lunes, 15 de junio de 2009

36 - NOCHES DE VERANO



1961

Invasión de Bahía de Cochinos.

Muere Ernest Hemingway.

Primeras actuaciones de los Beatles en Liverpool.


Acababa Julio bajo un calor implacable atenuado por alguna brisa que desde el Guadarrama sosegaba las noches de Madrid, ya a principios de mes los que podían se habían ido de vacaciones, los chicos a las colonias, las familias a sus pueblos que retomaban de nuevo con la ilusión de volver para quedarse en un lugar idealizado durante largos meses de trabajo en la capital y que sin embargo al cabo de un par de semanas de pisar los andurriales polvorientos o embarrados, las casuchas desvencijadas, de contemplar las luces mortecinas de la plaza al anochecer o la soledad del mediodía ardiente en el que hasta los perros se refugiaban de la canícula bajo los soportales o en algún oscuro zaguán, les impelía a contar las horas que faltaban para volver al autobús de línea y regresar al bendito Madrid en donde podían ganarse el pan, había agua corriente y la vida era algo mas que sentarse a golpear las fichas del dominó en una mesa de mármol entre el revoloteo de las impertinentes moscas.

Madrid se vaciaba a lo largo de Julio y Agosto, muchas tiendas habían bajado sus cierres dejando una esquelita "cerrado por vacaciones" poco tráfico y un silencio que se acentuaba a la hora de la siesta.

Aprovechaba para leer tumbado en la cama, había terminado el colegio y no tenía nada que hacer ni donde ir excepto refugiarme en los libros, historias, aventuras, emociones, la puerta por la que me deslizaba a hurtadillas a la gran pradera de los sentimientos y las ideas donde podía correr sin límite, buscando siempre el acorde vibrante de las palabras que inundaban mi alma.

Esa noche, como otras tantas del verano, me fui a andar sin rumbo por las calles solitarias, hacía mucho calor y no se podía estar en casa, andar, andar, andar, era otra forma de escapar a mis propias limitaciones, todo pasaba en torbellino por mi cabeza, creaba mis propias sinfonías interiores hasta que, cansado, me sentaba en un banco cualquiera.

Terminé en la Plaza del Conde del Valle de Suchil, que estaba vacía excepto por el sereno que apoyado en el chuzo dormitaba bastante alejado de mí, las dos de la mañana, sólo dos o tres ventanas salpicaban su luz desde los altos edificios de ladrillo rojo.

Era la madrugada del veinticinco de Julio de mil novecientos sesenta y uno, día de Santiago Apóstol y por tanto fiesta nacional. Pero para mí era mas que eso, era el día de mi cumpleaños. Felicidades, me dije, ya tienes quince años.

Me acordé que el día dos de éste mismo mes se acababa de suicidar con su escopeta uno de mis escritores mas queridos, Ernest Hemingway, al que admiraba por sus libros, sobre todo "El Viejo y el Mar", del que envidiaba su vida libre, espontánea, pescando en el mar, cazando en Africa, o viajando por Europa. Pero algo en el lado oscuro de su personalidad le había llevado a la decisión de quitarse la vida. A mí, aún con mis pocos años de experiencia, no me parecía descabellado pensar que la desesperación o una enfermedad pudiera llevar a una persona al suicidio. De cómo toda una vida no es suficiente para entender y responder las preguntas básicas que día a día nos cuestionamos sobre nuestra existencia.

También pensé en mis quince años, en todo lo que había vivido hasta entonces y lo que me esperaba por delante, de repente ya no era un niño, de repente se había volatilizado toda una época y con ella las personas, los sitios y las cosas que aún siguiendo muchas de ellas en la misma vivencia cotidiana actuaban en otro plano, otra esfera de la que yo ya no formaba parte.

