martes, 16 de junio de 2009

22 - EL COLEGIO SIN SENTIDO:LOS HH DE LA INSTRUCCIÓN CRISTIANA


TERCERA PARTE: MADRID



1956

España pierde los territorios que mantenía en Marruecos.

Se estrena ¨ Los ladrones somos gente honrada ¨.

Se crean los tebeos del ¨ Capitán Trueno ¨.


Y así como despertamos del sueño, tratando de reconocer la realidad, pero aún inmersos en las sombras, en esa borrachera de sucesos incontrolados que pasan por nosotros mientras dormimos y que nos son íntimos y al mismo tiempo ajenos, así, me encontré de vuelta en casa de mis padres, lejos de aquellos meses del preventorio, de la sierra y de las monjas que fueron mi hogar durante nueve meses y al que me acostumbré a pesar de tener grabados los primeros días de profundo desarraigo, cuando me despertaba por las mañanas y comprobaba horrorizado que no estaba en casa, con mis padres y mis hermanos sino con todos aquellos desconocidos con los que tenía que convivir y competir cada día, cada hora, cada minuto de mi existencia.

Pero todo había pasado, se había desvanecido como si nunca hubiera ocurrido y de nuevo estaba en mi barrio, que me pareció diferente los primeros días pero al que me acostumbré con la misma rapidez con la que Guadarrama y el preventorio quedaron en el olvido.

Una mañana del otoño madrileño, cogido de la mano de mi madre, bajé la rampa del garaje que daba acceso a las aulas del colegio de los Hermanos de la Instrucción Cristiana.

Fuimos a lo largo de un pasillo de paredes pintadas de verde oscuro y losetas rojas en el suelo a cuyos lados había puertas también verdes con números que distinguían las diferentes aulas. Llegamos al despacho de Don Fulgencio, el hermano director, y mi madre llamó a la puerta. El hermano Fulgencio, sentado detrás de un escritorio recargado de maderas labradas, vestía una sotana negra, abrillantada por el uso y con restos de tiza a lo largo de las mangas, tenía las manos entrelazadas y apoyadas sobre la mesa y entre las grietas de sus dedos y uñas más polvo de tiza.

Su cara era como los cristales gruesos de muchas dioptrías, podía ver varios rostros superpuestos en los que se reflejaba más mentira que verdad, más confusión que claridad, y los círculos se iban achicando hacia el centro en donde se difuminaban manteniendo su secreto. Tenía una pequeña sonrisa aconejada que me recordaba a sor Pilar. Así que desde el primer momento le tuve animadversión y miedo y enseguida comprendí que yo le causaba repugnancia.

Don Fulgencio explicó a mi madre que ese año me prepararía para el ingreso en el bachiller y que allí no había sitio para los malos estudiantes. Si por el contrario sacaba buenas notas, podría llegar a ser “cruzado eucarístico” y los domingos en la misa del colegio lucir una capa blanca con una cruz en el pecho, algo parecido al Guerrero del Antifaz o el Capitán Trueno.

Así, me vi yendo cada mañana al colegio, esperábamos en la puerta del garaje a que uno de los hermanos la abriese y bajábamos la rampa hacia el semisótano donde estaban las aulas. En la parte de detrás había un patio reseco rodeado de unos alambrares que aislaba las aulas de las cocheras del metro y los desmontes en donde los gitanos tenían sus cuevas.

En el aula nos apiñábamos unos treinta y cinco niños en pupitres de dos, con tinteros de cerámica blancos que, cada mañana, se rellenaban de tinta azul. El hermano Florencio, que era el que me había tocado ese año, se sentaba en el frente del aula en un escritorio sobre una tarima de madera dando la espalda a los jefes. Ellos presidían el centro de la pared blanca, por encima de la pizarra: el crucifijo y, a los lados y un poco por debajo, los retratos de Franco y José Antonio.

No pasaron más de dos o tres días antes de que el hermano se percatara de que escribía con la mano izquierda. Hasta entonces yo ni siquiera me había puesto a pensar en por qué escribía con esa mano, que yo recordase, nadie en Medina del Campo, cuando empecé mis primeros cuadernos de caligrafía, ni tampoco en Guadarrama con las Hermanas de la Caridad, me había hecho ser consciente de esa peculiaridad, mucho menos que tuviera alguna característica negativa.

En mí, como supongo en otros, era algo natural, escribía, usaba herramientas, chutaba el balón con la parte izquierda de mi cuerpo con la misma naturalidad que otros lo hacían con la derecha. Había vivido feliz y contento hasta entonces que, sin comerlo ni beberlo, se convirtió en una de mis peores pesadillas. Los queridos Hermanos de la Instrucción Cristiana enseguida clavaron en mí su ojo inquisitivo.

