martes, 16 de junio de 2009

25 - EL CANALILLO Y LOS AMIGOS



1958

Ley de principios del Movimiento.

Sale a la venta el Chupa – Chups.

Una expedición neozelandesa, dirigida por Edmund Hillary, llega al Polo Sur.

El lienzo del verano, terso, caluroso, se extendía por el cielo madrileño hasta las peladas cumbres del Guadarrama. Calor sobre calor a través de noches de sueños inquietos, dando vueltas en la cama esperando alguna pequeña brisa que aliviase el sudor entre las sábanas.

Y enseguida el amanecer, azulado y difuso hasta que el sol volvía a calcinar las mismas piedras, los mismos campos abrasados, durante un interminable día de luz blanca que no se rendía hasta entradas las horas de la noche.

Era el tiempo de nuestra libertad. La libertad de los que nos quedábamos en casa, en Madrid, porque nuestros padres no podían pagar unas vacaciones en la costa, la montaña o simplemente no eran de ningún pueblo a donde volver con la familia, a estar con los abuelos o los primos.

Miguél me llamaba a gritos con el postre en la mano, bajaba las escaleras a trompicones desbocado hacia la calle, el campo, la libertad. Cruzábamos por la calle Explanada hacia el Cuartel de Transmisiones, seguíamos galopando en nuestros caballos imaginarios hacia la cuesta del Caño Gordo donde solía ir con mi madre a comprar chumberas para el catarro.

Traíamos a casa varias orejas de un verde intenso que abría longitudinalmente con un cuchillo largo y bien afilado, separaba las dos mitades y echaba miel o azúcar sobre la pulpa que comíamos con una cuchara. Al parecer era mano de santo para las afecciones bronquiales, las toses rebeldes y los dolores de garganta entre otra variedad de problemas respiratorios.

Águila Blanca y Águila Negra al galope por la polvorienta bajada, rodeada de cardos, chumberas, zarzas y matorral, guiando nuestros alazanes con mano firme para no caer.

Llegábamos sudorosos a la hondonada fresca del Caño Gordo, rodeado de sauces llorones, castaños y plátanos movidos por una suave brisa, jadeantes, ardiéndonos las mejillas del sol y la carrera.

Hundíamos las cabezas en el chorro transparente de agua gorda, insípida pero fresca y abundante y luego nos tumbábamos entre los sauces para dar un respiro a nuestras monturas.

Mientras descansábamos, otros chicos medio desnudos hacían pozas reteniendo el cauce del agua con paredes de arcilla, algunas eran tan grandes que se podían meter varios y chapotear y luchar en el agua.

El sol de julio caía a plomo matizado por la arboleda que rodeaba la pequeña angostura de la fuente a donde volveríamos en otoño para saltar y tirarnos en plancha sobre las camas de hojas caídas.

Tras un pequeño descanso nos quedábamos en calzoncillos metiéndonos hasta el cuello en alguna de las pozas terminadas. Flotábamos de espaldas sintiendo las agujas del sol entre las hojas, las voces y la algarabía de los grupos de chicos que venían de Estrecho y Tetuán, los barrios más cercanos y con los que a menudo sosteníamos temporadas de continuas peleas y nunca llegamos a una paz perpetua.

El tubo de la risa discurría paralelo a los árboles durante unos cien metros y desaparecía entre la maleza, era una conducción de agua de gran tamaño abandonada hacía años, un tubo de cemento en el que podíamos caber casi de pie, agujereado aquí y allí por el paso del tiempo y la perseverancia de los chicos en abrir nuevos agujeros en su superficie.

Nadie sabía por qué se llamaba “el tubo de la risa”, posiblemente porque nos metíamos dentro y dábamos grandes voces y carcajadas que resonaban en el interior y se expandían y reverberaban como el sonido de una trompeta.

A menudo el tubo se convertía en submarino y nos llevaba bajo el mar hasta la bahía de Tokio remedando algún episodio de los tebeos de Hazañas Bélicas, o soportando las cargas de profundidad que explotaban con furia resonando en el interior en donde permanecíamos agazapados aunque, de vez en cuando alguien asomaba la cabeza y recibía una pedrada lo que hacía que parásemos el juego y nos enzarzásemos en alguna pelea a resultas de la cual algún otro resultaba también magullado.

Era el momento de cambiar el juego, los del submarino nos íbamos afuera y los que habían estado lanzando las piedras pasaban a ser la tripulación y a arrostrar la lluvia de piedras sobre el casco.

