martes, 16 de junio de 2009

14 - EL "PELINQUES" Y EL "MURALLAS"




1952

Treinta miembros de la CNT son juzgados en Barcelona, cuatro condenados a muerte.

Supresión de las cartillas de racionamiento en España.

Se estrena la película "Bienvenido Mr. Marshall ".


Era en un tiempo en el que subía y bajaba con trenes de heridos desde la sierra de Madrid hasta la Estación del Norte. Mi hermano y yo no habíamos nacido aún y mis padres con mi hermana, que entonces era muy pequeña, vivían en el pueblo de Las Navas del Marqués en una casita enfrente de la estación.

Mi padre salía temprano y mi madre se quedaba casi todo el día sola con mi hermana, lavando la ropa en las heladas aguas del río, preparando la comida, cosiendo y escuchando los partes de guerra que de uno y otro lado se emitían exagerando las victorias y minimizando los descalabros.

Con frecuencia no se sabía muy bien dónde estaba el frente, ni en que lado estaban los unos ni los otros. Se acostaban republicanos y se levantaban nacionales. O todo lo contrario. Con estos cambios había veces que mi padre se quedaba aislado y esa noche no podía volver a dormir a casa. Entonces mi madre se acostaba pronto con su hija entre los brazos. A lo lejos se oían los impactos de los cañones y morteros como el eco de una tormenta de verano sobre las montañas. Y se iba la luz y mi madre lloraba en silencio.

En la negrura de la noche el Pelinques y el Murallas bajaban a las cercanías de la estación para proveerse de alguna comida, algo de ropa y sobre todo alpargatas para reponer las gastadas en el granito de la sierra. Solían bajar con varios milicianos, tomando las precauciones de rigor. Las casas, cerradas a cal y canto, eran alumbradas fugazmente por las linternas de carburo que salpicaban de uno a otro lado su azulado resplandor.

Entre susurros los milicianos saltaban de una puerta a otra recogiendo pequeños envoltorios dejados por los vecinos a la media noche, en ellos, cada uno metía lo que buenamente podía, un viejo jersey, un mono de confección casera, una hogaza de pan, los bandos y periódicos con las últimas noticias, hojas de afeitar y hasta cartas de amor con seudónimo para aquellos que habían dejado a sus mujeres, novias o amantes en el pueblo.

Todos sabían de éstas andanzas, los de un lado y los del otro y unos y otros hacían la vista gorda porque el frente cambiaba de dueños con mucha frecuencia y los vecinos habían llegado a comprender, después de mucho dolor, que era mejor dejar que las cosas llegaran donde tuvieran que llegar pero dentro del pacto de no matarse entre ellos.

El Pelinques y el Murallas habían sido amigos desde muy pequeños, compartiendo veranos abrasadores sosegados a orillas del río donde dejaban pasar las tardes inventándose el porvenir en tierras lejanas que recreaban en las películas que proyectaban en la parroquia los domingos por la tarde.

Jugando a Jeromines con la patulea del pueblo en conatos de batallas fluviales o a palo seco por las calles o los pinares, estandarte cristiano en ristre y espadas de madera contra el turco o los piratas de Berbería.

En los meses de invierno compartían el colegio al que el Murallas era muy poco aficionado, se limitaba a ir y cuando salía se perdía por las calles del pueblo pasando las horas en la herrería, en el taller mecánico, o en la estación viendo pasar los trenes o simplemente se le iban las horas cambiando cromos con los amigos, buscando chatarra para venderla al peso. Nunca llegaba a casa antes de la hora de cenar y a su padre y a su madre le dolían las manos de tantas palizas. Pero no cambiaba de ninguna de las maneras y al final no sabían que hacer con él.

El Pelinques por el contrario era aplicado y volvía a casa pronto para hacer los deberes y cuando los terminaba leía todo lo que caía en sus manos. Y sin embargo también encontraba tiempo para pasarlo en la calle con su amigo al que influía con sus lecturas.

El año en que cumplieron los doce ocurrió algo que, sin ellos presentirlo, cambiaría sus vidas para siempre.

Una mañana de julio el Pelinques, con sus ropas de domingo, bajó muy temprano a la estación con sus padres. El tren correo se detenía en la vía primera entre un chirriar de frenos, carbonilla, vapor y el profundo olor a bacalao de los vagones de cola.

Con una maleta pequeña en la mano y otra más grande en la del revisor, Rosarito, prima segunda del Pelinques, bajó los peldaños de un vagón de tercera, lazo blanco en la cabeza, rebeca de punto, calcetines y zapatos de charol.

