo del sol mesetario.

A veces nos daba la sensación de que bajo sus copas el bochorno era mayor pero, al menos, desprendían un fragante olor a resina. Los había piñoneros y por esa razón siempre teníamos en los bolsillos uno o dos clavos con la punta machacada. Mi hermano Tito, seis años mayor que yo, llevaba además un trozo de cuerda, unas tijeras pequeñas que mi madre buscaba desde hacía mucho tiempo, una caja de cerillas que contenía dos botones, uno grande negro y otro pequeño de los que se usan en los puños de las camisas, dos agujas, y un trozo de hilo. También un mechero de chispa que a todos nos fascinaba, varias gomas elásticas de las de los yogures, un pito fabricado con un hueso de albaricoque, medio lápiz y un tirachinas reforzado.

A veces, según su propia estrategia, variaba el contenido de los bolsillos pero de una u otra forma mi madre siempre decía:

-Pero hijo ¡que llevas en los pantalones que me paso el día cosiéndolos! nos explicaba que el llevar todo eso era “por si las islas”. Argumentaba que cualquier repentino avatar le podría encontrar perdido en una isla desierta, como en las novelas de Verne y Defoe, donde tendría que pasar largos años con una crecida barba, subsistiendo de los moluscos encontrados en las rocas pero que, gracias a su previsión en llevar consigo algunas herramientas elementales, podría fabricar otras mas elaboradas y hacer realidad su mayor ilusión, que era, hacer una casa en un árbol, de ésta manera pasaría felices los años hasta que una mañana divisase un barco inglés en el horizonte – el barco tenía que ser inglés, según él – que le traería de vuelta a la civilización donde se haría famoso y rico con la venta de sus libros de aventuras.

Todos nos quedábamos embobados con sus razonamientos que encontrábamos muy ponderados e inteligentes y que nos hacía depositar en él nuestra confianza como líder nato en nuestras correrías por el campo.

A la sombra de los árboles organizábamos nuestra estrategia de asalto al castillo. No era fácil. La Sección Femenina de la Falange ocupaba parte de él, las zonas más habitables. Tenían un par de pastores alemanes que merodeaban constantemente por el foso, seco y lleno de cardos.

Durante el verano se sucedían las tandas de chicas jóvenes que hacían el Servicio Social, aprendían a coser, bordar, cuidar del hogar, cocinar y empaparse del espíritu y la filosofía de la fundadora doña Pilar Primo de Rivera

Hacían gimnasia enfundadas en unos enormes pololos azules y desfilaban por el patio principal y subían y bajaban las banderas por la mañana y por la tarde, las tres banderas del movimiento: la española, la de la falange y la de los requetés.

También practicaban bailes regionales al pie de las almenas con el propósito de formar parte de los Coros y Danzas que viajaban por toda España poniendo un nudo en la garganta y lágrimas en el corazón de las gentes de ciudades y pueblos que veían pasar aquella comitiva de frescas y juveniles sonrisas recordándoles la música y los bailes típicos de sus abuelos y bisabuelos, cantares al son del tambor y la dulzaina, de las castañuelas y la pandereta, de la gaita y el chistu, de las chirimias y los panderos, del laúd y la guitarra. Las gentes lloraban a moco tendido identificándose con la patria que les vió nacer, con la tierra árida de los campos de Castilla, los olivos de Andalucía o los bosques de Las Vascongadas, Navarra o Cataluña. La jota aragonesa y la espatadanza, la danza ancestral de gallegos y asturianos, la alegría de las flores y el oleaje de colores del baile flamenco de los gitanos, de las alegrías de Cádiz, del sol en las sonrisas y en los ojos moros de las mujeres del sur. Al atardecer éstas mismas muchachas se aquietaban y se juntaban en círculos a cantar y rezar el rosario.

Todo esto a nosotros nos traía sin cuidado, nuestro objetivo era explorar y asaltar el castillo en donde suponíamos había mazmorras llenas de esqueletos y posibles tesoros escondidos a lo largo de la dilatada historia de aquella mole de ladrillo rojo, fortaleza y habitación durante un tiempo de los Reyes Católicos, Isabel y Fernando, promotores del descubrimiento y conquista de las tierras que harían posible el trasiego incontable de barcos cargados de oro y sobre todo de plata a las yermas tierras de Castilla que muy poco o nada se beneficiaron de aquella lluvia de riqueza.

Nuestra maestra decía que si andábamos por el castillo en silencio y afinábamos el oído, aún podian oirse las voces y discusiones del doliente y apasionado corazón de Juana, enfrentada a sus padres, herida por el amor truncado, por la turbulenta vida de la corte y la muerte de su infiel esposo austriaco que la llevaría a su soledad y encierro en Tordesillas.

Bien por una tronera, a través del foso seco o saltando un lienzo desmoronado encontrábamos la manera de colarnos al interior, había infinidad de pasadizos comunicados unos con otros que siempre terminaban en una pared ciega o en una gruesa puerta llena de candados y cerrojos.

Nos convertíamos en guerreros medievales, cerrábamos la mano derecha sobre las riendas y espoleábamos nuestros caballos que volaban al galope en busca de aventuras.

