martes, 16 de junio de 2009

12 - LA MÁQUINA DE COSER Y LA VUELTA A MADRID




1951

España entra en la Organización Mundial de la Salud – OMS.

Comienza en Barcelona una huelga general.

Los Estados Unidos realizan el primer ensayo de la bomba ¨ H ¨


El último verano mi hermano fue a los campamentos de la Falange en los pinares de Valladolid. Volvió con anginas y los pies llenos de ampollas por las botas rígidas y las largas caminatas.

Su cabeza parecía un garbanzo torrado, su rostro macilento expresaba pocas alegrías pasadas con sus supuestos camaradas, acumulaba una profunda gazuza de semanas que se hacía notoria en lo holgado del pantalón y el buen trozo de cuero del cinturón que le sobraba y caía lánguido como un cordón de penitencias.

Decía, con voz casi inaudible y mirando al suelo, que lo había pasado bien, pero poco a poco nos fue contando sus miserias materiales y espirituales.

Las largas caminatas bajo un sol estepario, cantando viriles canciones y sin agua, porque el jefe de escuadra les obligaba a vaciar las cantimploras, a él no le importaba demasiado, formaba parte de su entrenamiento para cuando tuviera que hacer frente a las vicisitudes que la supervivencia en lejanas islas desiertas le obligaría a soportar, en los bravíos mares tormentosos que desbaratarían su barco en una horrible galerna y le dejaría inerme, aferrado a un madero durante largos días y noches, hasta llegar a las playas de una región que no figuraría en ningún mapa y donde alimentándose de crustáceos y algunas algas sobreviviría para llevar a cabo sus sueños de Robinsón.

Las noches sobre la dura colchoneta de la tienda, los madrugones, el fino frío de Castilla por las mañanas no le arredraban, sus fantasías estaban llenas de sacrificios y renuncias en pos de la aventura.

Lo que a él le humillaba y le hizo jurar no volver nunca más a aquellos campamentos, si podía evitarlo, era la rígida, estúpida disciplina, los cantos patrióticos y la convivencia.

A mi hermano no le gustaba el fútbol, cosa que deleitaba a la mayoría, y todos sus esfuerzos por quedarse fuera del partido, leyendo un libro o simplemente mirando a las musarañas no calaban en el jefe de escuadra. Como le obligaban a jugar, cada vez que le venía la pelota no hacía ningún esfuerzo por mover sus extremidades inferiores a la busca del esférico.

Entre insultos y juramentos el jefe de escuadra comprendió lejanamente las pocas ganas de mi hermano y le convirtió en portero donde la acción era mínima y permanecía casi todo el tiempo sentado indolentemente en el suelo.

Pero de vez en cuando la horda balompédica ganaba terreno y llegando a las cercanías de la portería chutaba a gol sin que el sistema nervioso de mi hermano le impulsara a efectuar el menor movimiento para interponerse en la dirección del balón. Naturalmente, al no haber ningún obstáculo, el gol era un hecho ante el cabreo de la mayoría por la actitud pasiva e incomprensible de aquel bicho raro que les había tocado en suerte.

Este comportamiento hizo que el jefe de escuadra adoptara otra táctica de persuasión y le mandara comer y cenar a veinte o treinta metros del grupo, cosa que a él no le importaba un ardite.

Como aquello no dio resultado para domeñar su actitud le quitaron el postre, aunque lo había pagado, y le alejaron de las charlas de grupo, fuegos de campamento y otras actividades para las cuales estaba en la mejor disposición y a las que hubiera tenido mucho que contribuir con su imaginación, buen humor y espíritu de aventura. Pero aquellos campamentos no trataban de alentar las virtudes individuales de los jóvenes sino de reforzar el espíritu de grupo aceptando sin rechistar sus consignas, cantos patrióticos y filosofías fomentando un encefalograma plano en las tiernas mentes juveniles. No había cabida para la especulación sobre el mundo, el universo y las dudas que todo espíritu humano que empieza a navegar por los difíciles años adolescentes necesita expresar y sacar del pecho para que su personalidad se vaya modelando hacia una madurez equilibrada.

Aquellos contactos con los grupos de la Falange, los uniformes y el espíritu patrio mal concebido hizo de mi hermano, que había nacido con el don de cuestionarse todo desde la cuna, un joven individualista, algo ácrata y existencialista, amante de los libros y poco dado a los signos externos por los que la sociedad clasifica, premia y castiga a sus individuos.

Para mí el verano fue una sucesión de días secos y calurosos, de juegos con los demás niños y largas siestas pasadas en la penumbra de una habitación con las persianas bajadas, por las que se filtraba la intensa luz del mediodía estepario.

Miraba al techo y las sombras proyectadas se mezclaban con los ruidos de la calle, los carros que venían del campo, las mujeres charlando entre ellas al pasar con los cántaros de agua, en el tono hosco y rudimentario con el que hablan en los pueblos que me hacía salir del sopor acelerando el ritmo del corazón para luego volver a amodorrarme una vez más.

Al atardecer despertaba con el traqueteo de la máquina de coser con la que mi madre se ocupaba sacando el mejor partido a la ropa familiar. Los abrigos y cazadoras de mi hermano, algunos de los cuales ya había usado mi padre, se daban la vuelta y cosía y preparaba para mí. Con unos botones nuevos quedaban como comprados en la tienda. Toda la ropa pasaba por diferentes fases a través de los años gracias a las transformaciones de la mano diestra de mi madre, lo que había sido, por ejemplo, gabardina de mi padre terminaba en cazadora para mi hermano.


