
1959
Canción de éxito "Luna de Miel" por Gloria Lasso.
Se funda ETA como excisión del nacionalismo vasco.
Luis Buñuel gana el Premio Internacional del Festival de Cannes.
Las Navidades estaban ya en el horizonte. A partir de octubre Madrid se cubría de neblinas matinales y un frío intenso que impulsado por los aires del Guadarrama iba aposentándose en las mal cuidadas casas llenas de rendijas y sin calefacción.
En algunos barrios más pudientes las casas tenían calderas alimentadas por el carbón que traían de Asturias y que descargaban junto a las trampillas de las aceras para palear a los sótanos de los edificios. En mi casa, como en casi todas, teníamos una cocina de carbón que nos traían en sacos del economato de la RENFE.
Mi padre había construido una pequeña carbonera junto a la cocina y siempre pensé que era un milagro que con el calor que producía la chapa no hubiésemos tenido un incendio.
Por las mañanas me gustaba encender la cocina usando las mondas de naranja que habíamos metido en el horno la noche anterior para que se secasen. Ardían como pólvora y en pocos minutos el fuego estaba calentando la pequeña cocina agradablemente. A veces el calor era insoportable y abríamos la puerta para que llegase al resto de la casa que era muy pequeña. Pero el calor se perdía por el mal aislamiento de las ventanas y paredes y un par de metros mas allá del fogón nuestro aliento se convertía en vapor y teníamos que ponernos jerseys y abrigos para poder estar medianamente calientes.
Vivían en la puerta de al lado las hermanas romanitas, su nombre artístico en el teatro donde habían trabajado haciendo un número de pases de mantones desde antes de la Guerra Civil, eran de Aragón, y por eso las conocían en el barrio como ¨ las Mañas¨.
Maruja estaba casada con Aquilino, cajista de imprenta y preso en Carabanchel durante muchos años sin haber cometido otro delito que querer una sociedad más justa, había pasado toda la guerra entre los tipos, el papel y las tintas prácticamente sin salir a la calle mas que para regresar a casa, ni siquiera al principio de la contienda se había juntado con otros compañeros que con la tortilla en la tartera subían casi en romería hasta Colmenar Viejo donde compraban el pan para luego seguir a alguno de los frentes en el Guadarrama, pasar el día, tirar un par de tiros el que disponía de fusíl, comerse la tortilla y al atardecer hacer el camino inverso a Madrid. La mala suerte había mezclado su expediente de trabajador de Artes Gráficas con algún montón en los que había delitos de sangre y sin comerlo ni beberlo se encontró condenado a muerte y encerrado en Carabanchel. Maruja iba todos los días a llevarle un bocadillo y a consolarle de la desolación de la cárcel. Así durante diez años al cabo de los cuales una de las varias amnistías le devolvió a la calle sin más explicaciones.
Había pasado Maruja los sesenta y conservaba una buena figura y una simpatía y alegría de carácter, a pesar de todas las penalidades, que expresaba en el cariño que nos tenía preocupándose siempre por todos.
Su hermana Nieves no tenía tan buena figura y le afeaba el estar picada de viruela pero era tan simpática y dicharachera como su hermana, cuando pasaba a mi lado me daba pellizcos en el culo y se reía con una risa abierta y franca que llenaba toda la escalera. Estaba casada con Miguél que fue banderillero y había tenido sus días de gloria como novillero, después de la guerra trabajó de mecánico de coches sobreviviendo a las hermanas y el cuñado y manteniendo hasta muy mayor su tipo y porte torero.
Su piso era más pequeño que el nuestro y a pesar del poco espacio vivían los cuatro en una armonía notable. Se les oía reír y discutir con gracia y aplaudían con bravos las canciones que mi hermano y yo entonábamos a dos voces desde la cocina.
Los maridos salían temprano al trabajo y enseguida se oía el traqueteo de la máquina de coser con la que las hermanas juntaban unos duros para ayudar a estirar los salarios de sus cónyuges. El triquitraque de la máquina y el olor a café que tomaban a todas horas y al que daban siempre preferencia sobre cualquier otra cosa llenaban las primeras horas de la mañana y a mí me hacía sentirme feliz cuando bajaba las escaleras rumbo al odiado colegio.