Así librábamos batallas sangrientas al asalto del macizo castillo de La Mota, atacados desde las barbacanas por lluvias de flechas que a veces nos hacían caer en tierra pero de las que nos recuperábamos de un salto, hasta que cansados y sudorosos volvíamos al cobijo de los pinos y nos tumbábamos a ver pasar las nubes de la tarde.

De vez en cuando llegaba hasta nosotros el pitido alegre de las máquinas de vapor que saludaban al guardagujas del paso a nivel y a algunos vecinos que sujetando los borricos por el ronzal esperaban pacientemente a que pasase el rápido, exprés o los vagones de mercancías que, perezosos, entre crujidos y sonidos lastimeros de sus desgastadas tablas saltaban con ritmo monótono las juntas de dilatación de los carriles.

Nunca volvíamos a casa sin pasarnos por el frontón viejo y el cementerio. El frontón, a través de los años y el olvido, se había convertido en un montón de ladrillos y cascotes junto a la tapia del cementerio.

Corría la historia de que durante la Guerra Civil llevaban allí a los que daban “el paseíllo”. Los subían en un carro antes de salir el sol. Alineados en la cancha y sin mediar palabra les despachaban de un balazo. Luego con una carretilla les amontonaban en una fosa común en el cementerio.

Con el paso de los años el frontón dejo de usarse, posiblemente porque nadie quería pisar un lugar tan desgraciado. Y quizá alguien mandó tirarlo abajo para evitar recuerdos y sinsabores que ya eran inútiles

Al cementerio se entraba por una puerta de hierro forjado, herrumbrosa y desencajada de sus goznes, que estaba permanentemente abierta. A la derecha estaban las tumbas de los ricos, algunos panteones, con figuras de ángeles en mármol, crucifijos y piedades. Eran los que habían comprado un lugar para después de su muerte, una finca para la eternidad, allí iban llegando los miembros de una misma familia, generación tras generación. Nos quedábamos callados viendo las tumbas grandes y pequeñas, las lápidas ricamente labradas con el nombre o los nombres de los que allí moraban, frases del evangelio, o reflexiones sobre el rápido paso por la tierra.

Otras solamente tenían una cruz sobre una tosca plancha de piedra o sobre el montículo de tierra apisonada, en muchas pequeños cuadros, marcos ovalados con fotos de color sepia, casi borrosas, perdidas en el tiempo, desgastadas, olvidadas, como aquellos que moraban junto a ellas, de niños que no habían tenido tiempo ni siquiera de contemplar brevemente el espectáculo de la vida, de jóvenes de caras difuminadas en las que no se veía la sombra de la muerte pero habían sido sorprendidos en el mejor momento de su existencia y proyectados a otra dimensión que no se habían cuestionado, semblantes de viejos, hombres y mujeres, algunos retratados hombro con hombro reflejo de largas vidas de trabajos, esfuerzos por sobrevivir, amor y desencanto ya pasado, ya recuerdo, ya nada.

Los nichos formaban largas hileras adosadas a la tapia encalada del cementerio, eran las viviendas baratas de la posteridad, algunos estaban adornados con un ramillete de lacias margaritas, otros sólo con un frasco o un bote herrumbroso de tomate sin agua ni flores, o con algunas de plástico que también terminaban por marchitarse, tan solitarias y perdidas como los difuntos a los que acompañaban.

En la parte más vieja del cementerio las lápidas de las tumbas estaban tapadas por tierra y polvo, desapareciendo lentamente en el olvido, otras, rotas, removidas por la intemperie y el paso del tiempo nos hacían pensar que, cansados y aburridos de la muerte, habían sido rotas por los propios difuntos que vagaban solitarios por los campos del olvido sin rumbo ni destino, con la tristeza de no poder volver a vivir sus días pasados.

Siempre salía del cementerio con una cierta congoja, hasta que el camino de vuelta nos devolvía al mundo de los vivos. Entonces galopábamos hacia el paso a nivel porque estábamos a punto de perdernos el paso de un largo mercancías.

El tren traqueteaba entre el vapor, el humo y los pitidos del maquinista, que al pasar, nos enseñaba la rasgada sonrisa de sus dientes blancos contra el fondo tiznado de su cabeza cubierta con un pañuelo rojo anudado en la nuca.

Devolvíamos el saludo entre gritos y saltos mientras contábamos los vagones en alta voz y nos reíamos de paisanos y burros que, parados al otro lado de la vía, se nos aparecían de forma discontinua al paso de los vagones, como si de un zoótropo se tratase.

Julio dijo a mi hermano que le esperaba después de la cena, cuando todos salieran a tomar el fresco, para subir al cementerio a ver los fuegos fatuos.

Con los calores intensos algunas mujeres sacaban sus sillas a la acera una vez recogidos los platos de la cena y rezaban el rosario mientras zurcían los calcetines o echaban un remiendo a una chaqueta o pantalón desgastado. Los hombres hacían lo propio permaneciendo en corrillos bajo la única bombilla de la calle fumando caldo que se pasaban entre ellos turnándose en el ofrecimiento.

