martes, 16 de junio de 2009

7 - LA NOCHE DE LA TORMENTA



1949

Comienza Cabalgata fin de Semana.

Tercer indulto general en España.


Algunos días no había colegio porque era una fiesta religiosa o una fiesta local, o una fiesta nacional. Otros días la señorita estaba mala y nos volvíamos a casa. Otros hacía mucho frío o simplemente se nos habían pegado las sábanas y ya no merecía la pena bajar. El caso es que en esos primeros años el colegio era más un accidente en mi vida que algo cotidiano y monótono.

A mí el colegio no me gustaba, ni el recreo, ni el contacto con los demás niños, excepto los pocos con los que salía al campo a correr aventuras. Así que no lo echaba de menos cuando por una u otra circunstancia no bajaba a pasar frío a aquella mortecina habitación en la que nos amontonábamos como borreguitos y sólo oíamos voces destempladas y amenazas de curas y profesores.

Por el contrario, era muy feliz yendo a la compra con mi madre. Bajábamos la cuesta de nuestra calle y torcíamos a la izquierda para cruzar el puente de piedra del poco caudaloso Zapardiel.

La calle Padilla rebosaba de actividad, con sus comercios a izquierda y derecha de los soportales. Entrábamos en La Campana donde trabajaban mi hermana y su amiga Dolly. Era una tienda grande donde se vendían sábanas, mantas, lencería y telas por metros. Había un mostrador de madera muy largo en donde se extendían los grandes rollos de tela y se median las piezas con un metro de madera.

Allí se encontraba todo lo necesario para hacerse un traje, un vestido o unas cortinas para las ventanas. Dolly era muy simpática, tenía la cara redonda y unos ojos un poco saltones muy graciosos. Eran las dependientas más jóvenes de la tienda, llevaban unos uniformes azules con un cuello redondo blanco y todo en ellas irradiaba felicidad, cuchicheaban como dos cotorritas y siempre estaban riéndose por la menor cosa

Mi madre compró algunas madejas de lana para un jersey y luego cruzamos la Plaza Mayor para comprar el pan en la tahona, en su interior hacía calor y flotaba el olor reconfortante del pan recién cocido. El obrador era amplio, con un horno de leña al fondo y un pequeño mostrador para la venta, el pan se elaboraba de forma artesanal se amasaba en grandes artesas de madera, se cortaba en trozos que se pesaban y luego se iban colocando en una mesa para darle la forma redondeada de la hogaza, después el aprendiz las pasaba a unos tableros que se cubrían con trozos de lino.

Allí los dejaban durante un tiempo mientras atendían el fuego de leña, fumaban un cigarro y escuchaban la radio, después retiraban las ascuas del horno pasando un palo largo con una bayeta mojada para limpiar el interior y prepararlo así para colocar las hogazas

Mientras mi madre charlaba con la mujer del panadero, yo me deleitaba observando las hábiles manos que se hundían en la masa sobándola, las manipulaciones del panadero y la diligencia de los dos o tres aprendices que corrían de un lado al otro llevando cestas de pan, cargando sacos de harina, alimentando el fuego de la leña que acarreaban del patio.

Pagó mi madre el pan y salimos de nuevo a la calle, cruzamos a los jardines de la plaza y mi madre me dió un trozo de la hogaza caliente, mi mayor placer era comer pan caliente con un buen racimo de uvas.

Los hombres trataban sus negocios del campo, de los ganados y las fincas, de las futuras cosechas que aún estaban en el horizonte invernal. Llevaban sombreros, gorras o boinas según sus categorías sociales, algunos destacaban de los otros por sus grandes puros y sus cadenas y adornos de oro.

En el centro de la plaza la ennegrecida estatua de Isabel la Católica miraba hacia la Colegiata y las Casas Consistoriales, mientras algunas mujeres, sentadas en los bancos, hacían punto y los niños jugaban en los jardines.

En eso, por la calle de Salamanca y la Casa de Los Arcos aparecieron los falangistas desfilando. Cruzaron por delante de nosotros en dirección a la calle Padilla, atravesando la Plaza Mayor. Venían cantando:

Yo tenía un camarada

Entre todos el mejor

Siempre juntos caminábamos

Al redoble del tambor.

Llevaban un nutrido acompañamiento de cornetas y tambores y fueron a parar enfrente de la Estatua de Isabel la Católica.

Agazapado y medio oculto entre las filas iba mi hermano que al pasar nos miró de reojo. A él, como a casi todos los chicos de su edad, les encarecían a ponerse el uniforme. Y no le quedaba tan mal, la boina roja, la camisa azul y el pantalón corto, si no fuera por lo agachado que iba.

Se arrancaron con el "Cara al Sol" y todo quedó suspenso en la plaza. Algunos tratantes, con el puro humeante en la mano izquierda, levantaban serios y orgullosos la derecha en ostensible saludo romano, otros se quitaban la gorra o la boina, algunas mujeres se paraban en mitad de su camino levantando también el brazo, el agradecimiento en algunos y el miedo en muchos les convertía en estatuas de sal durante unos minutos, cara al sol de la mañana radiante.

Mi madre sostenía con una mano la bolsa de la compra y con la otra me agarraba mientras no quitaba ojo de mi hermano que quería hacerse invisible entre el grupo de falangistas.

Cantaban todos a pleno pulmón y yo estaba seguro que Isabel la Católica lloraba por dentro de emoción y su corazón de granito se repartía palpitante entre todos aquellos jóvenes algo desmedrados pero orgullosos y altivos, llenos del gozo de llegar hasta ella y rendirle pleitesía en aquella mañana clara y fría de Medina del Campo.