Al atardecer, cuando empezaba a amainar el calor, subíamos trotando al Cerro de los Locos. Había otro "Cerro de los Locos" en la Casa de Campo, era donde los maletillas se entrenaban con sus armadijos de rueda y cornamenta en las suertes de la lidia soñando con la plaza, la fama y la fortuna. A ese no solíamos ir.

Atravesábamos el estrecho pasillo del Colegio de Huérfanos de Ferroviarios y nos adentrábamos en La Dehesa de la Villa. Al fondo, en una esquina pelada desde donde se dominaba la Ciudad Universitaria y La Cuesta de las Perdices, estaba El Cerro de las Balas que en nuestros tiempos había pasado a ser El Cerro de los Locos seguramente en honor a la plétora de personajes que pululaban en torno a la caseta blanca de la luz, punto de encuentro y frontón improvisado.

La explanada del cerro estaba horadada de trincheras, túneles y escondrijos usados durante la Guerra Civil, a menudo entrábamos en las cuevas a la luz de una vela o una linterna que llevaba alguno de nuestros amigos y recorríamos las galerías en donde de trecho en trecho había excavadas pequeñas habitaciones. De vez en cuando encontrábamos alguna bala o casquillos y hasta trozos de granadas de mano. A Joaquín, "el zoca" un amigo de mi hermano, se le ocurrió tirar unas balas a una hoguera y le explotaron en la mano llevándole dos dedos por delante.

La principal actividad en el Cerro era tomar el sol, así que nos quitábamos la ropa y nos quedábamos en calzoncillos o en bañador el que lo hubiese traído.

En uno de los lados había unas escaleritas talladas en la tierra que bajaban hasta el borde del Canalillo oficialmente llamado Canal de Ysabel II, que discurría placentero por una canalización abierta y al que alguien había adosado un caño en donde todos los locos nos despelotábamos y tomábamos duchas frías.

Casi siempre había cola que se respetaba escrupulosamente y los que tomaban el sol vigilaban por si aparecía la Brigada Social y si era así dar el ¨queo¨ con lo que en cuestión de segundos la ducha quedaba desierta. Porque algo tan inocente como ducharte estaba prohibido, sobre todo porque se hacia desnudo y eso, a lo que los locos no daban ninguna importancia, era objeto de persecución por las fuerzas vivas.

Entre los locos había de todo, bomberos que iban a hacer gimnasia y tomar el sol para estar en buenas condiciones y poder afrontar las escaleras de incendios y permanecer en buena forma física que era el mejor seguro en una actividad profesional tan peligrosa.

Asiduos del frontón, muchos de ellos jubilados, enzarzados en largas partidas de pelota, con manos mas correosas y duras que la pared de la caseta, demostrando ser muy habilidosos y flexibles al tener que jugar contra una pared de tan estrechas dimensiones.

Corrillos de holgazanes, atezados por el sol, ennegrecidos por la solanera que aguantaban felices conversaciones de horas entre risotadas, manoteos, conatos de discusión y acaloramientos que terminaban en grandes carcajadas y palabrotas amigables.

Y estaban los luchadores y los culturistas para los que estar en forma y muy morenos era una obligación de la profesión. Henry Plata, Chauson, El Conde Daidone, El Indio Mapuche, eran habituales a los que veíamos luchar en el Estadio Metropolitano y en El Campo del Gas. Aunque en esos lugares de trabajo, envueltos en una flamante capa, antifaces, botas rojas y bañadores de chillones colores, hacían el paripé de odiarse dándose horribles golpes que acentuaban con caídas estruendosas en la lona, gritos de dolor y risotadas haciéndose llaves que de ser verdad les habrían dejado lisiados de por vida, propinándose cabezazos que les hubieran conducido al coma de haber tenido algún atisbo de realidad, eran, de cuadrilátero para afuera, muy buenos amigos que iban al cerro para estar al aire libre, tomar el sol y mantener buen tono muscular y físico.

Algunos seguidores de Charles Atlas, como mi hermano Tito, que estaba subscrito a la pequeña revista del gimnasta y recibía todos los meses un cuadernillo con actualizaciones de ejercicios y anécdotas del famoso señor Atlas, practicaban el culturismo y llevaban dietas acordes a los consejos de su héroe americano que nos sonreía a todos mientras flexionaba sus poderosos bíceps. Miguél y yo, que no estábamos por la labor de matarnos con la calistenia, preferíamos pegar la hebra con individuos más asequibles.

