
1954
Muere D. Jacinto Benavente, Premio Nobel de Literatura.
Fallece Millán Astrain fundador de La Legión.
Se publica el álbum de cromos ”Los Vikingos”.
Estados Unidos bota el primer submarino atómico.
Saturnino y Jorquera hacían tiempo junto a las bielas de la máquina de vapor fumando un cigarrillo y esperando ver de un momento a otro al Jefe de Estación que les daría la salida.
Esa mañana, después de una noche incómoda, como todas las que pasaban los ferroviarios cuando tenían servicio y por tanto debían dormir en los depósitos, se habían levantado temprano, doblado sus sábanas amarillentas que metían a presión en los saquitos de mudas de azul de Vergara, y lavado como gatos en el pocillo de un lavabo siniestro, roñoso y sucio.
Las seis y media de la mañana. Cruzaron las vías y se dirigieron a la máquina con sus cestas de mimbre y las saharianas de trabajo.
Mientras Jorquera preparaba la caldera, Saturnino revisaba los engrases, los frenos, el tender y los faroles delanteros y traseros. La presión en el manómetro iba subiendo y el calor irradiado por la caldera aliviaba el entumecimiento de la mala noche pasada y el frío de la madrugada. Sacó de la cesta una tartera con sopa de garbanzos y lo vertió en un pucherillo que colocó junto al fuego.
En ese mismo momento, muy cerca de la estación, en el cuartel de la Guardia Civil, dos camionetas con techo de lona eran cargadas por varios números con cajas rectangulares de madera de mediano tamaño ante la escrutadora mirada de un comandante y un civil de bigote fino recortado y trinchera caqui. Contaba y anotaba cada caja en una libreta de hule negro haciendo algún comentario de vez en cuando en voz baja.
Maquinista y ayudante se sentaron sobre unos tarugos de madera en la plataforma colocando el pucherillo entre los dos y turnándose con las cucharas entre trago y trago de la bota.
Acostumbraban a comer caliente y fuerte antes de salir porque en sus ajetreadas vidas de ferroviarios nunca sabían cuando podrían echar un bocado en condiciones.
Una vez cargadas las camionetas, el comandante dejó un retén vigilándolas y como aún era temprano invitó a su acompañante a un café de recuelo y copa de coñac en la cantina del acuartelamiento.
La máquina de vapor comenzó lentamente a moverse marcha atrás hasta situarse en la cabecera de los vagones de mercancías que esperaban en el andén de la estación. Por la puerta de la oficina apareció el Jefe de Estación con el banderín rojo en la mano.
- Tendréis que esperar un poco - comentó.
- La Guardia Civil tiene un cargamento especial, mira, ahí vienen.
Señalando las dos camionetas que entraban al andén, más una tercera llena de tricornios que, con los naranjeros en la mano, se repartieron en parejas por los vagones. Maquinista y fogonero intercambiaron una mirada sin decir palabra mientras liaban otro cigarro.
- Están cargando fusiles o granadas.
- Quizá cartuchos de dinamita - dijo Jorquera - no me hace ninguna gracia...
- ¡Bueno, listos! – levantó el banderín el Jefe de Estación llevándose el silbato a la boca.
Subieron a la máquina. Semáforo verde. Saturnino quitó el freno y activó las válvulas de presión. Miró hacia atrás, a lo largo del andén. Algunos guardias civiles terminaban de encaramarse a los vagones. Sonó el silbato del jefe al que respondió desde la máquina con un pitido largo.
- ¡Ojo con el puerto!- advirtió el Jefe de Estación.
Las bielas hicieron patinar las ruedas en un primer momento, imprimiendo después un movimiento firme y rítmico que lentamente les fue alejando del andén llevándoles hacia el entramado de agujas y señales hasta colocarles en la vía por la que tenían que rodar.