Volvieron a marchar los falangistas entonando:

Somos luz de amanecer

De la España que ha empezado a resurgir

Y los flechas sembraremos de laurel

Los caminos de nuestro porvenir

Se alejaron por la calle Padilla para cruzar marchando el puente sobre el seco Zapardiel, y después del paso a nivel subir hasta el Castillo de la Mota donde romperían filas para, después de comer un bocadillo de tortilla de patatas, escuchar somnolientos las charlas del Jefe de Escuadra.

De vuelta hacia casa paramos en Las Reales Carnicerías a orillas del río, entre sus vetustas piedras generación tras generación de matarifes y carniceros regentaban sus pequeños puestos colmados de trozos de carne de vaca, de ternera, y los sabrosos corderos de la región que, enteros, en paletillas o chuletas llegaban a las mesas de quien se lo podía permitir.

Las amas de casa, agarrando el monedero con las dos manos, atisbaban uno y otro puesto sopesando sus posibilidades de compra, pendientes en todo momento de la turbamulta de chiquillos correteando de un lado a otro a la caza de unas monedas o una bolsa descuidada, gitanas que con una mano te ofrecían una ramita de romero para darte la buenaventura mientras la otra merodeaba demasiado cerca de las bolsas de la compra.

Una caterva de tullidos ocupaban todos los rincones, mostrando sus muñones, pústulas, deformaciones, heridas purulentas, alargando una mano temblorosa en demanda de unas monedas u ofreciendo su mísera mercancía de perejil.

En mi mente de niño éstas imágenes se mezclaban con las que recibía en las iglesias, del dolor y martirio de los santos, que a su vez se mezclaban con la carne y la sangre de corderos y reses, conejos despellejados, cabezas de cordero de ojos saltones que nos miraban indiferentes desde el otro lado de la muerte.

Y con todo, los mercados eran para mí uno de los lugares más interesantes a donde siempre quería ir, en donde aprendía la verdad de la vida, la cotidianeidad difícil de sobrevivir, dura y descarnada pero real, muy diferente del trampantojo escolar, en donde profesores y curas manejaban los buriles que el Estado les proporcionaba para grabar con su acero puntiagudo, día a día, en nuestros frágiles y moldeables cerebros las materias de su conveniencia.

Compró mi madre un hueso de caña, un trozo de carne de morcillo, chorizo y morcilla que junto a los demás ingredientes vegetales ya comprados, formarían parte del cocido de garbanzos que nos juntaría a todos en torno a la mesa a la hora de comer. A la salida, en el puesto del abuelillo, me compró un cucurucho de chufas para ir rumiando camino a casa. Abuelillo o abuelilla era el nombre que los niños dábamos a quienes vendían chucherías en un carrito de madera o en una cesta grande de mimbre.

Su mercancía era sencilla y sana, palolú, algarroba, pipas de girasol, garbanzos torrados, altramuces, barras de regalíz, pirulís caseros, manzanas cubiertas de caramelo, castañas pilongas y toda la gama de frutos secos, también algún producto mas artificial como chiclés y alguna que otra chocolatina.

Se oían truenos lejanos cuando después de la comida echaba la obligada siesta de la tarde. Me concentraba en mirar el armario de madera enfrente de mi cama en el que a través de sus vetas descubría caras que me espiaban y cambiaban de forma, nudos que eran animales desconocidos, caminos que se perdían entre laberintos de hojas y ramas secas, abismos y cráteres en las imperfecciones de la madera. Entre las rendijas de las persianas bajadas se colaban las sombras de algún labrador, de mujeres que pasaban de rato en rato, del vendedor de botijos y su burro que lentamente de un lado al otro de la habitación quebraban la luz, dejando flecos negros, ondulantes, sin forma, que se estiraban perezosos hasta tocar mi cama y subir por la manta y retrocedían bruscamente hacia la luz, a las figuras que los habían creado. Con éstas y otras ensoñaciones me quedaba dormido profundamente y otras ilusiones del sueño hacían su presencia, con tal fuerza, que a veces no podía discernir cual era el mundo real y cual el imaginado.

Al despertarme encontré a mi hermano haciendo los deberes bajo la mortecina bombilla de la cocina. Estaba muy oscuro, en parte por la tormenta que teníamos encima. Mis padres habían ido a unos recados y me fui a la puerta de la calle para ver si venían. Los relámpagos y truenos eran cada vez más intensos. Se podía oír y ver la chispa como un latigazo seguido del estallido seco en tromba del trueno. Se fue la luz. Olía a tierra húmeda y a heno. Cuasimodo, dejando la cocina, apareció por el pasillo con una vela encendida en la mano dando grandes risotadas, ladeando el cuerpo, arrastrando una pierna y poniéndose bizco.

Rompió a llover en grandes ráfagas que en segundos inundó la calle arrastrando la tierra y abriendo profundos surcos. En la luz azulada de un largo relámpago vi a mi padre y a mi madre que cogidos del brazo chapoteaban y corrían hacia la casa. Mi madre perdió un zapato, corrió mi padre a recuperarlo y de nuevo cogidos del brazo continuaron dando traspiés iluminados por las fuertes descargas eléctricas y el estampido múltiple y seco de los truenos. Llegaron calados hasta los huesos, mi madre lloraba y mi padre, sosteniendo el zapato en una mano, exclamó riendo ¡Pero mujer si es sólo una tormenta!

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