martes, 16 de junio de 2009

17 - LA MATANZA




1953

Se estrena el serial radiofónico "Diego Valor".

Pepe Iglesias "El Zorro" llega con sus sesenta y cuatro personajes distintos a la radio española.

Alfredo Di Stéfano juega su primer partido en el Real Madrid.


Estuvo toda la noche nevando con fuerza y al toque del silbato y las palmas de las auxiliares para que nos levantáramos nadie se hizo el remolón y la algarabía y el alboroto por la llegada de la nieve tuvo ocupadas a todas las monjas y auxiliares que no podían controlar los saltos en las camas, las caras pegadas a los cristales y las carreras por los pasillos.

Desfilamos al comedor y después de rezar las oraciones de la mañana y tomar el pan migado con la malta, los hermanos Monedero, Carlos Fenollar y yo nos dirigimos a la cocina tal y como nos había mandado Sor Pilar.

Al entrar, en un rincón, estaba sentado Mauricio con su hermano que tenía una tienda de ultramarinos en el pueblo y aparecía por el preventorio siempre que había algún trabajo que necesitase de otros brazos. Nos hizo una seña para que nos acercáramos, estaban los dos alegres y con las narices coloradas por la fría mañana y los vasos de orujo que calentaban con las manos.

En la amplia cocina las auxiliares y algunas hermanas con la toca recogida con unas horquillas y grandes delantales blancos iban de un lado a otro lavando y secando peroles, cazuelas y sartenes, un gran caldero de cobre que tenían que coger entre dos y que llevado a la pila grande se limpiaba a fondo con vinagre y sal gorda, también varios barreños de barro, cazos, cuencos, baldes y tablas de madera para cortar. La señorita Concepción, llenaba varios cuencos con pimentón, canela, sal fina y gorda, pimienta, orégano, clavo y cominos.

Dos hermanas junto a la gran ventana que daba a las praderas y el campo de fútbol, rezaban muy quedas llorando sobre un montón de cebollas que iban cortando en una gruesa tabla de picar mientras la nieve seguía cayendo silenciosamente. Muy cerca, otra novicia desembazaba una gran cantidad de cuchillos de todos los tamaños con ayuda de la chaira. Estaba ya picado el pan y dispuestas agujas e hilo para coser las morcillas, los chorizos y los obispos. Sor Pilar, como capitana de toda la maniobra, iba de un lado para otro dando órdenes y anticipando tareas.

Mauricio y su hermano estaban cada vez mas parleros a medida que sus vasos se iban vaciando, Sor Pilar les echó una mirada y se fue hacia el rincón donde estábamos todos esperando.

- Bueno, qué, se deciden ustedes o se van a quedar aquí toda la mañana viéndolas venir – dijo Sor Pilar, muy castiza, poniéndose en jarras.

Los dos hombres dieron un respingo y diciéndonos que nos fuéramos con ellos, salimos todos a la huerta.

La nieve había parado y sólo de vez en cuando alguna ráfaga de viento traía copos helados dispersos, pisando sobre la nieve endurecida llegamos hasta la cochiquera seguidos por Sor Pilar, Sor Encarnación y una auxiliar que llevaba un barreño grande en los brazos.

Estaban allí los cuatro cerdos hozando apaciblemente, insensibles a la nieve caída, tres de mediana talla y un cuarto, muy grande a nuestros ojos, que había sido separado de los otros tres y al que Mauricio no alimentaba desde el día anterior.

Cerca de la puerta, Mauricio y su hermano, mientras los chicos nos levantábamos y desayunábamos, habían estado barriendo y limpiando de nieve un trozo del cobertizo, extendido una cama de paja y colocado un tajo de madera, un par de cuchillos, unas sogas y un gancho grande además de una carretilla y algunos otros aperos. También habían preparado un fuego que ya tenía un buen rescoldo y al que añadimos mas leña.

Los dos hombre se quitaron las chaquetas de pana, se arremangaron y el uno con el gancho en la mano y el otro con una soga, abrieron la puerta de la pocilga y se fueron para el cerdo, mientras las hermanas, la auxiliar y nosotros cuatro nos quedábamos atrás, junto al fuego.

