martes, 16 de junio de 2009

5 - LA COMIDA DE LOS CONEJOS




1948

El PCE y el PSUC abandonan la lucha armada.

Se publica el tebeo Cuentos de Florita.



Mi madre se puso a dar gritos como una loca. El perro de los vecinos había entrado en la casa como una tromba persiguiendo a uno de los conejos.

Lo tenía acorralado detrás del inodoro y le ladraba tratando de agarrarle entre las fauces mientras mi madre corría de un lado a otro sin saber que hacer. Mi hermano, que afortunadamente acababa de llegar del colegio porque era la hora de comer, al ver lo que pasaba se fue corriendo para la cocina y volvió con la escoba.

-¡Ten cuidado, Tito, te puede morder!

Remedando al Guerrero del Antifaz, no se lo pensó dos veces y enarbolando la escoba se lío a golpes con el perro, dándole con saña. Se revolvía no queriendo dejar la presa, y mi hermano cada vez le atizaba con mas fuerza.

Tardó el cánido en sopesar la situación pero finalmente ante los golpes y sobre todo los gritos y la cara de demente de mi hermano, que cada vez incrementaba su vehemencia, pareció comprender que las cosas se ponían en su contra y comenzó a retroceder ante el aluvión de escobazos y, al fin se dio media vuelta cambiando los ladridos por francos gemidos, olvidando el objetivo de su caza y saliendo de la casa con mi hermano aún descargándole palos a trote y moche.

El pobre conejo estaba hecho una bola temblando detrás de la taza y mi hermana le cogió suavemente acariciándolo contra su pecho.

-¡Tito, deja ya al pobre bicho! - gritaba mi madre a mi hermano que en la calle perseguía aun al perro dándole escobazos.

Unos meses atrás mi padre apareció una tarde, después del trabajo, con una gran sonrisa y una jaula con tres conejos. Se los había vendido un compañero maquinista que los criaba en su patio.

Mis hermanos les bautizaron Peter, Blanquito y Pito. Dos eran blancos y uno gris. El más bonito era el que se llamaba Peter.

Se quedaron a vivir en el pequeño patio de tierra que teníamos junto a la cocina y las vías del tren. Pronto hicieron sus madrigueras y correteaban de un lado a otro y yo les toreaba con hojas de lechuga.

Cuando no estaban a la vista, metía el brazo en en el pequeño túnel y con la punta de los dedos tocaba su piel caliente y mullida. Me iba contento sabiendo que estaban protegidos.

Mi padre, mi hermano y yo subíamos con dos sacos a los campos que circundaban el castillo de la Mota y arrancábamos con la punta de un cuchillo cardillos tiernos para alimentar a los conejos.

Un día a la vuelta del colegio mi madre me recibió sonriente y señalando el patio dijo, -

¡Verás que sorpresa!

Fui corriendo a la parte de atrás de la casa y encontré a seis conejillos saltando de un lado a otro, brincaban y movían sus naricillas olisqueando el aire y las hojas de berza que mi madre les había puesto junto a la madriguera. Pasaron unas semanas y los seis se convirtieron en diez, quince, veinte...tuvimos hasta veinticinco conejos a un tiempo.

Llovía y hacia frío cuando después de oír misa en la colegiata, volvimos a casa y nos metimos todos en la cocina, era domingo y mi padre no tenía servicio. Nos sentamos alrededor de la mesa y después de que mi hermana colocara platos y cubiertos, retiró del calor una cazuela humeante, de olor exquisito, que colocó en el centro del mantel mientras mi madre terminaba de freír una tanda de patatas fritas que depositó en una gran fuente ovalada. Comenzó a servir el guiso acompañado de las patatas fritas y mi hermano, mirando el plato, exclamó:

-¡Pollo, qué estamos celebrando!

Mi madre miró a mi padre y luego a Tito y respondió:

-Parece pollo pero no es pollo.

-¿Pues qué es, mamá?

-Es conejo…conejo al ajillo…muy rico…

Nos quedamos todos en silencio. Instintivamente fijamos nuestra vista en el patio anegado por la lluvia que caía intensamente. Mi madre se sentó y después de mirar de reojo a mi hermana, se sirvió unas patatas fritas y comenzó a comer lentamente.