En los días en que el frio era más intenso se metían a las tres de la tarde en la cama muy juntitas y, con todas las mantas y abrigos disponibles por encima, pasaban las horas hasta la cena cosiendo y oyendo los seriales de la radio.
A veces, si había buenas películas en el cine Montija, preparaban la merienda y por una peseta que valía la entrada se guarecían de los agravios del invierno sentadas al calor del cine desde las tres de la tarde hasta las ocho o nueve de la noche porque los cines eran de sesión continua y podías quedarte en la sala hasta que no te aguantaran más los ojos.
A mi madre no le gustaba que entrásemos en su casa, y cuando éramos pequeños no les dejaba que nos besasen siempre que pudiera evitarlo y la verdad es que no le faltaba razón porque aunque tanto ellas como sus maridos tenían un aspecto aseado, no se podía decir lo mismo de la casa en cuyo mínimo espacio se acumulaban un sinfín de cachivaches en confuso montón con capas de mugre y polvo estratificadas desde el primer día que pusieron sus reales en aquel bendito piso en el que reinaba un olor profundo que trascendía a la escalera de difícil definición y que resultaba insoportable cuando abrían la puerta y te golpeaba de lleno haciéndote tambalear durante unos breves segundos en los que las dos se asomaban sonrientes y pizpiretas invitándote a pasar y, a juzgar por sus beatíficos semblantes, ajenas totalmente a los efluvios del interior de la vivienda que si malos eran en invierno se volvían indescriptibles en los calurosos meses del verano.
Mucho habría que hablar de los olores. Aquellos de mi infancia y adolescencia definían los diferentes locales y lugares de la ciudad, y también a las personas que, de acuerdo con su edad y condición, mostraban su carnet de identidad olfatorio y ello actuaba en la psicología, en el carácter espiritual y moral de las gentes.
Había un amigo en el barrio que olía de pena, de tal forma que todos se lo decíamos abiertamente pero él sonreía y nos comentaba que eso le hacía más macho, más varoníl y por ende más deseado por las féminas. Pudiera ser, nunca se me ha olvidado aquél dicho castizo sobre un caballero medieval que mandó un correo al galope por la posta para informar a su dama: "querida, deja de lavarte que ya estoy en camino y pronto descansaré en tus brazos".
En nuestro edificio, como en muchos otros construidos antes de los años cuarenta no había cuarto de baño, ni siquiera una pequeña ducha donde poder asearte cada mañana. Las ideas de la higiene corporal habían evolucionado muy poco y sólo a partir de los años sesenta se empezó a considerar como imprescindible en la construcción de casas el dotarlas de al menos una plataforma de ducha donde poder limpiar algunas otras regiones del cuerpo además de la cara y las orejas.
En mi casa disponíamos de un retrete de más o menos un metro y medio de ancho por tres de largo en el que mi padre había instalado un lavabito adosado a una de las paredes con lo que para refregarnos un poco la cara teníamos que hacerlo de lado porque no había espacio suficiente para hacerlo de frente. Al fondo había una taza encajonada entre las dos paredes con un gancho en el que pinchábamos trocitos de papel de periódico que sustituían a los rollos de papel higiénico no contemplados en nuestras economías y que eran un signo de distinción en casas más pudientes.
Los papelitos de periódico tenían la ventaja de distraerte con su amena lectura mientras ocupabas el trono, luego se procedía a arrugarlos entre las manos concienzudamente hasta que adquirían una mayor suavidad y así quedaban listos para su último propósito.
La falta de medidas higiénicas en las casas eran paliadas por las duchas públicas que el ayuntamiento ponía a nuestra disposición. Lo más normal, aunque mucha gente huía de este exhaustivo programa de limpieza, era ducharse una vez a la semana, día que aprovechábamos también para cambiarnos de calzoncillos.
Mi hermano y yo íbamos a las duchas de Bravo Murillo, a la altura del metro de Alvarado. Al entrar, y previo pago de una peseta en una ventanilla como las de las taquillas de los cines, se entregaba una toalla y un trocito de jabón que un empleado con suma maestría y un alambre iba cortando de una pastilla de jabón Lagarto que dividía en múltiples pedazos.