El cerdo, tranquilo aún en su mundo apacible y vital, tan pronto les vió venir comenzó a gruñir y revolverse, Mauricio le pasó la soga por el cuello, la apretó y sujetó el otro extremo fuertemente con las dos manos. Su hermano, sin pensárselo dos veces, empleando toda su fuerza y de forma certera y rápida le clavó el gancho en la papada, con lo que el animal comenzó a dar fuertes gruñidos y a recular mientras ambos tiraban de él poniendo todo el empeño, arrastrándole poco a poco, con gran esfuerzo, hasta superar la puerta y tenerlo cerca del tajo.

Cabeceaba y daba unos fortísimos y estridentes chillidos barruntando las aviesas intenciones de los hombres, uno de los hermanos Monedero se puso a llorar a moco tendido y el otro se quedó pálido súbitamente, Sor Encarnación les dijo a gritos que se fueran a la clase, cosa que pusieron en práctica perdiendo el culo de vuelta a la cocina.

Carlos y yo movidos por alguna fuerza extraña nos fuimos hacia el cerdo antes que las hermanas nos disuadieran de ello. Carlos tiraba de la cola y yo empujaba junto a los dos hermanos que soltaban más de una blasfemia, sudorosos, apretando los dientes y con todos los músculos en tensión.

Mauricio dando voces dijo,

- ¡A la una, a las dos y a las tres, arriba con él!

Y entre todos, uniendo nuestros esfuerzos, conseguimos tumbarlo de costado sobre el tajo. El cerdo cabeceaba y daba patadas que más de una vez nos hizo sentar de culo a Carlos y a mí. Mauricio, apretando la cuerda con toda la fuerza que podía, palpó la papada del cochino para encontrar el lugar exacto donde clavarle el cuchillo. Miró para atrás he hizo una seña a la auxiliar que, entre las dos monjas, sostenía el barreño petrificada. Como no respondía y Mauricio gritaba forcejeando con el animal, arrancó Sor Pilar el barreño de las manos de la joven y se fue al lado de Mauricio a toda prisa.

Sin pensarlo más, clavó el cuchillo brotando un chorro de sangre con tal fuerza que empapó la cara, la toca y el halda de Sor Pilar que rápidamente acercó el barreño removiendo la sangre con una mano para que no se cuajase.

Llenaron así el primer barreño y siguieron con un balde mientras seguíamos sujetando al cerdo por las patas delanteras y traseras, sus agudos gruñidos dejaron paso a fuertes resoplidos que auguraban ya la agonía del animal.

Mientras Sor Pilar se limpiaba con un pañuelo la sangre de la cara, que se empezaba a coagular, nos ordenó que llevásemos a la cocina el barreño y el balde humeantes con ayuda de la carretilla.

Así lo hicimos volviendo a toda prisa, el cerdo había pasado ya a mejor vida y ya los hombres habían bajado el cochino del tajo y lo estaban colocando panza abajo, con las patas abiertas, sobre la paja extendida. Ayudamos a cubrirle con la paja y el hermano de Mauricio acercó lumbre prendiendo por varios lugares.

Comenzó a chamuscarse el cerdo dejando alrededor nuestro una humareda de olor desagradable y todos, más relajados, hablábamos a la vez, mientras Mauricio con un manojo de paja ardiendo chamuscaba las orejas, las patas y las pezuñas, así como todos los rincones del animal. Al cabo de un rato ya estaba el cerdo chamuscado después de darle la vuelta y hacer lo propio con el vientre.

La auxiliar, recuperada del susto, se afanaba diligentemente en limpiar el animal con un gran escobón de todos los restos de paja quemada y una vez hubo terminado, los hombres lo levantaron por las patas y volvieron a colocarlo sobre el tajo, ponderando, entre risas, el tamaño y la fuerza a la que habían tenido que enfrentarse.

De nuevo Carlos y yo, jadeantes, fuimos y venimos varias veces a la cocina trayendo en la carretilla baldes de agua muy caliente que las hermanas y la joven auxiliar iban rociando abundantemente sobre el cerdo mientras Mauricio y su hermano raspaban y limpiaban la piel chamuscada.

