
1950
Se inaugura el tren TALGO con un viaje de Madrid a Valladolid.
Se publican los tebeos de ¨ Hazañas Bélicas ¨.
Triunfa el anuncio radiofónico del ¨ Flan Chino El Mandarín ¨.
Primeros trolebuses en Madrid.
En Barcelona se constituye la SEAT.
El primer pitido lejano me hacía salir del sopor de la siesta. En un segundo me ponía los zapatos y salía corriendo hacia la parte de atrás de la casa y ya en el patio me encaramaba a la pequeña cerca de madera que lo rodeaba.
Al otro lado estaban las vías. Un pitido largo, dos cortos y otro muy largo me advertían de que mi padre subía hacia Medina conduciendo una máquina de vapor que arrastraba entre quince y veinte vagones.
Aparecía el mercancías subiendo la cuesta entre bocanadas de humo negro que expulsaba por la chimenea al tiempo que las bielas subían y bajaban en movimiento de vaivén, casi invisibles por el vapor blanco que rodeaba el cuerpo brillante y negro de la máquina. Al acercarse, mi padre, de pie en la plataforma, con su peto azul y su pañuelo rojo atado a la cabeza, la cara tiznada por el carbón y un mar de dientes blancos, me sonreía y con la mano derecha tiraba de la palanca del silbato: un pitido largo, dos cortos y uno muy largo...
- ¡hola Pepillo, dá de comer a los conejos, que no se te olvide! Y pasaba encaramado en aquella magia de cilindros, ruedas, pistones, vapor, fuego y agua, y tras él los vagones, que yo siempre contaba, golpeando con las ruedas en las uniones de los raíles. Luego el tren giraba mas allá del paso a nivel, hacia las vías de clasificación donde se detenía y le perdía de vista.
- Hoy me llevo al chico, voy a Valladolid- decía mi padre a mi madre en algunas ocasiones. Tenía una cesta de mimbre en la que mi madre le ponía una tartera con comida y vino. Cuando hacía largos recorridos las sábanas para dormir.
A la vuelta de los viajes traía la cesta llena de lo que diera la región: garbanzos, arroz, alubias, un buen pan blanco, aceite, chorizo y a veces café. Mis hermanos y yo nos juntábamos a su alrededor felices de ver aquella abundancia.
Cogido de su mano cruzábamos el paso a nivel y las vías y nos dirigíamos al depósito. Allí, las máquinas, alineadas en las plataformas circulares eran clasificadas esperando sus nuevos destinos.
En el interior dos o tres máquinas que eran reparadas al mismo tiempo, parecían aun más grandes. Levantadas por enormes grúas enseñaban el laberinto de sus tubos y mecanismos, los tubos del humo, la caja del fuego, los pistones, ejes, válvulas y rejillas. Algunas piezas lubricadas por el aceite mostraban su pulimentada perfección. Otras estaban desgastadas por la herrumbre, negras y sucias por el carbón.
Me ayudó a subir el alto estribo de la máquina que ese día tenían asignada y después de unas maniobras salimos hacia Valladolid.
Permanecía muy quieto junto al tender y no moverme durante todo el camino, porque era peligroso y mi padre y el fogonero tenían que trabajar.
Había muchos trapos por todas partes con los que abrían y cerraban válvulas, bombas y manómetros. De vez en cuando abrían la puerta de la caldera y echaban unas paladas de carbón de piedra al fuego intensamente blanco del interior. El espacio era reducido y el tren se bamboleaba conforme al trazado de las vías. Mi padre y el fogonero se movían por la plataforma con las piernas un poco abiertas como hacen los marineros.
El trayecto era corto pero tardábamos todo el día en ir y volver porque tenían que parar a veces durante una o dos horas en vías de clasificación, apeaderos e incluso en medio del campo.