Enfrente y rodeándoles el azul terso y el sol implacable del cielo andaluz, a los lados un campo verde de olivos antiguos
Con las piernas ligeramente abiertas para mantenerse sobre la plataforma, maquinista y ayudante atendían la caldera y los instrumentos, observando los semáforos y escrutando la vía varios cientos de metros adelante a través de los ventanucos ojivales, o sacando la cabeza afuera, sintiendo la invasión del campo en sus pulmones.
El tren dejaba atrás estaciones y apeaderos, rescoldos de carbones encendidos sobre la grava de las traviesas. La gente les seguía con la vista al pasar retirándose del borde de los andenes.
Gitanos con grandes envoltorios de tela, agricultores y campesinos guardando sacos de patatas, hortalizas, cajas de cartón, gallinas atadas por las patas balanceándose boca abajo, viajantes de comercio con abultadas maletas, familias en ropa de domingo, miraban serios y de reojo el paso de los guardias civiles escoltando el mercancías. El paisaje se transformaba. Más agreste. La proximidad del puerto traía los roquedales, arbustos de tomillo, salvia, romero y lavanda.
Jorquera metía carbón con un sólo movimiento de vaivén desde el ténder al fogón. La máquina atacaba las rampas subiendo con esfuerzo, la tablazón de los vagones crujía.
Pasadas las primeras curvas el camino se hizo más angosto, tocó el silbato antes de entrar en el primer túnel. El humo y la carbonilla enrarecieron el aire húmedo a lo largo del oscuro kilómetro. Al otro lado, saliendo a la luz, un puente de hierro trazado sobre una profunda garganta conectaba la vía con el siguiente túnel.
El ayudante sacó la cabeza por el lateral izquierdo de la máquina y respiró profundamente mientras se fijaba en el estrecho pasillo que separaba la barandilla oxidada del borde de las traviesas.
- ¡Mira, ahí esta como siempre!
Saturnino se volvió y sí, allí estaba, como cada vez que cruzaban aquel puente. Era el viejo lobo que nunca faltaba a la cita.
Corría unos metros junto a la máquina mirándoles con sus rasgados ojos, luego adelantaba al tren hasta el final del puente donde se sentaba sobre sus cuartos traseros, a la entrada del túnel, orgulloso, jadeante, altivo, viéndoles desaparecer en el interior de la montaña.
Habían pasado tres años desde la primera vez que le vieron a la entrada del puente. Fue el día que les cogió una tormenta tan fuerte que estuvieron a punto de parar el tren. El cielo plomizo, oscuro, la visibilidad sólo de unos metros debido a la intensa lluvia les hacía muy difícil la marcha.
Acabando de cruzar el primer túnel y entrando sobre el viejo puente de hierro vieron al lobo sobre las traviesas, una descarga inundó la vía con su luz cegando al animal, congelando la vida en un largo segundo, la barandilla estalló como las chispas de una fragua mientras el lobo conseguía saltar al ténder en donde se agazapó entre las briquetas de carbón.
El tren entero desapareció y las montañas se convirtieron en un blanco borrón, durante el siguiente segundo volvieron a la realidad envueltos en un caos de ruidos, la máquina y los vagones se estremecían como un recortable de cartón.
El tren seguía su marcha, ellos, ajenos, aturdidos, miraban el puente. El lado izquierdo era un montón de hierros retorcidos, humeantes, las traviesas ardían y la grava resbalaba con la lluvia precipitándose al fondo de la garganta.
Pero el tren continuaba su marcha y salvando el caos se precipitó dentro del segundo túnel en donde maquinista y fogonero vieron quedarse atrás aquel instante que podía haberles costado la vida.
Pasó la lluvia y también la tormenta, sólo entonces, volviendo a la rutina de alimentar la caldera, el ayudante se percató de la presencia del lobo, acurrucado entre el carbón.
Maquinista y ayudante se miraron conmovidos y temerosos por la presencia del lobo, pero no había nada que temer, el pobre animal temblaba y les miraba acobardado.