Había comenzado la década de los años sesenta y se empezaban a ver cambios en la sociedad, mas automóviles por las calles, seiscientos, biscuters, vespas, turistas con pantalón corto por el centro de Madrid que a los nativos les parecían adefesios con gafas de sol y eran blanco de cuchufletas y chascarrillos, en la Ciudad Universitaria los ahora llamados "grises" se ponían en forma corriendo tras los estudiantes que empezaban a revolver la sociedad así como los obreros de las factorías iniciaban incipientes paros y huelgas premonitorias de los acontecimientos que plagarían la siguiente década aún lejana.

En mi barrio el curso normal de la vida iba dejando a unos en la cuneta como a mi vecino Aquilino, marido de Maruja, una de las Hermanas Romanitas que siempre diligente quiso ayudar a una vecina subiéndole la botella del butano. Consiguió su objetivo pero descansando sentado en un escalón y mientras oía las palabras de gratitud de la vecina, se sintió mal y sin decir ni pío pasó a formar parte del batallón celestial de los justos. Así fueron pasando a mejor vida la mayor parte de los antiguos vecinos mientras que otros se iban incorporando, jóvenes, con ganas de luchas, de crear su propia historia.

Los chicos habían dejado paulatinamente de jugar en la calle que se convertía en un garaje al aire libre, tampoco se cantaba, ni se jugaba al corro, y se habían perdido las épocas o temporadas de los diferentes juegos.

Para rematar todo esto la televisión acababa con las tertulias al aire libre y los corrillos en los descansillos de las casas. El individualismo crecía como una planta trepadora invadiendo todos los domicilios, la gente comenzaba a cerrar la puerta tras de sí olvidándose de los que vivían alrededor.

Muchos pueblos se quedaban vacíos o apenas con algunos vecinos demasiado viejos para desplazarse a la periferia de las grandes ciudades en busca de trabajo, o subirse a un tren hacia el Milagro Alemán que les permitiría ahorrar lo suficiente para volver algún día y comprarse un terreno o una casa en el pueblo abandonado.

Algunos jóvenes como mi hermano y su amigo Fernando se sentían atraídos por lo que había mas allá de la frontera y comenzaban tímidamente a viajar como podían a París o a trabajar durante los veranos en los campos de fresas ingleses. Pero la sociedad en general, la que a éstas horas dormía en la víspera de la fiesta nacional, tardaría aún tiempo en despertarse y movilizarse para que todos decidiésemos lo que queríamos hacer con éste País, por ahora férreamente embridado por los vencedores de la Guerra Civil y la Iglesia.

En cuanto a mí, ya no hacía vida en el barrio, frecuentaba otras partes de Madrid, me iba a la sierra con una destartalada tienda de campaña siempre que podía, tenía otros amigos que ya no eran los de antes, los de la infancia que parecieron eternos se habían diluido como en un sueño.

Me esperaban tres años en la Paloma y después tendría que ir a la mili, voluntario, porque no podría encontrar ningún trabajo si no había cumplido el servicio militar. No era esto lo que quería hacer, pero la verdad era que tampoco podía pensar en otra alternativa, era demasiado joven y carecía de recursos para tomar una decisión por mi cuenta.

Y sin embargo, a pesar de no ver claro mi futuro, de no saber que hacer con mi vida, de estar perdido y confuso en una adolescencia difícil, de deprimirme y querer aislarme de la vida y de las cosas, había en mí una fuerza que me impulsaba a presentir mejores días, algo distinto a éste presente pero que aún no se revelaba, un camino abierto en la lejanía, como cuando me asomaba a la ventana de mi habitación por las noches y mas allá de la Cuesta de las Perdices podía ver el semáforo en verde sobre las vías del tren que se alejaban, que penetraban en el horizonte llevando la esperanza a otras tierras, alejándose hacia otros espacios, hacia la libertad. Mi vida no había hecho más que empezar.

Me levanté y volví despacio hacia mi casa. Mañana era mi cumpleaños. Mañana sería otro día.

FIN. San Francisco, 28 de febrero de 2006


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