Tenías por delante veinte minutos de ducha, y aunque el local estaba ruinoso, las paredes de las duchas llenas de moho y grietas y grandes telas de araña de las que caía una constante lluvia de gotitas, el agua era abundante y muy caliente y aprovechábamos hasta el último minuto haciéndonos los remolones a pesar de los golpes del empleado en la puerta y sus agudos gritos de "vaaamos" "vaaamos" apurándonos a salir porque había mucha gente esperando y la cola se alargaba por la acera.
A veces en invierno, en los días más fríos, y si los programas del Montija, del Astur, o del cine Cristal no nos llamaban la atención, gastábamos nuestra peseta en calentarnos en las duchas. Durante el verano preferíamos ir al Parque Sindical o como lo llamábamos familiarmente "charco del obrero" donde además de hacer nuestras abluciones, pasabas el día más entretenido y podías arrimarte a las chicas.
De todas formas mi padre, siempre deseando mejorar la casa en lo que pudiese, fue mas allá en el uso del retrete que, para la mayoría de los vecinos, era sólo un trastero de cosas inútiles. Instaló en el techo un depósito de aluminio con capacidad para cuarenta o cincuenta litros al que adosó un tubo exterior de cristal para saber el nivel de agua en cada momento. Así mismo adosó una cabeza de ducha y una llave para abrir y cerrar el agua. Por entonces no teníamos calentador de agua, así que cada vez que había que ducharse se enchufaba una resistencia eléctrica durante una hora para que en el momento de abrir la llave no te diera un infarto con las gélidas aguas del Lozoya.
Para recoger el agua usábamos un balde descomunal que después de la ducha había que vaciar cazo a cazo en el retrete y luego colgar como se pudiese en un gancho situado en lo mas alto de la pared. Para que el agua no se derramase durante la ducha, mi padre había ingeniado la adaptación de un aro de Hula-hup, muy de moda en aquellos días entre las niñas del barrio, como soporte de unas cortinas de plástico que se metían dentro del barreño.
Todo fuera por la higiene, pero, la verdad, aunque agradecíamos infinito los esfuerzos de mi padre, y acogimos al principio la idea con entusiasmo, decidimos a la larga que el esfuerzo y las penalidades para poner en marcha el tinglado hacían del subir a las duchas públicas un paseo agradabilísimo aunque hiciese frío y hubiese que estar haciendo cola durante un rato.
Y por fin llegaba diciembre, a la salida del metro el viento nos atería, en el asfalto roto los charcos se helaban, los paveros pateaban el suelo en torno a los corralitos donde los sentenciados esperaban un futuro más negro que sus plumas.
A lo largo de la acera se instalaban las casetas, los puestos de Navidad, en las esquinas las castañeras, bien envueltas en una gruesa toquilla, atizaban los carbones y daban vueltas a las castañas que al dorarse apartaban y apilaban en un rinconcito para ir vendiendo en cucuruchos de papel de periódico.
A pesar de lo inclemente del tiempo, la acera se atestaba de gente, las familias se paraban frente al viejo que vendía muérdago, acebo, trozos de corcho para los portales de Navidad, y los puestos se sucedían llenos de bombillas, algunos con altavoces trayéndonos un deje de alegría de villancicos envueltos en nostalgias de otras fiestas ya pasadas.
Hileras de romanos de arcilla, mujeres con jarrón en la cabeza esperando ir a por agua al río de papel de estaño; Melchor, Gaspar y Baltasar reproducidos en hileras que llegaban al fondo de la caseta donde una mujer, con una gruesa bufanda al cuello, metía la cuchara en una sopa de garbanzos.
Casitas de corcho, pequeñitas, para verlas en la lejanía, cercanas a las cumbres de harina y los cielos de papel azul con estrellas de plata, ovejas y pastores, viejos haciendo gachas y otros acuclillados en menesteres escatológicos que siempre hacían mucha gracia.
En otros puestos las rifas de cestas de Navidad, canastas de mimbre con un asa muy grande y un lazo en lo alto. Las había de diferentes tamaños y calidades, las mas sencillas solían llevar una lata de jamón cocido, un bote de guisantes, melocotón en almíbar, espárragos, una botella de coñac y otra de licor 43, una botella de sidra El Gaitero y algún paquetito de peladillas y almendras.
