
1957
La perra Laika es enviada al espacio en la nave Sputnik 2
Se publica el álbum de cromos ¨ Sisi Emperatriz ¨.
Estalla una revuelta armada en Ifni que obliga a intervenir a las tropas españolas.
Al volver del colegio y mientras esperaba que estuviese la comida, me quedé en la puerta del comedor donde mi padre cambiaba un cristal de una de las hojas de las puertas del balcón.
El portero, el señor Barahona, vestido de mono azul, abultada barriga, colilla chupeteada en la comisura de la boca semioculta por la falta de afeitado, daba órdenes y consejos de como colocar el cristal, mientras mi padre lo sujetaba al marco con algunas puntas.
- ¡Cuidado señor Satur! ¡Mucho cuidado, se puede usted cargar el cristal!- decía, mientras mi padre le miraba de reojo seguramente pensando que le ayudaría más volviéndose a la portería.
- ¡El martillo! ¡Cuidado con el martillo!- seguía diciendo mientras revoloteaba alrededor tratando de controlar la situación.
Mi padre acabó de colocar los clavitos y estaba sobando la masilla para rematar el borde del cristal y el marco cuando Barahona, continuando con sus advertencias, alargó la pierna para situarse al otro lado de la puerta, calculó en corto y hundió el pie en el mismísimo centro del cristal ante la incredulidad de mi padre y mi mudo regocijo.
Vivíamos en el portal número siete de la calle Residencia. Cuando mis padres se trasladaron a ese edificio los alrededores eran campo abierto y las calles estaban sin asfaltar. Casi todas las casas colindaban con desmontes que conducían al Campo del Metropolitano sede del Atlético de Madrid, a la Ciudad Universitaria, y La Cuesta de las Perdices que podía verse a lo lejos desde las ventanas de mi casa y a la Dehesa de la Villa.
Por mi calle pasaban todos los días varios rebaños de ovejas y a eso de la hora de la siesta los botijeros con sus cargados burros rebosando de platos, tazas y botijos de Talavera y los mieleros que casa por casa ofrecían su mercancía de quesos de oveja, miel y arropes.
En la primavera aparecían los colchoneros que sacaban las amazacotadas envolturas de tela embutidas de lana, miraguano o borra a la calle, las abrían en canal y formaban pirámides que vareaban concienzudamente hasta que los copos quedaban mullidos y volvía a componerse el colchón cosiéndolo con esmero.
Los afiladores llamaban con su chiflo a que las vecinas bajaran con su carga de cuchillos para afilar. Los paragüeros – lañadores establecían su negocio ambulante en cualquier esquina y a su alrededor se apilaban un sinfín de cazuelas, pucheros y sartenes que esperaban pacientes su turno para ser restañados de agujeros y golpes producidos por el constante uso y abuso.
También pasaba cada mañana el trapero que, como su nombre indica, comerciaba con todos los pingos y harapos del barrio y extendía su negocio a todos los cacharros viejos, sillas, y objetos inútiles así como metal, cristal y todo tipo de quincalla.
Y de vez en cuando, para darle un toque más festivo al discurrir de la vida vecinal, aparecían tres o cuatro gitanos con una cabra y un mono que ponían en marcha su diminuto espectáculo consistente en ver subir a la cabra a lo alto de una escalera de tijera, y contemplar al mono dando piruetas y volatines mientras uno de los gitanos soplaba una estridente trompeta acompañado de otro que aporreaba un tambor y un tercero que se ocupaba en recoger el óbolo con el que los paisanos gratificaban o aceleraban el que los cómicos se marchasen con la música a otra parte.
En mi barrio había varias lecherías en donde se vendía la leche por litros y también algún queso fresco o de Burgos y yogures que sólo se tomaban en caso de enfermedad o problemas estomacales.
En realidad la lechería era generalmente vaquería, ya que en el mismo edificio de vecinos mantenían a las vacas estabuladas durante todo el año aunque de vez en cuando aparecía un camión en el que se llevaban o traían otras vacas de los pueblos limítrofes.
Esto era motivo de diversión para todos los chicos porque no era raro que alguna de las vacas, en el trasiego del camión, decidiese darse un paseo por su cuenta y se fuera trotando de portal en portal con los consiguientes gritos de los vecinos y nuestro regocijo general.
La más popular era la que estaba en la planta baja de nuestro amigo Pepe el de la Reme, adonde íbamos a jugar muy a menudo y montábamos circos y rifas con cajas de cartón viejas, ropas usadas, gorros y caretas de cartón que hacían las delicias de mi amigo Miguel.