Tito y Julito se disponían a subir al cementerio con pocas ganas de que les acompañase pero ante mis lloros y amenazas de que si no me dejaban ir con ellos iría con el cuento a mi madre, se conformaron en que les siguiese aunque a regañadientes.

Saltamos desde el patio trasero de la casa, donde tenían las madrigueras los conejos, cruzando la vía y subiendo en línea recta hacia los altozanos del castillo, el reflejo de una luna menguante nos ayudaba a encontrar el camino sumido en la oscuridad, atrás el pueblo reposaba tranquilo salpicado por la pálida luz de alguna bombilla ocasional que se intensficaba levemente en la plaza mayor.

Llegamos jadeantes a la verja del cementerio y en silencio penetramos en su interior siguiendo los pasillos de arena entre las tumbas. Nos sentamos en un rincón cuchicheando entre nosotros, adaptados a la oscuridad y con el leve reflejo de la luna podíamos contemplar aquél mundo poblado de cruces y pequeños monumentos que se alzaban como totems proyectando sombras alargadas sobre las estrechas calles del camposanto.

Fué pasando el tiempo sin que nada alterara la paz excepto el chasquido ocasional de alguna piña o las andanzas de algún lirón ocupado en sus trajines.

Sonó la campana de la Colegiata marcando la media noche y algo aburridos por la espera pensábamos en volver dejando la vigilia para otra noche. De pronto Julio nos hizo callar, había oído una especie de siseo que enseguida reconocimos pero que no podíamos saber de donde procedía. Escudriñamos cada palmo y poco a poco entre las lápidas pudimos percibir un vapor compacto y suave y fosforescencias que iban intensificándose hasta el punto de convertirse en pequeñas llamas pálidas de color azul, verdoso e incluso rojizo, empezamos a inquietarnos pero estábamos tan atraídos por aquellas candelillas que incluso nos atrevimos a levantarnos de nuestro rincón y encaminarnos hacia ellas. A medida que nos aproximábamos éstas parecían retroceder y disiparse para aparecer un poco mas lejos.

-¡son los fuegos fatuos! - susurró Tito entre dientes.

-¡son las almas de los niños nacidos muertos!- dijo Julito- ¡los niños que murieron sin ser bautizados y que penan entre el cielo y el infierno sin saber donde ir!

Un frío intenso comenzó a erizarnos el cabello de la nuca, luces pálidas y engañosas y el vapor que se levantaba del suelo parecían materializar imágenes distorsionadas y pálidas, casi irreconocibles sobre las tumbas, imágenes en blanco y negro como las de las películas que íbamos a ver a la catequesis parroquial, imágenes mudas de grandes ojos ausentes y vacuos que no miraban a ninguna parte.

En un profundo silencio y superpuestas entre éstas apariciones se dibujaban las hilachas espectrales de una comitiva triste que sobre unas andas transportaba un féretro negro cubierto de crespones en los que podíamos distinguir el escudo de Castilla, tras él la figura de una mujer joven pálida cubierta de largos velos y ropajes desplazándose entre leves oleadas fosfóricas seguida de espectros que en procesión pasaban ante nuestros ojos, desplazándose lentamente como una mancha nívea, algunos vagamente visibles, otros con rostros reconocibles llevando velones y antorchas de luz temblorosa.

La comitiva pasaba silenciosa suspendida sobre los monumentos funerarios dirigiéndose lentamente hacia el fondo del cementerio donde comenzó a disiparse dejando en el aire una neblina difusa y en el camino leves llamitas azuladas que iban apagándose en un tenue siseo. La aparición duró unos breves minutos.

Quedamos petrificados sin llegar a creer lo que habíamos presenciado, mudos de asombro y temblando de miedo y emoción retrocedimos hacia la cancela notando que planchas delgadas de hielo cubrían como un sudario las tumbas.

Corrimos cuesta abajo sin dirigirnos la palabra cruzando las vías y entrando en casa por el mismo sitio que la habíamos dejado, el patio trasero, Julio siguió a su casa contigua a la nuestra y nosotros nos fuimos a la cama sin cambiar palabra. Las mujeres se recogían cada una en su casa llevando consigo las sillas y oímos a mi madre andar por la cocina acercándose a la puerta de nuestra habitación para comprobar que estábamos durmiendo.

Aún temblaba de miedo entre las sábanas y cerrados los ojos seguía viendo aquellas imágenes, rostros tristes, hieráticos y fríos pasando delante de mí como un vapor mefítico.

Sentados por la mañana en la cocina, Tito engullía sopas de pan migado en el tazón de leche, yo hacía lo propio y él me miraba y ponía caras de horror bizqueando y enseñándome los dientes. Comiendo mi pan sentía algún escalofrío por la espalda y levantándose para ir al colegio me dijo en voz baja,

-¿sabes lo que te digo?, pues que eso que nos pareció hielo era sólo el reflejo de la luna sobre la piedra.

-¿y todo lo demás?-respondí-

-¡anda ya! ¡termina el desayuno que vas a ser el último renacuajo en llegar a la escuela!

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