Las cestas de alta alcurnia tenían que llevar un jamón, algún lomo embuchado y un buen queso además de los licores, mazapanes y turrones.
Las papeletas de las rifas eran unas tiras con los dibujos de la baraja española, la gente se apiñaba para comprarlas con la ilusión puesta en la buena suerte que les llevaría a casa una de aquellas apetitosas cestas. En algunas empresas era norma entregarlas a algunos de sus empleados y a veces a todos, a mi padre le enviaron una durante algunos años.
Con las cintas y los adornos de la cesta, decoraba el comedor de casa, y mi hermano colocaba en la pared un calendario que le había mandado Vanja Carlson, una amiga sueca con la que se carteaba, pues entre los jóvenes adelantados de la época, era la moda y mientras otros lo hacían con chicos y chicas de Sudamérica, mi hermano que estaba situado en la cresta de la ola por sus conocimientos del idioma inglés perfeccionados en las clases de Mr. Butter lo hacía en la lengua de la Pérfida Albión consciente de que además de situarle en una posición de privilegio a la hora de buscar trabajo porque sabida es la renuencia del celtíbero a la hora de defenderse en la lengua anglosajona también le rendiría buenos réditos en el terreno del amor entre las féminas de las Inglaterras y los Paises Nórdicos.
Alguna caja llegó a la liberal Suecia con perfumadas naranjas españolas, toritos y bailaoras de fieltro, castañuelas y alguna pastilla de turrón. Y también en casa lucían sus vivos colores los caballitos de madera suecos encima de la radio.
Y un día cualquiera apareció por la puerta una chica alta, guapetona y sobrealimentada con una hermosa, blanca dentadura y nos abrazó a todos y sentándonos alrededor de la mesa camilla nos deshicimos en aspavientos para intentar demostrarle la ilusión que a todos nos hacía que hubiera venido de tan lejos nada menos que desde Estocolmo que para nosotros era como si hubiera venido de Venus.
La empapuzamos de tortilla de patatas y vasitos del vino tosco y áspero de La Mancha que comprábamos a granel en la bodega de la calle de Los Vascos a tres cincuenta pesetas el litro, y ella se sentía feliz sin poner peros a nada. Era bonito tener a una extranjera en casa, nos hacía sentirnos modernos e internacionales, pero enseguida llegamos a la conclusión de que aquella era mucha mujer para mi hermano y nuestras esperanzas de que se hicieran novios se desvanecieron pronto y después de unos alegres días retornó a sus tierras del norte de Europa, el carteo de mi hermano disminuyó y finalmente quedó como un grato recuerdo, una visita fugaz que nos hizo pensar en que había otro mundo por ahí fuera al que tarde o temprano tendríamos que descubrir.
Cada día del mes de diciembre se abría una ventanita en el calendario de Vanja hasta llegar al de Nochebuena que mostraba a La Virgen y San José con el Niño en la cuna. Año tras año sacamos el calendario de la señorita Carlson y nos acordamos de ella al abrir las pequeñas ventanas de cartón.
Mi familia iba tirando, como se decía entonces, sin grandes penurias. Nos pasábamos la ropa de unos a otros y mi madre hacía milagros con la economía familiar. Pero nunca nos faltaba una buena comida, sencilla pero siempre abundante y con el toque especial que tenía tanto mi padre como mi madre para los pucheros.
Pero no había margen para los caprichos, así que los dulces y las comidas especiales eran para ocasiones que se salían de lo normal. Entonces comer pollo, por ejemplo, era algo para fiestas muy señaladas, reuniones familiares, ascensos o cosas parecidas, los olores del horno se aposentaban en el descansillo y extendían sus tentáculos por la escalera hasta las pituitarias de los vecinos que, intrigados, se preguntaban a qué se debía aquel derroche, aquel despilfarro extraordinario.
En los puestos de Cuatro Caminos había casetas dedicadas a los turrones navideños, en ellas se apilaban todas las clases de mazapanes, turrones de almendra, guirlache, yema, chocolate, frutas escarchadas, coco, avellanas, alfajores, roscos de vino, polvorones, pasas, dátiles y un sinfín de frutos secos.