Siguieron así durante varios kilómetros y el lobo fue recuperándose, le miraban de reojo pero sin hacer ningún movimiento para inquietarle, finalmente, recuperado del susto, se alzó de sus cuartos traseros y mirando una vez mas a los dos hombres con lo que ellos interpretaron era una mirada de agradecimiento, saltó del tren y corrió veloz entre los roquedales de vuelta a los túneles y el terreno más accidentado donde sin duda tenía su guarida.
Los dos recordaban en silencio. Los dos callaban y recordaban. Desde aquél suceso el lobo acudía al paso del tren y corría unos metros por la vía, luego despedía el convoy parado a la entrada del túnel, como agradeciendo a los hombres su buena voluntad en aquel ya lejano día de tormenta.
Dejaron atrás al lobo y cruzaron el segundo túnel. Hacía mucho calor y el sol estaba sobre sus cabezas. Una larga recta y pasarían la cumbre, dejando la fuerte subida a sus espaldas.
Saturnino miraba de vez en cuando hacia atrás, a los vagones, contando mentalmente los tricornios negros, pidiendo en su interior que no faltase ninguno, que nadie hubiera resbalado, o hubiera sido lanzado a la vía en uno de los muchos traqueteos del tren. Pasaron el puerto y el pequeño apeadero en donde los domingos se reunían cazadores y perros, escopetas y alguna pistola que aún rehusaban dejar en casa, como si hubiera todavía un enemigo del que protegerse, enemigo vencido y en innumerables casos muerto y enterrado, pero aún vivo, acechante, peligroso, en las cabezas de estos vencedores, cazadores de fin de semana, cazadores de cualquier cosa que se moviese, animal o idea, que cruzase el paisaje sin pedir permiso.
El mercancías iniciaba el fuerte descenso, curvas y contracurvas en las que los vagones empujaban a la máquina peligrosamente. Saturnino aplicó los frenos con suavidad. No parecían responder. No respondían. Se pasó el dorso de la mano izquierda por la frente tiznada y miró alrededor de la máquina. Volvió a aplicar el freno, nada, trató de tranquilizarse y se volvió al ayudante que acababa de alimentar la caldera y se apoyaba en la pala mirando hacia la vía.
- ¡No funcionan los frenos!
- ¿Qué?
- ¡Que no funcionan los frenos!
- ¡Pues tampoco llevamos guardafrenos!
Gradualmente iba aumentando la velocidad del tren. Cincuenta, sesenta kilómetros por hora. Los guardias civiles asomaban las cabezas inquietos. El tren se agarraba bien a las curvas a pesar del chirrido agonizante de las ruedas. El maquinista trataba de anticipar los acontecimientos: si lograba pasar el disco de Correderas en verde, estaban salvados, podrían reducir la velocidad en la recta y parar finalmente. Si el disco estaba cerrado, querría decir que el tren pescadero estaba subiendo y podrían ocurrir dos cosas, que no hubiera entrado en agujas con lo que el Jefe de Estación les mandaría a una vía muerta y al estrelladero o que hubiera pasado las agujas; en cuyo caso... cerró un instante los ojos. Volvió a intentar frenar. Nada.
La idea del estrelladero era mala, la del choque frontal no quería pensarla, el único consuelo era el estrelladero, podrían avisar a los guardias y saltar en el último momento, era un tren de mercancías y por tanto no había que preocuparse por ningún pasajero. En ésta preocupación apareció sobre las briquetas de carbón del ténder la figura del comandante de los guardias civiles con la pistola en la mano derecha profiriendo gritos, cayendo y levantándose sobre el carbón una y otra vez.
- ¡Pero que hace usted ahí, hombre de Dios!
- ¡Sabotaje, sabotaje! – gritaba el tricornio chapoteando entre el carbón.
- ¿Cómo dice?
- ¡Paren el tren!
- ¡Los frenos no responden!
- ¡Sabotaje, esto es un sabotaje! ¡cuádrense!
- ¡Baje de ahí, se va a matar!