Cuando mi madre no estaba cosiendo aprovechaba para jugar con la máquina. Me encaramaba a una silla y le quitaba la tapa cóncava de madera que la cubría. Imaginaba que era el motor de un avión, o mejor, el de un submarino. Desmontaba el rebobinado del hilo y ponía y quitaba las agujas. En el cajón de la máquina había un pequeño destornillador, canillas, hilos y bobinas y una aceitera. Todo me servía para mis juegos.

Fue pasando el verano y las tardes se acortaron, las mujeres bajaban al rosario casi entre sombras y sentado en el portal oía el murmullo monótono de los rezos mientras a mi alrededor terminaban de desdibujarse y sumirse en las sombras de la noche los surcos de la calle, las piedras conocidas, la larga tapia de la fábrica de chocolates. Dos únicas bombillas amarillentas en los extremos de la calle iluminaban un pequeño círculo de luz que apenas dejaba ver el poste que las sostenía.

A mí me gustaba quedarme sentado en el escalón del portal y acostumbrado a la oscuridad ver apresurarse aquella desbandada de mujeres que saliendo de la iglesia se dirigían a sus casas. Imaginaba sus comedores adornados quizás con una foto de boda en blanco y negro, una última cena sobre el vetusto aparador y una pálida bombilla bajo la cual el marido desmigaría serio, sin decir palabra, cansado por muchas horas de trabajo en el campo, unos trozos de pan sobre la sopa de fideos.

Uno de aquellos días durante la cena nos dijo mi padre que le habían concedido el traslado a Madrid.

Sin apenas darnos cuenta, asi de repente, nos vimos envolviendo los colchones de lana en trozos viejos de tela, mi padre y mi hermano los enrollaron y ataron con cuerdas. Desmontaron las camas y apilaron todo en la puerta de la casa. Mi madre metió la ropa en varias maletas que puso junto a los somieres y los colchones, llenó algunas cajas de cartón con cacharros y utensilios de cocina, envolvió con mantas viejas del ejército los dos o tres armarios que teníamos.

Era sorprendente el poco tiempo que tardamos en desmantelar lo que para mí era el primer escenario de mi vida, me di cuenta de las pocas cosas que teníamos, de lo poco que hacía falta para vivir y, sin embargo, a pesar de nuestra escasez, yo me sentía rico y pletórico junto a mis padres y mis hermanos Aurorita y Tito.

Por la tarde vino un hombre del pueblo con un carro tirado por una mula. Cargó todo y se lo llevó a la estación.

Esa noche cenamos unos bocadillos y dormimos sobre unas mantas en el suelo. Era extraño ver la casa vacía, las paredes desnudas y solo algunas cajas y periódicos apilados en un rincón.

Aquellas habitaciones me parecieron muy tristes y ajenas a nosotros. El eterno goteo de la cisterna del water sonaba diferente, los ruidos y contracciones de la casa huecos y melancólicos, como si supiesen que nos íbamos y les apenase. Me acurruqué al lado de mi madre y deseé que fuera ya la mañana del día siguiente.

Tardé mucho tiempo en dormirme mientras escuchaba a mis padres hablar entre susurros de sus planes para el futuro, de como nos iba a cambiar la vida viviendo en una ciudad tan grande como Madrid. Me gustaba y reconfortaba mucho oírles aunque apenas entendía lo que decía.

Todas las noches pasaban largo rato hablando de esta manera, debían de quererse mucho, pensaba yo, para soportar una constante vida de penurias, tratando siempre que tuviéramos un plato en la mesa y ropa que ponernos, aguantando el miedo diario ante la ferocidad de los uniformes, civiles, militares y religiosos, con un único horizonte, sobrevivir, sobrevivir, seguir adelante, esperar mejores tiempos. Y esto, que yo no podía entender muy bien pero que lo intuía, iba poco a poco calando en mi ser y formaría con los años el tejido de mi desencanto.

Por la mañana muy temprano recogimos las últimas cosas que quedaban y mi padre cargó una carretilla con ellas. Bajamos por la calle Isabel la Católica andando y nos dirigimos a la estación

Atrás quedaba una pequeña etapa de la vida que tenía diferentes significados para cada uno de nosotros. Para mi padre y mi madre sería otro capítulo en la larga lucha del trabajo diario, de tratar de sacar la familia adelante con los pocos recursos de que se disponía. Para mi hermana, que era la mayor, el momento crítico de reconocerse en el mundo, de empezar a desarrollar la personalidad, para mi hermano un tiempo incierto con un pie en la infancia y otro en la adolescencia, comenzando a recibir las primeras heridas de la realidad cotidiana, del entorno social. Para mí solamente un tránsito de la niñez del que sólo recordaría algunos momentos desperdigados aquí y allí difíciles de entrelazar entre sí, vistos desde la dimensión física y mental de un niño de sólo seis años de edad.

Me volví a mirar aquella calle sucia, polvorienta, llena de excrementos en la que había pasado algún tiempo jugando con chicos que ahora se alejaban, se iban haciendo mas pequeños sentados en el escalón del portal, que nos miraban irnos sin decir nada, sólo agitando la mano en señal de adiós.

Cogido de la mano de mi madre cruzamos el paso a nivel y seguimos hacia la estación por la carretera adoquinada, miré hacia atrás, al Castillo de la Mota que permanecía en el altozano con su fábrica de ladrillo, macizo, asentado en el tiempo, como un elemento mas de la parda tierra y de los pinos de Castilla, la torre del homenaje recordándonos antiguos días de gloria, de generaciones que, como la nuestra, habían pasado por allí brevemente en el continuo caminar de la existencia. El tren ya estaba en la estación esperándonos, Medina del Campo quedaba atrás, comenzaba otra etapa, sentado dentro del vagón recibí de mi madre un bocadillo de membrillo con queso y el tren se puso en marcha, por la ventanilla se alejaba el pueblo y se acercaba nuestro futuro.

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