Mi hermano, ávido de hincarle el diente a alguna de aquellas maravillas que contemplaba embutido en su abrigo y bufanda que le cubría la cabeza y las orejas, meditó un instante tocando con la punta de los dedos las monedas de sus breves ahorros que descansaban en el fondo del bolsillo de su pantalón y sin pensárselo mucho más se plantó frente al vendedor.La siguiente decisión era mucho más difícil de llevar a cabo, porque había montañas donde elegir y él sólo podía decidirse por una cosa. Le llamaba la tableta de turrón de yema y a por ella se fue poniendo el dinero por delante.Se sentó en el escalón del portal más próximo y comenzó a deglutir con delectación trocitos de turrón mientras subía y bajaba la gente por la acera, aterida y sonriente, parando aquí y allí, encontrándose con amigos y vecinos con los que intercambiaban parabienes de seguir viéndose sanos y con trabajo el siguiente año.
Mi hermano acabó su pastilla de turrón de yema mientras las calles se despejaban al aproximarse la hora de cenar y recrudecerse el frío.
A medida que llegaba a casa empezó a sentir malestar en el buche que fue acrecentándose al subir las escaleras porque, como de costumbre, el ascensor dormía plácidamente empotrado en el techo del inmueble.
Fuí corriendo a abrir ante sus apremiantes golpes y se precipitó al interior gritando - ¡Paso que mancho!
Se fue a toda prisa al minúsculo retrete y arrodillándose en la taza se precipitó en una convulsa vomitera que le tuvo postrado durante un buen rato.
- Pero, ¿qué has comido, Tito? - gritó desde la cocina mi madre.
- ¡Huele como a turrón ácido! – dije yo.
Mi hermano se levantó demacrado y pálido y dijo a mi madre que se iba a la cama, que no tenía ganas de cenar.
A la mañana siguiente nos sentamos a desayunar y mi hermano, silencioso, se puso a desmigar media barra de pan en la malta.
- ¡Claro, si no cenaste! – dijo mi madre, viéndole con tanta hambre.
- Es que se comió una tableta de turrón de yema.
- ¡Cállate! – repuso mi hermano dándome una fuerte colleja.
- ¡Y no se te ocurra hablarme de eso nunca más!.
Desde entonces, cada vez que quería fastidiar a mi hermano, le recordaba el turrón de yema, y él se llevaba la mano a la boca, como conteniendo el asco, después salía corriendo detrás de mí para propinarme un par de sopapos.
Aquella mañana estábamos todos muy alegres, hasta mi hermano tenía muy buena cara y nos deleitaba con sus muecas y visajes una vez que se hubo tomado las sopas del desayuno. No era para menos, era el veinticuatro de diciembre y mi madre se disponía a subir a la plaza para hacer la compra de Nochebuena y Navidad.
Se colocó el pañuelo a la cabeza y yo me enfundé el chaquetón que me había hecho dando la vuelta a un abrigo viejo de mi hermano, y del que yo me sentía muy orgulloso, además de una bufanda gruesa porque el tiempo estaba muy frío y de la sierra llegaban nubes que barruntaban una posible nevada, que de confirmarse, sería la delicia de todos nosotros pues Navidad y nieve iban juntas y alegres de la mano.
Subimos toda la avenida de Reina Victoria hasta Cuatro Caminos y luego otro tramo más por Bravo Murillo hasta llegar al mercado de Maravillas. Iba yo arrastrando el carrito de la compra que era la admiración de todo el barrio y que hacía que a menudo conocidos y desconocidos parasen a mi madre preguntándole dónde lo había comprado.
Algo tan elemental como un carrito de la compra no existía en aquellos años y aún tardaría en aparecer en las calles otros quince o veinte años más.
Pero mi padre, siempre atento a la felicidad de mi madre, a la que era evidente que quería mucho, trataba de hacerle la vida más fácil dentro de sus posibilidades incorporando a la vida diaria todos los inventos prácticos que salían de su caletre.
Y el carrito de la compra era uno de ellos, consistía en una caja de varillas de aluminio parecida a una jaula, que llevaba un asa y dos ruedas de unos diez centímetros de diámetro para que fuera fácil de rodar y poder saltar los innumerables obstáculos de las deterioradas calles de Madrid y además se podía plegar para que resultase mas cómodo en los desplazamientos. Puede que hubiese otros, pero yo no vi nunca ninguno en aquella época aparte del de mi madre.