El guardia civil, que se había percatado de que la velocidad era excesiva, había logrado pasar de vagón en vagón, con gran riesgo, convencido de que los ferroviarios, todos unos rojos, sabían lo que iban escoltando y trataban de sabotear el tren, en una maniobra concertada posiblemente desde el exterior.
Noventa cien, noventa cien, disco de Correderas. El tren ganaba más y más velocidad. El maquinista tocaba el silbato sin parar.
- ¿Ustedes saben lo que llevamos ahí detrás? – interrogó el comandante.
- ¡No tenemos ni idea, nadie nos lo ha dicho!
- ¿Seguro?- Les miró de hito en hito, aún con la pistola en la mano.
- ¡No, mi comandante, no lo sabemos!
El guardia civil bajó el brazo apuntando a los carbones y mirándoles con gesto de estupefacción en el rostro.
- ¡Pues medio Banco de España en lingotes de oro, so capullos!
Ambos se miraron de reojo.
- ¡Venga ya!
- ¡Al que no me crea le pego un tiro!
- ¡Nosotros creíamos que con tanto guardia llevaríamos explosivos o algo así…!
- ¡Que explosivos ni pólvora negra! ¡a vosotros os voy a dar yo explosivos! ¡rojos, que todos sois iguales, unos rojos!
- ¡Ande, mi comandante, báje aquí, que se va a abrir la cabeza!
- ¡Toma! – le pasó el arma a Saturnino y resbalando se echó en brazos de Jorquera que le asió con firmeza por los sobacos.
Acabaron las curvas. Noventa cien, noventa cien, disco de Correderas. Saturnino devolvió la pistola al guardia civil y asomó la cabeza por el lado derecho de la marcha, el diminuto disco de Correderas se agrandaba con rapidez. Aún no podía distinguir bien el color del semáforo. Se acercaba. Se acercaba.
- ¡Está rojo. No, ámbar! El corazón se le salía del pecho.
- ¡Me cago en la madre que lo parió, está en ámbar...!
Volvió a pitar, pitidos largos. Cortos. El disco se aproximaba rápidamente. Llegó a la máquina, pasó junto a ella dejando una estela de verde en la retina de sus ojos.
- ¡Verde, verde! - Gritó con los ojos llenos de lágrimas.
- Sobre la plataforma se abrazaron los tres dando saltos de alegría, sudor y lágrimas dejando surcos blancos en el mineral de sus caras.
En la euforia del momento al comandante, que aún tenía la pistola en la mano, se le resbaló y calló al suelo rebotando en la plancha de hierro de la máquina yéndose limpiamente a la vía.
- ¡Me cago en la puta, mi arma reglamentaria!
- ¡Déjelo, mi comandante, más se perdió en Cuba! Y siguieron abrazándose.
Todo acabó bien, el tren se deslizó por terreno más llano y pudieron recuperar la fuerza de frenado. Maquinista y fogonero tuvieron que presentarse en el cuartelillo de la Guardia Civil y responder a sus preguntas y a las de la Policía de Ferrocarriles, pero el comandante les avaló en todo respondiendo de su buen hacer en el control del convoy. A resultas del supuesto arrojo del Guardia Civil y de que afortunadamente pudo conseguir otra arma reglamentaria sin que llegase a oídos de sus superiores, fue ascendido y trasladado a Cáceres, antigua aspiración del comandante que se hizo realidad cerrando el círculo de su felicidad profesional en el Cuerpo. Saturnino y Jorquera continuaron haciendo el mismo recorrido durante algún tiempo hasta que se les cambió de destino y sus vidas fueron por otros derroteros.
En cuanto a los lingotes de oro, nunca supieron que pasó con ellos, las cajas salieron de los vagones a manos de la Guardia Civil que las volvió a colocar en varias camionetas con rumbo desconocido. Se habló mucho por entonces de las deudas de la guerra, del pago a Italia y Alemania así como a algunos personajes comprometidos en la guerra civil por las ayudas al ejército de Franco, quién sabe, quizás, después de todo, no se había ido todo el oro a Moscú, como también se comentaba.
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