
1961
John F. Kennedy es elegido presidente de los Estados Unidos.
Triunfa ¨ Matilde, Perico y Periquín.
Publicación de la primera página de “13 Rue del Percebe”.
Romero y yo nos habíamos hecho muy buenos amigos. Compartíamos nuestro odio por La Paloma y sobre todo nuestra ansia de leer.
A la vuelta del instituto, atravesando la Dehesa de la Villa, hablábamos sin parar de los libros que caían en nuestra manos. Desde Las Ruinas de Palmira hasta los Cuentos del Conde de Lautremont, desde las historias de Poe a las de Lovecraft, nuestra imaginación desbordante creaba nuevas historias y competíamos por llevarlas hasta el límite, construíamos y destruíamos a la humanidad entera, hacíamos desbordar toda la imaginación de que éramos capaces y terminábamos en el suelo muertos de risa, jadeantes por el torrente de ideas que no tenía límites ni censura.
Al atardecer nos sentábamos en el cuarto de mi amigo y oíamos los dos únicos discos que en ese momento había de Los Rolling Stones. Increíbles. Si Los Beatles eran para nosotros la poesía de la música, Los Stones representaban la libertad en letras enormes, el rechazo de la sociedad entera en la que vivíamos, desde las masas de borregos con el brazo en alto rindiendo pleitesía al caudillo hasta los no menos borregos vociferando en el Santiago Bernabeu.
Romero vivía rodeado de libros, los había por toda la casa, en el pasillo apilados hasta el techo, cajas y mas cajas dentro de la bañera, en la cocina, envueltos en plásticos en el balcón.
Esto tenía una explicación, el padre de mi amigo había sido empleado de unas líneas aéreas. La compañía le envió a Casablanca durante unos años para que se ocupase de las relaciones con Marruecos, como en aquellos años el negocio era muy lento, disponía de mucho tiempo libre que ocupaba en devorar toda la literatura disponible, hasta que cayó en sus manos El Corán.
Sometido toda su vida a la opresiva religión Católica, el descubrimiento de las creencias musulmanas le abrió los ojos, y fue poco a poco entrando en su universo, ayudado por los efluvios del hachís en los que flotaba la mayor parte del día.
Entre abluciones y visitas a la mezquita, fue olvidando las razones por las que había sido trasladado allí, postergando todas sus comunicaciones con Madrid y no apareciendo por la oficina mas que los fines de mes para retirar el cheque de sus emolumentos.
Un treinta y uno de Octubre en lugar de cheque recibió una carta en la que se le informaba de su despido fulminante sin opción a ninguna compensación. Leyó y releyó la carta, se quedó pensativo durante un rato, oyó al almuédano llamar a la oración, se levantó, arrugó la carta, la tiró a un rincón y salió en dirección a la mezquita a dar gracias a Alá. Estuvo, sin muchas prisas, pensando en su nueva situación hasta que sus amigos de tertulia y religión le convencieron de que sería un buen negocio el tráfico de hachís en la Península. Ellos le situarían la hierba en los aledaños de Tarifa, y él se ocuparía del detall en Madrid.
Todo esto al padre de mi amigo Romero le pareció de perlas y pensó que aún quedaba algún cabo suelto. Sí. Tenía que buscar una tapadera para el negocio porque en España estaban muy perseguidas las drogas y si no tenía cuidado podría encontrarse con alojamiento gratis en Carabanchel durante una larga temporada.
Y que mejor que dedicarse a la venta de libros de viejo, podía montar un puestecito en el rastro y tener un par de cajas de hachís debajo del mostrador. Así lo hizo. Mientras que aparecían los clientes podía leer y leer sin descanso, rezar sus oraciones, tener a punto los sobres amarillos con las revistas pornográficas que tan bien se vendían. Todo esto me lo contó la primera tarde que le conocí, hablaba a borbotones, era bajo de estatura, grueso y tenía cara de depravado.
Me di cuenta de que le había caído bien y le gustaba hablar conmigo, me ofrecía cigarros de hierba, que tenia en cajas debajo de las camas y encima de los armarios entre los libros.
De vez en cuando se le deslizaba una mano y trataba de acariciarme un muslo o la espalda, imagino que había adquirido éstas costumbres en su paraíso norteafricano del que siempre contaba maravillas.
Le gustaba frecuentar la compañía de los chicos de la calle a los que se acercaba con su motocicleta ofreciéndoles libritos pornográficos de una editorial Argentina.