Nos habíamos olvidado por completo de la nieve que ahora volvía a arreciar, pero ya habían terminado de limpiarlo y levantándolo entre todos sobre el tajo, atravesado entre dos carretillas, conseguimos llevarlo como pudimos hasta el cobertizo y allí le pasaron una soga por el hueso de la parte trasera y lo colgaron por medio de una trócola a una viga sujeta por fuertes troncos que para esa función había sido preparada hacía años.

Carlos mientras tanto sujetaba una cazuela entre los dientes del cerdo para recoger toda la sangre que seguía deslizándose por el vientre del animal. Acercó una gamella Sor Encarnación y el hermano de Mauricio con un cuchillo muy afilado abrió el vientre y de él cayeron en cascada humeante todas las vísceras añadiéndose los pulmones, el corazón y el hígado. Puesta la gamella sobre la carretilla, volamos de nuevo Carlos y yo hacía la cocina en donde las monjas y las auxiliares se hacían cargo de ello y nosotros volvíamos a toda prisa para no perdernos ripio.

- ¡Pues esto ya está! - dijo Mauricio, colocando un palo entre las patas delanteras para que el cerdo quedara abierto en canal y así pudiera orearse durante toda la noche.

Mauricio y su hermano comenzaron a ponerse las chaquetas de pana porque ya habían pasado los calores de la refriega y el frío se hacía notar, sacaron la petaca y comenzaron a fumar satisfechos.

Sor Pilar y Sor Encarnación se fueron a cambiar los hábitos porque no podían presentarse delante de los niños con aquellos cuajarones de sangre.

La joven auxiliar nos mandó recoger todos los utensilios, los cargamos en una carretilla y nos fuimos para la cocina, los dos hermanos también, lentamente, charlando y gesticulando sobre la fuerza del cerdo, se fueron para la cocina. Era la hora de comer.

El preventorio ya había comido y todos los niños echaban la siesta en el comedor, con la cabeza apoyada sobre los brazos encima de las mesas. Nos sentíamos privilegiados de haber tenido la suerte de ser elegidos y escaparnos de la rutina del resto.

Entramos en la cocina donde hacía un calor muy agradable, nos sentamos en la mesita donde comían las cocineras y enseguida se sentaron también Mauricio y su hermano que habían sacado un porrón de vino no se sabía de donde porque Sor Pilar, como madre superiora, no dejaba que se bebiera vino excepto en ocasiones muy especiales, y ésta debía de ser una de ellas porque por la mañana los hombres se echaron al coleto sus vasitos de orujo y Sor Pilar hizo la vista gorda y no dijo ni una palabra.

Estaba la cocina en plena ebullición, algunas mujeres terminando aún de fregar todos los cacharros de la comida del Preventorio, otras haciendo un refrito con manteca y cebolla picada, mientras el arroz cocido se dejaba enfriar cubierto con un trapo. Todos los mondongos estaban siendo lavados concienzudamente y puestos a secar sobre una de las tablas de picar. Las tripas cortadas en trozos, cosidas por un extremo y cocidas en agua con sal, esperaban ya el relleno de las morcillas.

Lucía, la más joven de las novicias, siempre riendo y correteando con los niños, nos puso delante platos y cubiertos y volvió con una sartén humeante en la que se habían sofrito trozos de hígado, papada y sangre con mucha cebolla y que repartió entre los cuatro, poniendo el doble en los platos de los hombres. Tras colocar en el centro un cuenco con tomates cortados y guindillas bien aliñados con ajo, se fue a continuar sus tareas.

Mauricio y su hermano, entre risas y tragos del porrón y con un hambre de lobos después de una mañana de tanta brega, comían a dos carrillos acompañando el sofrito con grandes trozos de pan de hogaza. Carlos y yo mirábamos en lo que había quedado aquel gran cerdo al que solíamos ir a alimentar con cardos tiernos, patatas, remolachas y una mezcla de agua con salvado y no nos llegaba la camisa al cuerpo.

¡A comer! - ordenó risueño Mauricio, viendo que nos lo pensábamos tanto.

Una vez tomado el primer bocado, nos vino el hambre de repente y olvidándonos de todo comimos rebañando el plato con trozos de miga hasta que quedó limpio como la Patena.