- Bien, bien, ¿qué tenemos aquí ? – interrogó el hermano Florencio, clavando sus ojillos de raposa a la altura de mi cuaderno en el que escribía sosteniendo palillero y plumilla entre los dedos de la mano izquierda.

- ¿Con qué mano está usted escribiendo?

- Con la de siempre hermano.

- ¿Con qué mano ?

- Pues…con la izquierda hermano.

- Y ¿porqué escribe usted con esa mano, si puede saberse?

- Porque soy zurdo, supongo…

- ¿Qué es usted qué ?

- zurdo, zoca.

No había acabado de responderle cuando una de sus descomunales manos, la derecha, rebozada en tiza, cayó como el rayo sobre mi oreja atizándome una tremenda bofetada que me desplazó contra mi compañero de pupitre.

- ¡Pues de ahora en adelante me va usted a hacer el favor de escribir con la derecha!

No oí muy bien lo que me había dicho por el agudo pitido que tenía en el oído.

- ¿Me ha entendido ?

- Sí, sí…- contesté aún no repuesto del todo.

Así que, con éste descubrimiento le proporcioné un buen motivo para justificar sus tirones de patillas, pescozones, golpes repetidos con la regla en la yema de los dedos y bofetadas en la cara cada vez que el instinto me hacía volver a la querencia siniestra.

El problema estaba en la escritura porque las demás actividades que realizaba no parecían interesarles un comino.

Así que, no me quedó mas remedio que escribir con la mano derecha, a trancas y barrancas trataba de esforzarme pero la letra resultante era un montón de garabatos temblorosos y con la lentitud que escribía no me era posible seguir los dictados al ritmo de la clase. Cuando el hermano se volvía, se desplazaba al fondo de la clase o se sentaba en su silla, cambiaba la pluma rápidamente de mano y conseguía llevar el ritmo del resto durante un rato pero el hermano lo sabía y encontraba siempre el momento más apropiado para agarrarme por las patillas y zarandearme de un lado al otro regalándome con dos o tres bofetadas.

Pero no sería justo decir que era yo una víctima aislada. Todos, por una u otra razón, recibían su ración diaria de bofetadas y a veces hasta de patadas, aunque no muy a menudo, porque eran poco eficaces debido a las faldas de la sotana.

El ser zurdo me tenía desasosegado, me acostaba por la noche rogando levantarme diestro, por la mañana descubría que todo seguía igual. Hubo un momento en que no podía escribir con ninguna de las dos manos, y fue cuando descubrí que me temblaban.

El hermano también se dio cuenta de ello y dijo que si me temblaban las manos era porque había hecho algo malo y temía el castigo, que no tenía la conciencia tranquila y debía de estar en pecado.

Así que redoblaba sus golpes convencido de que harían mucho bien a mi cuerpo y mi espíritu apoyándose en la máxima de que "la letra con sangre entra".

Con el tiempo, y unas cuantas visitas de mis padres al director, que les informó que el árbol hay que enderezarlo cuando es joven, conseguí valerme con la mano derecha aunque, a decir verdad, mi caligrafía siempre ha sido detestable.

El invierno, inacabable y mustio en aquellas aulas con poca luz, siempre angustiado por el castigo, siempre a la defensiva, era una sucesión de días en los que aprendía muy poco, no entendía lo que me decían y en definitiva no sabía por y para qué tenía que estar encerrado allí tantas horas.

Así que la mayor parte del tiempo dejaba vagar mi mente fuera de aquel recinto, me iba muy lejos rompiendo aquellas cuatro paredes con mi imaginación y soñaba con el mar, los barcos piratas y las islas desiertas, me aislaba del mal olor de mis compañeros, del mío propio, de aquel repugnante olor a cura, flotaba en la vecindad de las musarañas y las batuecas que eran mi refugio y ensoñación, corroborado por los hermanos y el coro de risitas de mis compañeros.

En consecuencia mis notas eran malas, cada final de mes llevaba a casa siempre la misma hoja roja con los suspensos. Las notas eran de colores, los buenos, los que estudiaban, las llevaban azules, violetas los mediocres, los malos estudiantes rojas.

Yo quería fervientemente llevar a casa hojas azules y para eso tenía que estudiar, según nos decían los curas, pero yo no sabía estudiar, no sabía en qué consistía estudiar. Me sentaba frente al libro y leía y releía aquellos textos sin sentido para mí, una y otra vez, y me sentía como un ratón corriendo dentro de la noria, enloquecido, sin poder librarse de su prisión, no podía asimilarlo y mi único deseo era escapar, huir, romper aquel círculo y salir al exterior donde estaba la vida.