Había también varias carbonerías casi siempre de asturianos, a donde nuestras madres nos mandaban a comprar astillas, carbón y picón para los braseros.
Cuando llegaron a vivir mis padres al número siete de la calle Residencia no encontraron en la vivienda ni puertas ni ventanas, los milicianos habían arrancado todo lo que pudiera quemarse para así mitigar las largas horas del crudo invierno madrileño. Hacían fuego dentro de los pisos y por quemar, quemaron hasta la caja del ascensor.
Tuvieron que ingeniárselas para tapar las ventanas con cartones, mantas y cualquier cosa que evitase las corrientes gélidas del Guadarrama.Y aunque la cocina permanecía encendida todo el día y la casa era pequeña, en el saloncito donde comíamos flotaba el vaho que salía de nuestras bocas al hablar.
Una prima de mi madre, que tenía su piso en Sotomayor, en la avenida de la Reina Victoria y que venía a casa de vez en cuando, al entrar en el portal decía siempre: ¡Hay hija, en ésta casa huele a pobre! Y no le faltaba razón.
Para los que vivíamos allí el olor a pobre podía clasificarse bajo un abanico amplísimo de sensaciones olfatorias que iban desde el olor más pútrido proveniente de los patios interiores y los registros de los desagües a los aromas de condumios cociendo lentamente en las cocinas de carbón.
Al entrar en el portal era una constante el olor a meados de gato. Como el ascensor casi nunca funcionaba, y es curioso que siendo la casa más humilde de la calle sin embargo era la única que lo tenía, había que subir nueve de cada doce meses andando.
En el bajo y la entreplanta era difícil discernir entre el aluvión de olores luchando por destacar. Se mezclaban en un común denominador de humedades antiguas. El sótano daba una sensación de pozo oscuro debido en parte a que el ingenio permanecía roto en el fondo del hueco aproximadamente la mitad del año impidiendo la entrada de la luz de la calle.
Afortunadamente para los vecinos del bajo, los otros seis meses el ascensor quedaba empotrado en el techo del sexto piso entre los rasillones y el falso techo de escayola y entramado de cañas.
El bajo era en realidad un sótano. La única ventaja de sus inquilinos era poder disponer del patio de luces para colgar la ropa a secar, aunque comportaba ciertos riesgos. Cada vez que iban a recoger o colgar la ropa o a regar las plantas que lo llenaban, tenían que mantener un ojo en su labor y otro en las alturas, en el retazo de cielo que iluminaba el patio por encima de sus cabezas ya que los vecinos acostumbraban a desembarazarse de todas las piltrafas, cabezas de pescado, tripas, espinas y otras porquerías envolviéndolas en hojas de periódico y lanzándolas al vacío que, por efecto de la gravedad, terminaban despachurrándose en el patio.
Por más que los vecinos del bajo trataran de identificar al perpetrador, que naturalmente sopesaba primero las consecuencias de su acción y actuaba con impunidad escondiéndose y cerrando su ventana quedamente, no lograban conseguirlo y tenían que conformarse con proferir gritos, palabras malsonantes y resignarse a recoger la basura y esperar mejor suerte la próxima vez.
En la puerta de la izquierda vivían mis amigo de Cebreros, cuatro hermanos, los abuelos y los padres que con el oficio de camarero él y la ayuda de la costura de ella trataban de sacar adelante la casa.
El abuelo don Enrique, delgado, siempre pulcro y de traje, solía pasar largas horas de su existencia apoyado en la puerta de entrada del inmueble fumando y viendo pasar el mundo casi siempre acompañado por alguno de los chicos que perdíamos el tiempo dándole palique mientras comíamos la merienda o desgastábamos un hueso de albaricoque friccionándolo contra el chapado de granito de la casa para hacernos un pito.
Don Enrique era un gran filósofo que me hizo profundizar en la bagatela que a la larga significa nuestro paso por éste perro mundo, disquisiciones filosóficas a las que era proclive y que unos años más tarde se me materializarían en aquello que se dio en llamar "Angustia Existencial".
La abuela, esposa de don Enrique, aparte de mirar contra el gobierno, y estar la pobre corcovada a resultas de la edad y los achaques lo que le daba un aspecto de bruja era sin embargo una señora de muy buen corazón que miraba por todos los de su familia extendiendo su cariño a los demás vecinos.