Tito estaba algo pálido y daba vueltas a un trozo de pan sin decidirse a comer, le miré y luego me concentré en el guiso, el grato olor y el hambre alejaban de mí la relación que existía entre la cazuela y el patio y me puse a comer con ganas. Mi hermana se levantó sin tocar la comida y entre sollozos se fue corriendo a su cuarto.

Fue mi madre a consolarla pero la oíamos sollozar cada vez más. Tenía un disgusto terrible y se quedó en su habitación todo el domingo.

En los siguientes días salía sin decir nada a su trabajo en La Campana y al regresar se encerraba de nuevo en su cuarto. Mi madre se quedaba con ella trabajando en su labor de punto y hasta trasladamos la radio para que juntas pudieran oír los seriales de la tarde.

Así pasaron dos semanas en las que no paró de llover y los conejos no se dejaban ver, ocultos en sus madrigueras a las que mi madre acercaba todos los restos de verduras.

Mi padre iba y venía de la estación y a veces salía con su cesta y el saquito con las sábanas y no regresaba en dos o tres días.

Llegó otro fin de semana en el que mi padre tenía descanso. El tiempo había cambiado y a la lluvia siguieron días de sol pero muy fríos, pasó la mañana en pijama ayudando a cocinar a mi madre hasta que llegó la hora de comer y los cinco nos reunimos en torno a la mesa.

- Antes de que mamá sirva la comida, quiero que os sentéis y oigáis lo que tengo que deciros, sobre todo tú, Aurorita – dijo a mi hermana.

Nos sentamos expectantes y nos habló de lo orgulloso que se sentía de que tuviéramos nobles sentimientos por los animales, y que él quería a los conejos tanto como todos nosotros, pero que con el sueldo que ganaba en la RENFE – dijo – no podemos llegar a fin de mes.

- Los conejos son comida, como los pollos, los cerdos y las gallinas.

Preparó un cigarrillo liado mientras intentaba hacernos comprender que la misión de los conejos en ésta vida era alimentarnos a todos nosotros.

- Mirad lo que vamos a hacer – dijo – encendiendo el cigarro y dirigiéndose sobre todo a mi hermana.

. Nos quedaremos con los tres originales, que forman ya parte de la familia y nos olvidaremos de los demás.

Mi hermana, aunque a la fuerza, parecía relativamente conforme con ésta decisión, y la promesa de que los tres conejos, Peter, Blanquito y Pito no irían a la cazuela y tendrían una vejez feliz, le consolaba mucho.

-Y ahora, todos a comer, que ya va siendo hora…

Con éstas palabras dejó zanjado el asunto levantando el porrón y echando un largo trago de clarete que resonaba alegre al contacto con su garganta. Aurorita, todavía convenciéndose de que ésta era la mejor solución, nos llenó los vasos con gaseosa y mi madre comenzó a servirnos un suculento guiso de conejo con tomate y patatas fritas.

Así que ésta decisión de mi padre puso las cosas en su sitio y el problema quedó resuelto. Mi hermana desde entonces se concentró en su amor a los tres conejos oficiales tratando de considerar a los otros como parte de un batallón sin rostro que circulaba en la periferia de los sentimientos ya que no podía ser de otra manera porque las circunstancias así lo imponían.

A partir de ese momento mi curiosidad morbosa creció y me asomaba de puntillas a la puerta de la cocina cada vez que mi padre sacrificaba un conejo. Los agarraba de las orejas y les daba un golpe seco con el canto de la mano en la base del cuello. Luego mi madre los pelaba y estiraba las pieles que ponía a curtir en el tendedero. Hacía un conejo riquísimo con una salsa a la que añadía chocolate. También lo hacía al ajillo, frito, a las hierbas, con tomate, con alcachofas y de otras mil maneras distintas. Comimos conejo hasta caernos de culo durante meses y meses, creo que hasta que a mi padre le dieron el traslado y volvimos a vivir a Madrid.

No sé que pasó con Peter, Blanquito y Pito, y tampoco quería saberlo. Para mí aún siguen saltando y correteando en el patio que hay detrás de la cocina, junto a las vías del tren.

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