Apareció Sor Pilar en la cocina, con hábitos resplandecientes, limpísimos y recién planchados y después de dirigir una leve sonrisa a nuestra pequeña mesa del rincón, se enfrascó en la tarea de dirigir todas las faenas.

Listo el sofrito de manteca y cebolla picada, una de las hermanas de más edad, experta en las mezclas, lo pasó a una cazuela muy grande, añadiendo el arroz y a ojo de buen cubero, afinado a través de la experiencia de los años, fue añadiendo cominos, clavo, canela, pimienta y sal al tiempo que otra hermana vertía la sangre batida con sopas de pan. Revolvió todo ello lentamente con una pala de madera y otras auxiliares, sentadas alrededor de la cazuela se afanaban en llenar las tripas con el mondongo. Preparadas las morcillas se pinchaban con una aguja y se echaban al agua hirviendo mientras otra hermana espumaba la superficie del caldero de cobre. Observábamos todo desde nuestra mesa y la atención se me iba con la digestión, el calorcillo de la cocina y las aventuras vividas durante la mañana. Sacaron las morcillas del agua una vez que consideraron que estaban en su punto y las extendieron en la mesa para que se oreasen antes de colgarlas en varas en el techo de la cocina.

Con éstos trajines se echó la tarde encima, oscurecía en el campo y la nieve seguía cayendo plácidamente, Carlos y yo volvimos de mala gana con el resto del preventorio que empezaba el rezo del rosario dirigido por Sor Carmen.

En el vestíbulo o entrada al comedor varias auxiliares arrodilladas ante baldes de agua humeante lavaban los pies de los niños que ordenadamente se levantaban por filas para, una vez secados, volver a su sitio en el rezo del rosario. Así pasó el resto de la tarde hasta la hora de cenar, desfilar a los dormitorios y apagarse las luces al toque de silencio.

Esa noche tardé mucho en dormirme, oía los pasos de la monja andando quedamente por el pasillo del dormitorio, la respiración y las toses de los demás compañeros, me quedaba a ratos dormido, y a ratos me despertaba y en el duermevela el cerdo era perseguido por Mauricio y su hermano que llevaban uniformes de la Guardia Civil, le apresaban y por la fuerza le hacían arrodillarse frente a los noventa niños del preventorio que se reían y daban saltos mientras un falangista de bigotito fino se quitaba el cinturón, lo enroscaba en la mano y con la hebilla del yugo y las flechas le golpeaba una y otra vez en la cabeza y la espalda y el cerdo sin comprender nada, me miraba con sus pequeños ojos redondos que lloraban. Y lloraban.

La intensa luz blanca del reflejo de la nieve invadía el dormitorio cuando nos levantamos y nos dirigimos en fila a los lavabos, seguía nevando y el paisaje se iba borrando convirtiéndose en una gran mancha blanca que aquietaba los sonidos. Volvimos Carlos y yo a la cocina después del desayuno, muy contentos de que nos quisieran otra vez para ayudar en la matanza y poder librarnos de la monotonía de las clases. Allí estaban, en su rincón, como si no se hubieran ido desde la tarde anterior, los dos hermanos dispuestos para seguir la tarea, y ya la botella de orujo daba sus últimos coletazos, vasito va y vasito viene.

Salimos de nuevo al huerto dirigiéndonos al cobertizo, los dos hombres cubiertos con sacos y Carlos y yo envueltos en las capas y con las boinas bien caladas. Juntamos leña y preparamos un agradable fuego barriendo primero la nieve que se había colado durante la noche, luego pusimos en fila varias cacerolas, baldes y fuentes de barro, entretanto los hermanos descolgaron el cochino de la viga donde se había oreado durante toda la noche, y lo colocaron sobre el tajo. Mauricio desenvolvió unos papeles de periódicos donde llevaba unos cuantos cuchillos de diversos tamaños para destazar al animal. Carlos y yo esperamos junto al fuego mientras los hombres, agachados al lado del cerdo manejaban con habilidad los cuchillos.