Siempre he pensado en las grandes posibilidades de mi padre para haber sido un buen empresario, con sus ideas y alguna ayuda que hubiera podido tener, habría salido del mísero sueldo que tenía como maquinista de la RENFE. Se vivía al día y no había margen para reflexionar ni apoyos para poner en práctica nuevas ideas. Siempre tenía la impresión de que en España cualquier cosa que se quisiera hacer costaba el doble o el triple que en cualquier otro país civilizado. Parece que las autoridades y la burocracia estuvieran solo para poner trabas y hacer desistir a la gente de sus proyectos.
Cualquier idea, invento, renovación que se quisiese llevar a cabo topaba con el sentido del ridículo, la envidia o las críticas negativas, las barreras burocráticas, políticas, las ordenanzas y leyes, las innumerables ventanillas, impresos, pólizas eran obstáculos muy dificiles de salvar y aquellos que dominaban la banca y se movían en las altas esferas del poder no parecían apreciar a la gente creativa. A menudo comprobaba en documentales y películas cómo en otros paises llevaban a cabo inventos que a veces parecían infantiles y la gente se reía mucho sentados en la butaca. Pero aquellas personas intentaban llevar a cabo nuevas ideas sin importarles las críticas, sintiéndose libres y sin miedo, con la mente abierta al infinito. El mejor ejemplo eran aquellos dos hermanos que consiguieron el sueño eterno del hombre, volar, y lo consiguieron desde su humilde taller de bicicletas.
Por otro lado, hoy la palabra "ambición" se interpreta en el sentido anglosajón, como energía, vitalidad, ganas de triunfar. Pero en aquella época en España tenía un sentido profundamente negativo y despreciable.
Si cualquier día del año entrar en el mercando era divertido y fascinante, en aquellos de las Navidades se duplicaba o triplicaba. El bullicio y la alegría eran mucho mayores con todos los artículos de Navidad y las casetas y puestos de vendedores ambulantes.
La paga extra se iba en comer. La alegría y las esperanzas se hacían realidad por unas horas poniendo en la mesa todo aquello que el resto del año estaba vedado.
Subimos las anchas escaleras entrando por el corredor derecho donde había una cuchillería en la que siempre parábamos a admirar los cuchillos de todas clases, de cocina para pelar patatas, panaderos, para el queso, estrechos y largos para cortar el jamón, cuchillos de carnicero, de mesa para la carne y el pescado, cuchillos para filetear, y toda clase de navajas grandes y pequeñas, desde la de pastor a la chulesca cabritera de los antiguos bandoleros románticos de las sierras Andaluzas, de Despeñaperros o las tortuosas calles del viejo Madrid, presididas por una de dimensiones descomunales que a medio abrir ocupaba la anchura del escaparate, tijeras de todos los tamaños, chairas, hachas, piedras de amolar.
Mi madre tenía su ruta y sus puestos preferidos como casi todas las amas de casa, entrábamos hacia la parte izquierda y nos dirigíamos primero a los puestos de verduras y frutas entre el griterío de los vendedores y la bullanga de la gente, la luz de la mañana penetraba por las altas cristaleras de la estructura de metal del mercado y los primeros rayos del sol hacían brillar las montañas de naranjas grandes, lustrosas, las más pequeñas sanguinas de sabor agridulce, mandarinas, manzanas frescas y jugosas, dulces del Mediterráneo y verdes y ácidas de Galicia y las rugosas reinetas que mi madre preparaba al horno con azúcar y canela, había en el aire un olor perfumado de plátanos, chirimoyas, peras, dátiles, que se iba convirtiendo en el menos agradable de los restos de verduras pasadas, lacias, inservibles que se apilaban junto a los puestos de lechugas, escarolas, alcachofas, acelgas y cardo.
Compramos una coliflor de buen tamaño, plato obligado en éstas fiestas, patatas, pimientos rojos y verdes, zanahorias, guisantes y cebollas, sin olvidarnos de unas cuantas cabezas de ajo indispensables en la cocina, también dos kilos de castañas que parte asaríamos en la placa de carbón después de darles un cortecito con el cuchillo y otra parte coceríamos en agua.