En una de estas paradas sacaban de las cestas la comida y mi padre siempre me daba a probar un vasito de vino, sentado junto al tender comía chorizo cortándolo con una navajita sobre un pedazo de pan candeal, mi vista se perdía en el horizonte ancho y profundo de Castilla, salpicado de pinos, aldeas, castillos e iglesias a los que la vista casi no llegaba.
Las exudaciones de los campos bajo el calor intenso, mezcla de mieses y pinos junto al olor de fuego del carbón y los vapores de la máquina que traía el vientecillo, era la sensación mas embriagadora que uno pudiera concebir.
Al atardecer regresábamos a Medina arropados por el sonido acompasado de las bielas, el cielo se oscurecía y las primeras estrellas se asomaban a Castilla para acompañar la noche que ya envolvía los campos. El relente hizo su aparición y mi padre echó sobre mis hombros su sahariana azul.
Otras veces, cuando se ausentaba durante varios días, en viajes largos por España que le llevaban a recorrer Andalucía o las tierras del norte por el paso de Pancorbo, Miranda de Ebro y la Rioja feraz, o llegaba a Barcelona - Término y antes de ir a dormir al depósito recorría la Barceloneta en donde compraba monchetes servidas en cucuruchos de papel, mi hermano y yo paseábamos hasta la estación en donde nos sentábamos a ver pasar los trenes, los expresos que iban hacia el norte, los que bajaban a Madrid, los largos mercancías que dejaban un intenso olor a bacalao.
La gente subía y bajaba deprisa. Hombres y mujeres cargados de cestos y carritos ofrecían su mercancía de bocadillos, tortas de anís, magdalenas, botellas de gaseosa y cervezas a los viajeros que se asomaban a las ventanillas. Muchos iban a la cantina a tomar un café en los pocos minutos de la parada. Y alguno se despistaba y perdía el tren.
Los trenes largos eran arrastrados por dos enormes máquinas de vapor que mi padre llamaba “pasamontañas”. Los maquinistas bajaban a estirar las piernas y mirar con ojo experto alguna válvula o punto de engrase. Algunos obreros de la estación recorrían el tren de punta a punta con un martillo de bola de mango largo con el que golpeaban ciertos puntos de los ejes y las ruedas y por el sonido sabían si todo estaba en orden y no había grietas o fisuras.
Y naturalmente, acompañando cada viaje, estaba la policía social que aunque iba de paisano todo el mundo reconocía al primer vistazo por su bigotito recortado y la gabardina. Solían quedarse al pie del vagón, fumar un cigarrillo y subir de nuevo al tren cuando ya se había puesto en marcha, pedían los carnets de identidad y confraternizaban al fondo del vagón con el interventor.
También estaba la pareja de la Guardia Civil que a veces escoltaba a un pobre hombre esposado camino de alguna prisión y las más permanecía en el andén, con el Mauser o el naranjero al hombro, hasta que arrancaba el tren y se sentaban serios y callados en cualquier rincón del vagón, con sus tricornios y uniformes verdes, signos de autoridad, pero reflejando en sus caras las jornadas duras del ir y venir sempiterno, las noches en vela, los bajos salarios, el sentirse rechazados por gran parte de la población.
Desde el banco de madera en el que estábamos sentados asistíamos a todo éste espectáculo hasta que el jefe de estación levantaba el banderín y tras el sonido del silbato el tren partía y los andenes quedaban silenciosos y solitarios.
De repente, todo había desaparecido, entrado en otra dimensión, sólo la presencia de un mozo empujando un pesado carro de madera rompía la quietud de los andenes iluminados por bombillas mortecinas.
Pero nosotros seguíamos sentados en el banco, era todavía pronto para ir a casa a cenar, y al fondo del andén, sobre las vías, un triangulo de luces brillantes anunciaba la llegada de otro tren y con él otro espectáculo gratis para nuestros ojos, siempre renovado, siempre diferente, interpretado por los mejores actores, aquellos que no saben que lo son, las gentes que, como mi hermano y yo, formábamos parte de un guión fugaz, como los trenes que llegaban y partían de Medina del Campo.
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