Primero le cortaron la cabeza con unos golpes certeros y acerqué un balde para que la depositaran en él. Después fueron lentamente dividiéndolo en dos mitades por el espinazo y luego, de cada mitad cortaron los lomos, los costillares, jamones y solomillos que nosotros fuimos depositando en los cubos y cazuelas.

Después de trocear los perniles de tocino estaba ya la tarea lista nos sentamos un momento alrededor del fuego mientras los dos hermanos fumaban y seguíamos viendo caer la nieve.

En la cercana cochiquera los gorrinos se movían de un lado para otro gruñendo y hozando en los cubos de salvado mojado ajenos a la nieve y a la muerte de su hermano, llenos de exuberante vitalidad.

Volvimos hacia la cocina con las carretillas repletas dejando todo encima de las tablas de madera donde algunas cocineras y ayudantes apartaban las distintas piezas, carne, costillas, tocino, huesos, en distintos barreños.

Sentados, como el día anterior, en nuestro rincón, veíamos de nuevo a monjas y ayudantes afanándose en picar carne, escarnando bien los huesos, todo picado muy menudo mientras la monja vieja volvía a preparar el adobo, esta vez para los chorizos, en un barreño grande juntando, también a bulto, pimentón picante y dulce, sal, ajos machacados, cogollos de orégano y agua, y le iba añadiendo el picadillo que ya formaba un gran montón sobre la tabla de cortar.

Una vez que tuvo todo bien mezclado, preparó otro gran barreño con agua, pimentón, sal y orégano y mientras lo revolvía y Sor Encarnación partía y ponía a adobar los solomillos, los riñones, las tiras de lomo y los costillares, se despejaron las nubes y la luz del sol de invierno entró por las grandes ventanas de la cocina reflejándose en los cuchillos, las ollas, los calderos y las tocas de las monjas, dando vida a los colores de las especias, los embutidos y las carnes y arrancando un brillante destello del porrón lleno de vino tinto que, no sabíamos como, había aparecido otra vez en la mesa junto a Mauricio.

¡A comer! – dijo Lucía poniéndonos cubiertos y platos sobre la mesa y volviendo a escape con una sartén llena de tiras de lomo frito con dientes de ajo.

Ya no nos acordábamos del día anterior y los primeros ascos, aparte de que el lomo tenía mejor aspecto que el hígado y la sangre, y provistos de grandes trozos de pan, comimos en silencio mientras la actividad y el bullicio seguía en la cocina.

Llevaron los jamones, el tocino, los pies y las orejas a un cuarto contiguo para salarlos y mientras, se empezó a embuchar los chorizos, a preparar sartas de ellos para luego colgarlos en el cuarto de los jamones que estaba muy ventilado todo el año.

Hasta nosotros, entre todos los gratos olores que se mezclaban en la cocina, nos llegaba el de las mantecas troceadas en una gran sartén a las que se iba dando vueltas con un cucharón de madera mientras se derretían.

Terminamos de comer y vimos por la ventana de la cocina que habían dado recreo y todos los chicos estaban corriendo y tirándose bolas de nieve en el campo de fútbol.

Sor Pilar, a la que nada le pasaba desapercibido, se acercó a la mesa y mirándonos con sus ojos de superioridad nos dijo,

- ¡Hala, aquí ya habéis terminado! ¡Al recreo, que hace muy buena tarde!

Si por mí fuese, me habría quedado sentado en la mesa, viendo el ir y venir de las hermanas, participando de toda aquella actividad de la cocina, sentado entre aquellos dos hombres con olor a tabaco y a campo, viendo como disminuía el pequeño lago rojo del interior del porrón.

Nos levantamos Carlos y yo, cada uno con una naranja en la mano, y saliendo de la cocina me prometí que algún día aprendería sobre aquél mundo de especias y pucheros, de comidas y colores, de sabores y olores.

Salimos al huerto por la puerta de la cocina, un aire muy frío me golpeó la garganta inundando los pulmones, llevándose con él todas las esencias de la cocina.

Comenzamos a andar hacia el campo de fútbol, pelando la naranja con los dientes.

Y por la noche, muy cansado, me tapé hasta la cabeza con las mantas y comencé a pensar en las historias que nos contaba mi padre en nuestra casa de Madrid. Y ésta pasó a mis sueños y me quedé profundamente dormido.

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