Los domingos por la mañana Romero y yo íbamos al rastro y le ayudábamos en la entrega de los sobres amarillos. Generalmente lo hacíamos por la zona del barrio de Serrano ó Salamanca y casi siempre a individuos entre cincuenta y sesenta años de edad con bigotitos de personas respetables. Salía casi siempre una criada y ante nuestra negativa a entregarle el paquete esperábamos a que nos atendiese el señor de la casa que tardaba poco en llegar a la puerta porque ya había acordado previamente con el padre de mi amigo que bajo ninguna circunstancia entregáramos el sobre a nadie que no fuese él mismo.
Las revistas solían ser Playboys, París - Hollywoods o libritos pornográficos de pequeño formato de alguna editorial Argentina, también había gente que prefería los números de Signal producto de la propaganda nazi en la segunda guerra mundial cuyas fotos eran de una calidad excelente.
Los cancerberos de la ley, el orden y las buenas costumbres, que se masturbarían haciéndose la ilusión de compartir sus vidas con alguna de esas mujeres de papel que no tenían nunca dolores de cabeza y estaban siempre dispuestas a hacerles el amor apasionadamente.
Romero liaba un cigarro de hachís y volvía a poner una y otra vez el vinilo de los Rolling Stones.
Hacía poco que ambos andábamos leyendo a D.H. Lawrence, su obsesión por el sexo y su poesía apasionada nos zambullía en largas discusiones tanto mas agradables cuanto mas conscientes éramos del privilegio de compartir libros prohibidos, ciertamente desconocidos por la mayoría de la sociedad en la que vivíamos.
De repente su padre asomaba su cara apoplética por la puerta y recorría con sus pequeños ojos brillantes cada rincón del cuarto, se sentaba en el borde de la cama y tras dar unas cuentas largas chupadas de hachís, nos soltaba un torrente dialéctico que empezaba con el poeta y acababa en el parnaso polvoriento y olvidado de los libros que se desintegran entre las ruinas de Palmira. Luego, con la misma brusquedad con la que había empezado su soliloquio, se quedaba mudo y mirándome fijamente con sus ojos de raposa me decía – sabes, tú me gustas, y volvía a apretarme con sus pequeñas manos una de mis rodillas.
Al quedarnos de nuevo solos, Romero y yo nos mirábamos por un instante y estallábamos en un océano de risas que nos hacían llorar y jadear durante un buen rato. Desgraciadamente enseguida descubrí que aquél personaje era uno de los seres mas abyectos y despreciables que había conocido, y no por sus negocios, que me daban igual, si no por las palizas que propinaba a su mujer, la madre de mi amigo. Pequeña, dulce y reservada, a menudo nos cruzábamos en la escalera o por la calle cuando volvía del mercado. Era considerablemente mas joven que su marido, hablaba poco y siempre estaba limpiando o cocinando con la cabeza gacha aguantando las explosiones de furia e ira que intermitentemente tenía el padre de Romero. Pasaba de la afabilidad a la cólera en cuestión de segundos. Delante de mí nunca le pegó, pero a menudo me cruzaba con ella en la calle, con los ojos amoratados, con una mejilla hinchada o los labios partidos. Yo me quedaba mirándola y ella sonreía y se disculpaba diciendo que siempre estaba tropezando con todo, que se había caído por la escalera porque no prestaba atención a lo que hacía. Cada vez que pasaba esto, Romero tenía ataques de rabia y golpeaba las paredes y lloraba con furia diciendo, ¡ Le voy a matar, le voy a matar!.
Un día, sentados en el Cerro de los Locos, a la vuelta de la Paloma, le dije que deberíamos de ir a la Comisaría y contarles lo que pasaba.
- No nos harán caso, muchos de ellos también pegan a sus mujeres.
- Pero tenemos que intentarlo sino puede matarla un día.
- Lo mejor sería darle una paliza a ese cabrón para que se lo piense la próxima vez…
Decidimos vencer el terror que nos producía entrar en la comisaría y denunciarlo. Un policía armado nos señaló un banco de madera mientras esperábamos al cabo que estaba haciendo no se qué. La habitación desnuda tenía un armero al fondo con puertas de cristal desde las que se podían ver los mosquetones alineados en su interior unidos por una cadena sujeta por un candado. Un guardia se apoyaba en la puerta de entrada enfundado en un grueso tabardo gris, mirando indolentemente el trasiego de la calle.