Así, tuvimos mucha amistad con un viejecito al que apodamos " Ben Gunn " éste buen señor que rondaría los ochenta, pasaba todo el día en el Cerro, se cubría con un breve taparrabos y todo su cuerpo atezado por mil soles castellanos era un puro pergamino, llevaba una bolsa de fruta de la que comía de vez en cuando, nos sentábamos mucho rato con él y nos contaba historias de la guerra señalándonos trincheras y cuevas que en aquel período le fueron muy familiares. De lo que más le gustaba hablar sin embargo era de la vida al aire libre, era vegetariano, algo bastante raro en aquellos tiempos, nos hablaba de las excelencias de las verduras y las frutas, de la vida sana, de las virtudes del ajo y el limón.

Para nosotros, poco educados en general, donde estuviera un filete o un buen plato de fabada que se quitasen las verduras y todo lo demás. En realidad esperábamos siempre hasta un rato después de despedirnos de él para comernos de tapadillo los bocadillos de chorizo y tortilla que nos habían preparado nuestras madres y que nos llamaban con insistencia desde los bolsillos del pantalón.

En aquellos días cayeron en mis manos algunos libros de Lobsang Rampa, me puse a devorarlos descubriendo el budismo tibetano del que no tenía ni idea. De sus libros destacaban para mí La Cueva de los Antepasados, El Médico de Lhasa y sobre todo El Tercer Ojo.

Este libro me tenía obsesionado y lo leía y releía sentado durante largas horas en el Cerro de los Locos. A menudo, perdido en su lectura, caía la tarde y tenía que volver corriendo a casa atravesando los desmontes a oscuras.

El libro relataba la historia de su vida, nacido de una familia rica de Lhasa, había estudiado para convertirse en Lama. Tras una operación que le abrió un tercer ojo en la frente, adquirió poderes síquicos increíbles. A lo largo de las páginas contaba las largas noches y días de meditación, alimentándose solamente de Sampah y té mantecado.

Las oraciones repetitivas y la austeridad, junto a los poderes de su tercer ojo, le hacían levitar y entrar en mundos prohibidos donde podía acercarse a los dioses, ver el aura de las personas, realizar viajes astrales y permanecer en trance haciendo predicciones del futuro.

Mi amigo vegetariano del Cerro de los Locos me observaba leer y meditar cerca de él, y a menudo charlábamos sobre el libro y él sonreía viendo mi entusiasmo y mis nerviosas explicaciones del libro.

Algo tan divertido para el espíritu no podía durar. Mi hermano, que por entonces estaba estudiando inglés, apareció un día con un artículo de una revista inglesa. Resultaba que el Dr. Tuesday Lobsang Rampa, en realidad se llamaba Cyril Henry Hoskins, que había nacido en Devon Inglaterra y que era hijo de un fontanero, interrogado sobre el asunto, decía que el espíritu de un monje tibetano se había apoderado de su cuerpo y que todo lo que contaba era verdad y fruto de sus experiencias. A pesar de todo esto y de que se comprobara el engaño siguieron apareciendo un buen número de libros suyos que se vendieron como rosquillas. Pero yo pasé del más puro entusiasmo y credulidad al abismo del escepticismo, estaba decepcionado de toda esa filfa y de que se hubieran reido de mi inocencia.

De todas formas, aquellas lecturas me habían abierto las puertas a otro mundo interesante del que antes no conocía nada, del Tibet y los Lamas, de las religiones orientales, gracias a aquellas mentiras, otros países, y culturas desconocidos hasta entonces por mí se habían dejado ver en el horizonte de mi curiosidad e interés.

Como cada vez que íbamos al Cerro de los Locos, no veíamos el momento de volver a casa. Ya se había ocultado el sol mas allá de la Cuesta de las Perdices y trotábamos de vuelta por los desmontes de la Ciudad Universitaria y la larga tapia del Campo del Metropolitano, los guardias pedían los carnets a las parejas que charlaban y se besaban en la incipiente oscuridad y nosotros espoleábamos a nuestros caballos imaginarios porque ya deberíamos estar de vuelta en casa.

Al llegar a la esquina de Gaztambide, Miguél se separó galopando en su caballo negro hacia su casa en Reina Victoria donde con casi total seguridad su padre le pondría caliente nada más entrar por la puerta. Yo por mi parte seguí por la calle Residencia a toda prisa hacia la mía.

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