Y en realidad me gustaba aprender, todo me interesaba, me encantaba leer, pasaba por ser el que mejor leía en la clase, bueno, uno de los mejores, y en lectura en la única asignatura que siempre tenía la nota más alta. Por entonces, inconscientemente, comencé a desarrollar un gran interés por la lectura; descubrí una biblioteca pública en el barrio, en el colegio Cervantes en Cuatro Caminos, destartalada, con pocos libros pero suficientes para mí, en invierno con un frío que pelaba iba al menos dos o tres veces a la semana.

Aquél recinto casi solitario y silencioso era mi refugio y sobre todo otra forma de ausentarme de la realidad. De aquellos libros recuerdo que muchos de ellos eran historias heroicas de niños que ayudaban a los heridos en el frente, o que a través de la oración conseguían alcanzar un indefinido cielo de nubes de algodón y rayos de una intensísima luz que les bañaba el rostro. Otros, eran de guerreros medievales que hacían enormes sacrificios por el cristianismo o sus reyes. No me sentía atraído por ellos, me daban la misma impresión que los libros de texto que tanto odiaba.

Sin embargo de vez en cuando descubría lo que para mí eran verdaderos joyas, encontré en cierta ocasión revolviendo entre las estanterías varios libros de Saroyan, “El tiempo de tu vida”, “Mi nombre es Aram”, “La comedia humana” y uno que era mi favorito y que nunca he olvidado “Tu estás loco, papá”, corto pero muy entrañable.

A menudo alguien aparecía con varias bolsas de libros viejos que se apilaban en un rincón hasta que pasaran el exámen a voleo de la señora que estaba a cargo del local y que a mí me daba la sensación de que no entendía demasiado de libros porque los admitia o descartaba por la impresión que le daban los dibujos de las portadas, si el libro mostraba a una señora fumando, o a una pareja dándose un beso, o llevaba una bandera o símbolo ajeno a los establecidos oficialmente en todo el país, terminaba en la basura. Por el contrario los libros que tenían una apariencia neutra, sin grandes alharacas tipográficas, solían ser bien recibidos y colocados en las estanterías aunque en el escritorio de la bibliotecaria había varias listas oficiales bastante amarillentas y borrosas de libros prohibidos que raramente se tomaba la molestia en consultar para beneficio de los pocos lectores que salpicábamos la lóbrega sala de lectura.

Así, pasaba muchas horas leyendo a Salgari, Verne, Defoe y todo lo que al buen tuntún caía en mis manos y que me pareciese interesante, poco a poco fuí descubriendo a Quevedo, Leopoldo Alas, Baroja, Oscar Wilde, Charles Dickens, Emilia Pardo Bazán, Larra y hasta alguno de Ramón del Valle Inclán que no estaba, al parecer, muy bien visto por las autoridades.

Mi hermano compraba unos libritos minúsculos de la Colección Pulga y tenía una maleta llena de ellos, tocaban mil temas diferentes que nos estimulaban las ganas de conocer más, de saber más cosas. Nuestras lecturas abarcaban un batiburrillo de lecturas desde Tartarín de Tarascón hasta Guerra y Paz pasando por unos librotes de Jaime Balmes que me parecían un tostón y a duras penas entendía pero me forzaba en leer convencido de que me ayudaría a disciplinarme como lector.

También eran frecuentes nuestros paseos a la calle Artistas donde todos los días abría sus puertas una tienda de préstamo de novelas y tebeos que se encargaba de distribuir equitativamente todas las miasmas adheridas al papel impreso hasta el último rincón del barrio de Cuatro Caminos: Marcial Lafuente Estefanía, Corín Tellado, Zane Grey, Diego Valor (el piloto del espacio) La Pequeña Lulú, El Capitán Marvel, Mandrake…Hipo, Monito y Fifi, Florita, Supermán, Aquamán, Batmán, El Llanero Solitario, Hazañas Bélicas, El Coyote y muchos más.

Transcurrió así un año entre las clases, los castigos, y los recreos en aquel raquítico patio polvoriento donde no hice amigos y me limité entre bofetada y bofetada a sentarme en algún rincón a observar la vida de los gitanos que habitaban las chabolas y las cuevas de los próximos desmontes.

Naturalmente nunca fui Cruzado Eucarístico, ni ganas, me perdí la capa blanca y la espada de madera y la procesión al frente de las huestes del colegio a la misa de los domingos en la iglesia de Los Ángeles en Cuatro Caminos.

Al finalizar las clases en junio ocurrió lo inevitable el hermano director llamó a mis padres y les informó que no había pasado el ingreso, que no se podían hacer carrera conmigo, que era un borrico no merecedor de sus atenciones y que no me querían ni siquiera para presentarme en septiembre.

Así que mis padres, muy disgustados, me tuvieron que cambiar de colegio.

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