Llegó por fin el cabo que sin mediar palabra nos hizo un gesto para que entrásemos en un cuarto pintado de verde, con un vetusto escritorio lleno de carpetas y papeles que parecían llevar allí siglos sin que nadie les hubiera echado un vistazo.
- Bueno, a ver, qué es lo que pasa – dijo –
Romero comenzó a hablar mientras el cabo sin apartar la mirada encendía un Celtas y yo recorría las paredes bajo la mirada de Cristo en la cruz, Franco con su capa de cuello de borreguillo y José Antonio con el reflejo en sus ojos de tantos sueños perdidos prematuramente.
Calló Romero, con gesto de rabia y las lágrimas a punto de desbordarse y el cabo siguió fumando impasible el Celtas. Aplastó finalmente la colilla en un cenicero y comenzó a preguntar el domicilio y otros datos rutinarios que iba apuntando en un impreso con membrete del cuerpo de policía.
Levantó la cabeza y dijo,
- Eso es todo.
- Pero…¿van a hacer algo?.
- Os podéis marchar.
- Pero…
-¿Es que no me habéis oído?.
Salimos a la calle y Romero apretando los puños se volvió hacia mi,
- Lo ves, no van a hacer nada, ¡nada!.
Pasaron las semanas y el padre de Romero seguía igual que siempre aunque ya no tenía la motocicleta y mi amigo no había podido averiguar la causa. Su madre seguía haciendo sus tareas sumisa y callada sin ningún signo externo de violencia.
Después de muchos meses y otras muchas cosas, un día me crucé por la calle con la madre de mi amigo que me sonrió y pude ver que sus ojos estaban otra vez morados y su labio nuevamente partido. Me alejé con rabia y pena.
Dejé de ver a Romero en los siguientes cursos, seguíamos siendo amigos pero cada uno iba por caminos diferentes, él no paraba de fumar hachís y experimentar con todo lo que caía en sus manos, por mi parte estaba en total desacuerdo con él porque quería ser independiente, libre, amaba mi libertad mas que nada y no quería perderla en manos de drogas y otras porquerías, de embaucadores de toda jaez, de imposiciones y servidumbres, como tampoco de las peroratas políticas de los rojos clandestinos y los azules del movimiento, ni de las charlas apocalípticas o sinuosas de los curas que tanto veneno de castigo, miedo y culpa habían instilado en mi moldeable espíritu de niño. Se juntaba con otra gente, entre ellos El Chune y el Ciriza, dos hermanos que sobrevivían trabajando en el alquiler de bicicletas de Giovanni, un italiano blasfemo que trataba a patadas y bofetadas a todos los chicos del barrio razón por la que en venganza, con mis amigos Jesús y Miguél le robamos tres bicicletas, incluyendo la roja, y supongo que sus improperios e injurias debieron salpicar a todo el escalafón piramidal de Querubines, Potestades, Serafines, Tronos, Ángeles y Arcángeles que cubren la bóveda celeste.
Durante el verano, aquellos dos hermanos junto con otro compinche del barrio, Antonio el Negro, desplegaban sus velas hacia la costa en busca de extranjeros de ambos sexos a quienes ofrecer el exotismo del ardiente pueblo hispano, elemental y pobretón, con poca suerte social pero eso sí, con muchos cojones. Eran los tiempos en que España resultaba exótica para los turistas nórdicos que descubrían una tierra sin los estragos de las edificaciones que vendrían unos años después, de largas y soleadas playas, de cante flamenco y vino barato, de interminables siestas y sexo aún mucho más barato que les proporcionaban todos éstos chicos del interior maleados por la mala vida, el hambre y la represión y que encontraban un paraíso de supuesta libertad entre esas gentes altas, de piel blanca que jugaban con ellos y les repartían el dinero que trabajando les hubiera costado muchos sudores conseguir.
Me crucé una vez con la madre de Romero, estaba un poco más mayor pero seguía teniendo aspecto de niña frágil. Enseguida me llamó la atención que tenía la cara limpia, serena, sin señales de violencia, hablé con ella durante un buen rato y me enteré que su marido había pasado a mejor vida hacía un año y medio de un fulminante ataque al corazón. No volví a ver a Romero, a través de los años en alguna visita que hice al antiguo barrio supe que había acabado en el horror de la heroína, que se pasaba la vida en la cárcel o dando tumbos por el extraradio de Madrid, el sucio Madrid marginal.
No hay comentarios:
Publicar un comentario