Algo dentro del Pelinques se alteró al verla, algo del corazón y del alma, o quizás también del cerebro, fuera lo que fuese le dibujó una cara de lelo de la que tardó un buen rato en recuperarse. Los ojos de aquella niña le miraban sin pestañear, como si le hubiera conocido de toda la vida, como si le hubiera soñado durante años y el encuentro fuera lo mas natural que podía sucederles.

La madre cogió de la mano a Rosarito y el padre se hizo cargo de las maletas, emprendieron el camino de vuelta a casa y mientras los mayores le hablaban con cariño, el Pelinques miraba de reojo a su prima y cada vez que lo hacía le subía por el pecho una especie de burbujas como las bolitas de aire de las gaseosas y el corazón le pegaba unos saltos a los que no estaba acostumbrado y no acababa de comprender. Aunque enseguida se percató de algo, que desde aquel momento, aquel mismo momento ya nada sería igual, algo se había transformado dentro de él, algo había nacido y crecía muy deprisa sin que pudiese controlarlo.

Rosarito se quedó a vivir con ellos, compartió juegos y colegio y también la amistad del Murallas. El tiempo pasó. El Murallas dejó de estudiar y se colocó en el bar de la estación. Rosarito aprendió Corte y Confección y el Pelinques se fue a Madrid para estudiar magisterio.

Durante esos años de ausencia Rosarito y el Murallas estrecharon su amistad sin dejar de lado a el Pelinques con quien se escribían regularmente.

En mil novecientos treinta y cinco, acabada la carrera de Magisterio, el Pelinques consiguió una plaza de maestro en el pueblo y anunció la vuelta a sus amigos. El Murallas había pasado de empleado a dueño del bar que se transformó en restaurante con clientela fija y mucho éxito. En él se daban cita muchos republicanos pero también gentes de la derecha tradicional.

Rosario se había convertido en una mujer de belleza suave, ojos negros inteligentes, pelo negro brillante contrastando con su piel pálida, algo aceitunada. Tenía muchos pretendientes a los que no hacía ningún caso. Había abierto una pequeña tienda de ropa y la gente venía de varios pueblos de la sierra a encargar vestidos.

Era feliz con su vida tranquila en el pueblo y lo único que le alteraba era el desasosiego que le causaba el estar enamorada de su primo y de su mejor amigo. El amor compartido le producía una grata sensación interior que le hacía cómplice de dos corazones, personalidades que se complementaban en la suya, dos almas que se expresaban de forma diferente y que sin embargo se volcaban en ella con la misma pasión.

Y así ocurría cuando tocaba sus manos, y en la forma de mirar, y el acercarse al cuerpo de uno era para ella añoranza del otro. Así vivió durante un tiempo en la zozobra de ésta dualidad, visitando al Pelinques en Madrid y paseando con el Murallas en el pueblo hasta que el Pelinques terminó el magisterio y volvió al pueblo para quedarse.

Al atardecer se juntaban los tres, divertidos de formar la trinca perfecta. De nuevo recorrían los lugares de la infancia y se enzarzaban en largas conversaciones sobre el cariz que la política en España iba tomando, prolongaban su compañía en el bar, hasta muy entrada la noche, en las horas en que ya no querían hablar y sentados en una de las mesas se miraban en silencio, sabiendo tanto el Pelinques como el Murallas que ambos estaban enamorados de ella.

Mi padre hizo una pausa, sacó del bolsillo un paquete de caldo y cogiendo uno de los gruesos cigarros lo partió por la mitad, guardó uno de los trozos y desmigó el otro sobre un papel de arroz Smoking que sostenía entre los dedos, lo enrolló despacio y mojó la goma con la punta de la lengua, se lo puso entre los labios y antes de que hiciese ademán de buscar fuego se lo di yo con su chisquero.

Un día - dijo mi padre - y éstas cosas no debería contároslas porque luego me regaña vuestra madre - decidieron tirar por la calle de en medio, ya estaba bien de ocultarse unos a otros lo que no tenía remedio.

Así que una de esas noches en las que las palabras ya no servían, Rosario miró con dulzura a ambos durante un largo rato y luego, levantándose, se acercó y estrecho sus manos entre las suyas, y mirándoles de nuevo a los ojos les dijo:

- Vamos, se ha hecho tarde, vamos a casa, a nuestra casa.

Mi hermano miraba con cara de bobo a mi padre y yo no terminaba de comprender muy bien aquel asunto.

- ¿Eso es todo?- dijo mi hermano.

- No, no es todo- respondió mi padre que fumaba con los ojos fijos en el porrón.