Vestía perpetuamente de negro añadiendo toquilla zaína en los meses del invierno, su hija, madre de mis amigos, era pequeña y de aspecto frágil, dispuesta para todo y un azogue subiendo y bajando a sus tareas, porque además de coser preparaba pucheros de comida para el bar de Martín en la esquina, donde almorzaban los obreros de los alrededores.
Enfrente vivía Paco el Sereno con su mujer Emilia y su hijo Paquito. Don Francisco era un asturiano que ejercía en su inmigración a la Villa y Corte uno de los dos oficios típicos de sus compatriotas, el otro era el de carbonero.
Corpulento y sonrosado, cancerbero bonachón y alegre que conocía la vida y milagros de todo el barrio, especialmente de aquellos a los que la crápula o los trabajos nocturnos les hacían llegar a sus casas a altas horas de la noche, sabía tener una palabra discreta o una somera reconvención oportuna que nunca ofendía y hacía crecer su estima en íntegros y calaveras.
En la segunda mitad de los años sesenta un desalmado le descerrajó un tiro a bocajarro hiriéndole gravemente en el estómago. Se recuperó, pero después de este suceso se quedó muy delgadito, perdió parte de su vitalidad y ya no fue el mismo.
En la puerta de la derecha se hacinaban El Maera, también llamado pintor de la escalera, con sus tres hijos, Isabel, Rosa y Pepe Trócoli, su esposa, la Señora Adelaida y la abuela doña Isabel.
Vivían en menos de treinta metros cuadrados, con ventanas al nivel de la acera por lo que tenían siempre puesta la luz eléctrica. No tenían cuarto de baño, al igual que muchos de los vecinos, y solamente un retrete estrecho. Para lavarse la cara se utilizaba la pila de la cocina y para abluciones más serias había que recurrir a un barreño, irse a las duchas públicas de Cuatro Caminos u olvidarse del asunto, opción ésta última bastante frecuente y que podía percibirse a poco que las circunstancias reunieran al personal en una estancia poco aireada.
La familia Trócoli hubiera sido inmensamente feliz viviendo en un submarino que, por lo que sé, tienen ducha, aunque sea canija y de vez en cuando salen a la luz del sol.
Lo de “Maera” le venía al padre de Pepe porque en cierta ocasión estaba alguien construyendo un chamizo con unas tablas y el apuntó: “Aquí hace falta más maera”. Así, desde entonces, todos le llamaban “El Maera”.
Se ganaba la vida como pintor de brocha gorda en el Metro y trabajaba sin descanso yendo y viniendo en su mono azul, con una escalera de madera y varios cubos de pintura.
El Maera era otro filósofo que hablaba con sencillez en su cordial acento andaluz de la vida y los arcanos que nos rodean aceptando la dicha de despertarse por las mañanas y los trabajos a los que nos somete el universo mundo. Tenía un toque mágico para la caricatura, dominaba el carboncillo y en otro tiempo, bajo otras circunstancias que no le hubieran tenido preso del día a día, hubiera podido destacar y ganarse mejor la vida.
En el primer piso estaban las hermanas Aymá, que eran telefonistas y su hermano pequeño, otro Paco, de la edad de mi hermano, revoltoso y dispuesto a cualquier aventura que exigiera coraje y dotes físicas. Él y mi hermano eran los deportistas del barrio, corrían y daban cabriolas mejor que nadie y también sabían dar saltos mortales, nadar y subirse a las ramas más altas de los frondosos árboles de la Ciudad Universitaria.
A su lado vivía don José Soriano con su esposa, de los que hablaré más adelante; los señores Soriano no tenían hijos y llevaban una vida apacible y discreta. Don José disponía en su vida de dos uniformes, durante la mañana y hasta después de la siesta el pijama de rallas, en las horas vespertinas el terno de paseo acompañado de sombrero y puro de los caros.
En el segundo olía invariablemente a cocido que, percibido al mediodía con la luz del sol traspasando la ventana del descansillo hacía que la subida de las escaleras se hiciese más prometedora y alegre.
Recuerdo en éste piso a un lechero del barrio, el señor Bernabé y enfrente a una viuda con su hija de buen ver, de las que no me vienen sus nombres. El señor Bernabé, soltero y propietario de una lechería en la calle de Los Vascos y de tres triciclos de reparto en los que se podía leer "Vehículo Isotérmico", cosa que nadie entendía pero que le otorgaba un caché y una visión de futuro muy apreciables, le hacía ojitos a la hija de buen ver.