Pasamos a los puestos de charcutería y mi madre pegó la hebra con Valvina la charcutera, mientras hablaban, Valvina, mujerona gruesa, colorada y sonriente, luciendo su blanco delantal con volantes de encaje, cortaba con mano diestra finísimas láminas de pernil para aperitivo, lomo embuchado, salchichón, chorizo de Guijuelo y mortadela con aceitunas. Luego preparó también unas cuñas de queso manchego curado, en aceite, tierno y un trozo de queso de Burgos.
El cordero estaba por las nubes, así que mi madre decidió comprar solomillos de cerdo para el día de Navidad. Mientras esperábamos en la cola de la carnicería, yo me entretenía viendo las grandes piezas de carne, los cochinillos colgando de ganchos, cabritos, piernas de cordero y corderos enteros despellejados, listos para asar en los hornos de las panaderías, que lo hacían por encargo.
Carriles de costillas, chuletas y gruesos filetes de solomillo con una cenefa blanca de grasa que, dorado en la sartén, era un bocado exquisito.
El carnicero mientras cortaba, pesaba y envolvía, daba estentóreos gritos:
- ¡Qué cordero, señoras, qué cordero!
- ¡Cochinillos, los mejores!
- ¡Cabrito, hay mucho cabrito!
Y la gente se sonreía mientras calculaba hasta donde podía llegar con sus pesetas.
Se tenía que estar atento a las manipulaciones para que no te metieran gato por liebre, porque resultaba casi invisible el trasiego de los dependientes tras las cortinas de lustrosas morcillas de cebolla, de arroz, chorizos frescos, pancetas frescas y adobadas, ristras de salchichas rojas y blancas, morcones, y de la casquería: hígados brillantes y purpúreos, bofes, grandes trozos blancos y esponjosos como sábanas acolchadas del estómago de las vacas y las terneras para hacer deliciosos callos madrileños, manitas de cerdo, sesos, criadillas, cabezas de cordero que partidas por la mitad y asadas en el horno, se sacaban sobre un plato comiéndose los sesos con un vaso de vino tinto.
Llevábamos el carro casi lleno y antes de parar en la pescadería, lo hicimos en los encurtidos. Compramos bonito en escabeche, pepinillos y cebollitas y varios tipos de aceitunas, aliñadas de Málaga, negras y arrugadas de La Almunia, las verdes jaspeadas de Campo Real, sin que faltasen las Gordal.
En la pescadería había que echarse a temblar, primero por los precios, que se disparaban en las fiestas, y después por las colas y aglomeraciones no exentas de achuchones, empujones, robos de carteras y las consiguientes grescas que subían y bajaban de intensidad entre un puesto y otro. Los había que se situaban detrás de alguna ama de casa de buen ver y se arrimaban hasta que ésta se volvía y le plantaba un tortazo que provocaba la carcajada general y gritos de ¡guarro, hala a la calle, a ver si se te baja la temperatura!
Las fuertes bombillas eléctricas iluminaban con intensidad, sobre una cama de helechos y hielo picado, todo el pescado y marisco que el dinero pudiera comprar.
Merluzas de La Coruña de corte sonrosado, pescadillas de rosca, palometas y besugos de ojo redondo y brillante, gallos, rape, congrio, truchas verdinegras resbaladizas, bloques de emperador, meros, sable, chicharros y caballas, especiales para poner en escabeche, sardinas tersas y brillantes, manjar del pobre, fritas o al horno con pimentón, boquerones para hacer al estilo de Santander, o freír enteros o abiertos con harina y huevo, o en vinagre con mucho ajo y perejil picado.
Pero por encima de todo, lo que atraía los ojos ávidos de los que podían comprar o los resignados sólo en mirar, era el marisco en toda su abundancia: centollos gallegos, nécoras, navajas, cigalas, gambas blancas de Huelva para hacer simplemente a la plancha con cristales de sal y un chorro de limón, carabineros de rojo intenso, langostinos, vieiras, almejas, caracolitos, y sólo al alcance de unos pocos, ostras, langostas, percebes y angulas en pequeñas cajas rectangulares de madera cuyos precios eran exorbitantes incluso paras bolsillos privilegiados.
Llegado el turno, compramos rajas de merluza para hacer frita o en salsa verde, unas almejas y como extraordinario gambas blancas.
Conseguimos abrirnos paso a codazos y encaminarnos hacia la salida, allí, en un pequeño puesto donde añadimos a la compra unas cuantas especias, encontramos a doña Laura, amiga íntima de mi madre, con la que volvimos a casa parando cada dos por tres para saludar y felicitar las Pascuas a otras vecinas, para dar unas perras gordas a la chiquillería que zambomba en mano cantaba villancicos por Bravo Murillo, muchos de ellos con los mocos colgando y ateridos de frío.
Doña Laura era uno de mis personajes inolvidables del barrio, llevaba una vida llena de quehaceres ocupándose de sus tres hijos ya mayores, su marido y dos abuelas. Trabajaba sin descanso fregando y barriendo, ocupándose de las viejas y las comidas, del marido que era buena persona pero bastante inútil, como casi todos los maridos de todos los tiempos.
De joven había estudiado gracias a unos tíos en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando convirtiéndose en una buena pintora. Pero el formar una familia y el paréntesis de la guerra civil dio al traste con sus aspiraciones de artista. Para poder sobrevivir con el escaso sueldo del marido pintaba entre ir al mercado, fregar, lavar la ropa y todas las demás tareas, a menudo, por falta de dinero para comprar lienzos lo hacía en trozos de cartón duro, en pedazos de contrachapado, con pinturas que le fiaban hasta que podía vender algo siempre a precios irrisorios.
A pesar de los pesares su pincel crecía cada día dando a los bodegones una textura cercana y real, haciendo de las flores y las transparencias de los tallos en el agua de los jarrones una delicia para la vista. Gracias a ella conocí a temprana edad el Museo del Prado y me inició en ese prodigioso túnel del tiempo que son las obras de arte, Velázquez, Goya, El Greco, Murillo, Brueghel viejo y jóven, Tiziano, los bodegones de Meléndez, ella supo explicarme cómo cada capa de pintura aporta el tiempo y la vida en el retrato de aquellos paisajes y gentes, naturalezas muertas y espacios infinitos, cómo en los cuadros se refleja la cotidianidad de los sentimientos, de las enfermedades, del barro efímero del que está hecho el ser humano, de la mutación del paisaje, del entorno que nos cobija, de los sentimientos qu crean belleza y traen asimismo la destrucción y el caos de la guerra.
Esa noche, mientras mi madre cocinaba con ayuda de mi padre y mi hermana partía los turrones colocándoles en una fuente de cristal junto con polvorones, roscos de vino y figuritas de mazapán, los vecinos entraron y salieron dando abrazos y parabienes, por las escaleras subían y bajaban los chicos con panderetas berreando villancicos y pidiendo el aguinaldo en todas las puertas.
En un momento dado, la radio interrumpió las canciones de Navidad y el jefe del Estado, Generalísimo Franco, se dirigió a todos los españoles, durante un buen rato se hizo el silencio en la escalera y sólo se oía el bullir de las cocinas y la voz de Franco en todos los pisos. Terminado el discurso, volvieron los villancicos a la radio y la fiesta a la escalera.
En el comedor estaban ya todos los platos preparados y en el centro los aperitivos dispuestos, aceitunas, ensaladilla, gambas, anchoas, almendras, jamón.
Me fui un momento a la pequeña habitación donde dormíamos mi hermano y yo en literas, abrí la ventana y asomé la cabeza a la calle. Casi todas las ventanas de las casas estaban iluminadas, algún rezagado se apresuraba a entrar en un portal, la calle permanecía silenciosa y vacía, miré por encima de los tejados y entre las pocas luces que iluminaban la Cuesta de las Perdices, me fijé, como tantas veces, en el lejano semáforo de la vía del tren que a ratos cambiaba de rojo a ámbar y luego a verde.
Comenzaron a caer algunos copos que se multiplicaron en la oscuridad de la noche, desde la cocina escuché la voz de mi madre que decía,
¡Todos a la mesa!
Cerré lentamente la ventana y volví al comedor donde esperaba el calor de la familia.
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