- ¡Entonces qué!- dije yo, que estaba muy interesado.

Mi padre depositó la ceniza del cigarrillo en el borde del plato al tiempo que volvía a nosotros retomando la historia.

Estaba diciendo, que el Pelinques y el Murallas habían bajado a la estación para recoger algunas ayudas de sus convecinos que les hiciera posible permanecer en la sierra ocultos durante unos días.

Como otras veces, fueron a hacer una rápida visita a Rosario que les esperaba en el interior de la tienda con las luces apagadas. Hablaron largo rato y Rosario se reía de el Pelinques porque llevaba un mono hecho en casa con tela de colchón, aún no había tenido tiempo de teñirlo de azul y resultaba extraño verle allí sentado con aquellas gruesas listas rojas y blancas, el gorro de miliciano y el fusil en la mano.

A la luz de una vela les calentó un poco de sopa y les preparó unos bocadillos para más tarde, en esos días sólo se hablaba de la guerra, de los frentes de la sierra que se desplazaban de un lado a otro, las noticias no eran buenas, la República retrocedía en todos los frentes pero ellos continuarían hasta donde pudiesen, seguirían aportando su modesta contribución entre aquellas peñas de la sierra.

En eso el Murallas se volvió súbitamente hacia la ventana,

- Me ha parecido oír ruidos- dijo- mejor será que pensemos en largarnos...


Se despidieron. A lo lejos se oyó el silbato del tren entrando en agujas, Rosario fue hasta la puerta y entreabriéndola miró hacia los dos lados de la estrecha calle en sombras.

- Creo que no hay nadie - dijo - adiós, mis amores, por Dios, cuidaros...

Rosario vio como se alejaban hacia la estación, el Murallas volvió la cabeza y al alzar la mano para decir adiós un fogonazo les envolvió, el Murallas, ensangrentado, se desplomaba al tiempo que el Pelinques, desconcertado y nervioso, disparaba al azar mientras que Rosario se convertía en un trozo de granito frío y pálido en el dintel de la puerta.

Mi padre, pasadas las agujas, enfilaba en su máquina de vapor la recta de la estación. El Pelinques corría deslumbrado y confuso por los disparos que parecían venir de todos lados, le ardía el pecho y arrastraba la pierna izquierda pero la adrenalina y la inercia le hacían seguir, cruzó el andén y se encaminó hacia las vías en donde la oscuridad le protegía.

Sonó el silbato del tren tres veces, mi padre vió que algo se precipitaba hacia los raíles y echó los frenos a fondo, el Pelinques, jadeante, se sorprendió de los pitidos tan cercanos y al volverse la luz le envolvió por entero.

Terminó de frenar el tren y mi padre y el ayudante saltaron de la máquina al tiempo que llegaban hasta ellos varias sombras, fusil en mano, que se dejaron ver a la luz de la máquina.

- ¡Buenas noches camarada!- se acercó uno de los falangistas que se aproximaban al tren y que llevaba una pistola en la mano.

- Buenas noches – respondieron, viendo a pocos metros un corro de soldados ante el bulto de un hombre inerme sobre el balasto.

- Éste ya no dará la lata – dijo el falangista señalando al muerto y guardando el arma.

- Y al otro le pillamos en la calle cuando salían de ver a su puta.

- Ya - dijo mi padre-

- No se preocupe – dijo mirando a mi padre - los camaradas subirán lo que queda de ése al vagón y aquí tiene mi autorización para que la entregue cuando llegue al puesto de mando.


Mi padre recogió un trozo de papel que le dio el falangista y se lo metió en el bolsillo de la sahariana. Varios soldados y el fogonero subieron a un vagón el cuerpo envuelto en una manta de campaña, luego los soldados, lentamente, encendieron cigarros y se volvieron a la estación.

El fogonero y mi padre recorrieron un tramo de vía buscando algún objeto del muerto, a unos metros del último vagón vieron entre las traviesas uno de los brazos de el Pelinques enfundado en una manga de gruesas rayas rojas y blancas. El fogonero se agachó vomitando sobre la grava. Mi padre le dió un par de palmadas en la espalda y cogíendole del brazo le ayudó a levantarse, luego, lentamente, regresaron hacia la máquina sin decir palabra.

En las estribaciones de la montaña seguía oyéndose alguna explosión, el tableteo de una ametralladora reverberando en las moles de granito, cada vez con mas intervalos, hasta que el silencio y la noche cerrada cubrieron la sierra dando una pequeña tregua a todas aquellas almas atormentadas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario