martes, 16 de junio de 2009

15 - LOS EQUIPOS




1952

El Santo Oficio condena los concursos de belleza.

España entra en la UNESCO.

Se publica el álbum de cromos "Mujercitas".

Tip y Top en el programa de Bobby Deglane


- ¡Arriba! ¡arriba todos! ¡a los lavabos!

Sor Milagros recorría los dormitorios dando palmadas y arrancando mantas de las camas.

- ¡Vamos holgazanes! ¡a formar, a formar!

Gritaban las ayudantes que eran en su mayoría novicias a las ordenes de las monjas de la caridad y que tomarían los votos en un futuro cercano.

Me desperté sobresaltado, un intenso mal olor hizo espabilarme del todo. Levanté la sábana y en el lado izquierdo, junto a mí, había una enorme caca maloliente. Una de las hermanas desde el pasillo central miraba boquiabierta la cama y luego a mí.

Me recorrió un súbito terror de arriba a abajo y sentí una especie de vértigo. Pero, porqué temer, para mí enseguida fue evidente que yo no había sido el artífice de tal accidente, instintivamente me llevé la mano a los calzoncillos y me tranquilicé.

- ¡Pero que has hecho, marrano!- gritó la hermana - ¡sal aquí al pasillo inmediatamente!

- ¡Yo no he sido! - me defendí.

- ¡Señorita Concepción venga aquí!

Se arremolinaron los niños en el pasillo tratando de ver la catalina que semejaba uno de esos hígados que hay en las casquerías sobre las blancas repisas de mármol.

- ¡Señorita Concepción, bájele el pijama!

Me desanudó el pantalón del pijama y me lo bajó. La señorita Concepción y la hermana se miraron ante la falta de evidencia, durante un largo momento no supieron que decir.

- ¡Pues alguien habrá sido!- gritó la hermana.

- ¡A ver, número treinta y nueve, qué haces aún en la cama!, ¡baja aquí enseguida!

El número treinta y nueve, que dormía en la parte superior de la litera, parecía estar en un profundo sueño, la cabeza cubierta con la manta. La hermana se acercó y dio un fuerte tirón que liberó una tremenda peste por todo el dormitorio.

El pobre número treinta y nueve fue sacado a rastras al pasillo en donde, al igual que a mí, le bajaron los pantalones descubriéndosele todo el pastel.

Entre lloros le llevaron en volandas a las duchas y le fregotearon de arriba a abajo hasta parecer un cangrejo cocido. Después apareció sor Pilar que le molió a azotes hasta que no pudo con el brazo, ante la presencia muda de ocho fantasmas que formando una línea esperaban.

En el fragor de los acontecimientos, también a mí me llevaron a las duchas aunque no recibí el mismo trato. Permanecí firmes mientras duró todo aquello y, de cuando en cuando, las ayudantes se volvían hacia mí y me decían,

- ¡De buena te has librado!

Al volver al dormitorio para vestirme, encontré la litera desnuda, se habían llevado hasta los colchones, formamos en el pasillo central y desfilamos hacia el comedor. En cabeza iban los ocho fantasmas que se quedaron de pie mientras todos nos sentábamos frente a un tazón de cacao con leche.

De reojo, sorbiendo del tazón, mirábamos todos a los fantasmas que no eran sino los meones de aquel día.

El procedimiento era el siguiente: una vez descubierta la meada, a los meones se les ponían las sábanas húmedas por encima de la cabeza y desfilaban hasta el comedor en donde permanecían de pie hasta que todos hubieran terminado el desayuno. Entonces se les hacía descubrirse para que todos vieran quienes eran los causantes de la micción nocturna.

Raro era quien, por una causa u otra, no se hubiera meado alguna vez. Así que, lejos de provocar la risa, creaba en nosotros un cierto sentimiento de solidaridad con el meón, lo que no quitaba para que hubiera montado un sistema de apuestas de cromos clandestina que se preparaba la noche anterior de cama en cama para acertar el número de fantasmas que amenizarían el desayuno con sus olores amoniacados a la siguiente mañana.

Yo era muy meón y me ví de fantasma innumerables veces, mi madre, cuando venía con mi padre a verme, me daba toda clase de consejos, no tomes agua por la noche, vé al retrete antes de acostarte, levántate y vete a hacer pis en cuanto te entren ganas, todo eso estaba muy bien y trataba de seguirlo al pie de la letra pero el caso era que al final me quedaba dormido como un tronco y amanecía con el agua al cuello.

El médico decía a mi madre que éramos muy nerviosos, éramos, porque mi hermano destacaba también en el ranking de los meones, y que se nos pasaría con la edad.

Con la edad se nos pasó, pero teníamos casi catorce años cuando mi pobre madre dijo adiós a los colchones, las sábanas secándose en las ventanas y las constantes coladas de ropa.

Los días de buen tiempo pasábamos horas en interminables recreos. La mayor parte de los chicos jugaban sin parar al fútbol. A mi no me gustaba. Prefería estar solo. Me sentaba junto a la tapia de granito del colegio y cerraba los ojos dejando que el sol me calentase oyendo a la mayoría gritar y correr por el campo. Las monjas rezaban en la capilla y sus cantos y oraciones llegaban hasta mí mezclándose con la algarabía de los chicos.

La fe católica se colaba y empapaba todos los rincones de nuestros infantiles cerebros, jugábamos a ser sacerdotes construyendo pequeños altares junto a la tapia. Los adornábamos con espigas y amapolas y hacíamos copas para la consagración con trozos de papel de estaño de las tabletas de chocolate que recogíamos y estirábamos con los dedos y conservábamos dentro de un libro.

Orate fraters... en los monótonos atardeceres de la sierra, entre las nubes desgajadas en flecos azulados y amarillos asomaba algún ángel tímidamente. Se dejaba deslizar con suavidad hasta mí, como un gran águila. Y rezaba. Y aparecían mas ángeles sobre las nubes.

Eran muy grandes en la lejanía pero cuando se acercaban se hacían más pequeños, y a pocos metros se diluían en una brisa que agitaba los cabellos, acariciaba la cara y traspasaba la piel, suavemente, para habitar el alma, joven, como el cuerpo. Pura. Aún sin las heridas del descreimiento que da la vida.

Los chicos corrían tras la pelota. Sudorosos. Sentado junto a la tapia disfrutaba el sol de la tarde que se iba. El aire frío del Guadarrama azulaba las praderas y las primeras sombras descendían hacia el Valle de Cuelgamuros.

Sor Carmen pitó varias veces y la patulea acudió a formar en filas de doce o trece formando siete equipos.

Yo pertenecía al equipo de la Prudencia, los nombres estaban dados por las Virtudes Cardinales, Prudencia, Justicia, Fortaleza y Templanza, y por las Virtudes Teologales, Fe, Esperanza y Caridad.

Competíamos por equipos en todo tipo de cosas, en los estudios, deportes, en el coro, y creo que incluso en ser el equipo menos meón

El mío, la Prudencia, no destacaba gran cosa de los demás, éramos, haciendo gala del nombre que nos habían dado, un equipo modosito y doblegado a la disciplina con el único propósito de sobrevivir sin castigos tratando de no destacarnos en nada. Con todo, lucíamos varias estrellas doradas en nuestro banderín de combate ya que, en conjunto, no lo hacíamos mal cantando canciones populares enfundados en unos pololos y dando saltos mientras chocábamos unos palitroques al compás de la música.

Fuimos desfilando hacia dos hermanas que, una provista de una gran bandeja llena de pastillas de chocolate y la otra sosteniendo un enorme cesto de mimbre lleno de trozos de pan, nos iban repartiendo para después desperdigarnos por la pradera del campo de fútbol durante el tiempo que duraba la merienda.

A menudo hablaba en éstos recreos con la señorita Concepción que ayudaba en todas las tareas y pronto se convertiría en monja de la caridad. Ella me contaba muchas cosas sobre la religión que no tenían nada que ver con las imágenes que llevaba grabadas desde que empecé a ir a las iglesias en Medina del Campo.

Los sentimientos de profundo terror, de infiernos y tormentos desaparecían hablando con ésta novicia cuyas palabras revoloteaban a mi alrededor y me susurraban el amor por los demás, la vida entregada a la educación, y la protección de los débiles, trabajando con ellos tanto en nuestra tierra como en las otras muy lejanas de las misiones, ayudándoles con las manos pero también con las palabras.

Y me iba rumiando mis pensamientos altruistas, durante la cena y luego entre las mantas hasta que me quedaba dormido, y se mezclaban en mis sueños los hábitos blancos de los misioneros, las espadas y pistolas de los bucaneros que nos atacaban para conseguir esclavos entre los aborígenes a los que protegíamos, los barcos que nos llevaban a otras tierras desconocidas donde abriríamos nuevas misiones en torno a la cruz.

Y al fondo de mi sueño, siempre había un campo infinito del que emergía un tren de vapor que veloz, entre grandes vaharadas de humo blanco y negro se apresuraba hacia mí y cuando estaba cerca podía distinguir en la máquina a mi padre asomando medio cuerpo, sonriente, con su pañuelo rojo en la cabeza y la cara tiznada de carbón.

1 comentario:

  1. Muy buenos artículos. Yo estuve en el mismo colegio catorce años más tarde y todo seguía igual. Sor Pilar era la superiora, y seguía castigando con unas tundas impresionantes a los que intentaban escaparse. Había también monjas buenas. Todos nos conociamos por el número. Yo era el 29 y mi mejor amigo el 50. Los números se asignaban de acuerdo a la talla, el más bajo era el 1 y el más alto el 101.

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