Los ratos que la tienda le permitía los pasaba en conversaciones interminables con la vecina en el rellano de la escalera hasta que después de un tiempo las cosas fueron a mayores y les vimos entrar directamente a la casa de ella bajo la supervisión de la madre, en donde indudablemente se estaría más calentito y proclive a los negocios del amor.
Aquello dio resultado y se casaron y fueron felices y como el señor Bernabé podía a partir de entonces dedicarse por entero a sus tareas, prosperó y extendió sus actividades convirtiéndose en uno de los vecinos con más posibles de todo el barrio.
En el tercero parecía haber un amor por las acelgas, el repollo y la coliflor que no auguraban nada bueno. Aquellos vecinos parecían haber decidido de mutuo acuerdo no dejarse nunca ver en público, reinaba el silencio más absoluto y ni siquiera por las mañanas salía alguna vecina a preparar el brasero, de vez en cuando se oía el cerrar de una puerta y unos pasos quedos bajando la escalera pero si te asomabas a mirar sólo una sombra o una ligera estela de perfume o tabaco indicaba que los zombies del tercero se habían puesto en marcha.
En el cuarto, vivían dos hermanas de rompe y rasga que pertenecían a la Falange, poseedoras de espléndidas melenas de color azabache y cuerpos a los que no se les podía pedir más, sobre todo cuando se ponían la camisa azul y era una gloria ver como el yugo y las flechas navegaban en un océano de pechos palpitantes.
Flotaba en torno a ellas una tenue mezcla de talcos y perfumes muy agradable y yo estaba siempre al acecho para no perderme ninguna oportunidad de cruzarme con ellas en la escalera y deleitarme con su proximidad.
En la puerta de la derecha, justo debajo de mi casa, vivía Santines, amigo de mi hermano y su hermana María Juana o Marijuana con sus padres que eran de la provincia de Toledo, del pueblo de Camuñas, la madre chaparreta y alegre tenía un mirar descarado que me hacía bajar la cabeza a su paso, su marido trabajaba en el cobro de letras para un banco y era un falangista de pro, trabajador y poco dado a la cháchara vecinal, hacía su vida de forma silenciosa y discreta.
Así llegaba a mi piso, el quinto, donde se mezclaban los deliciosos perfumes de las tortillas de patatas de Charito, nuestra vecina de la izquierda, y los guisos Vascongados de mi madre que olían a gloria excepto cuando se le quemaban, cosa bastante frecuente, porque, como ella decía, se le iba el santo al cielo.
El único punto negro estaba en nuestras queridas vecinas las hermanas Romanitas. Ellas y sus correspondientes maridos eran amantes del marisco, dejaban los restos en un cubo de zinc en el descansillo durmiendo el sueño de los justos.
De todas formas sus posibilidades de acceso a los crustáceos eran muy precarias por lo que este tipo de olores estaba estrechamente asociado a la Navidad o a otras escasísimas celebraciones. De las queridas hermanas Romanitas también hablaré un poco más adelante.
Así llegábamos al sexto, que era donde invariablemente se empotraba el ascensor y donde permanecía durante meses. En el sexto sólo había dos puertas. En la de la izquierda vivía un taxista, el señor Victor, con su mujer Lina y sus dos hijos Carlitos y Rafita que eran considerablemente más pequeños que yo y por tanto traté poco.
Esta familia era también muy discreta y vivían apartados de la vorágine del comadreo de la escalera, el señor Victor era persona muy rodada, era natural, tratándose de un taxista, y solía acercarse brevemente a los grupitos de vecinos que perdían el tiempo indolentemente en el portal o en cualquier descansillo y proporcionarles un par de reflexiones sobre los arcanos de la existencia tras de las cuales hacía mutis por el foro como diciendo : “Ahí queda eso”.
En la puerta de la derecha vivían unas hermanas costureras que debían alimentarse del aire porque jamás había una brizna de olor a condumio. Vestían siempre de negro y eran muy buenas personas con un cierto toque monjil. Una de ellas parecía la versión femenina de drácula y yo me preguntaba si se procuraría el sustento por las mismas artes que el famoso vecino Transilvánico.
Mi madre les solía encargar trabajos de zurcir, dar vuelta a los abrigos y otras componendas que, por ser yo el pequeño, me tocaban por vía fraterna. No me quejaba. Tenía sus ventajas porque al cabo de dos o tres años de haber visto dichas prendas a mi hermano, les había cogido cariño y resultaba conmovedor y entrañable heredarlas.
Me gustaba mucho subir a su casa con mi madre. El cuarto de costura era muy acogedor, lleno de telas, maniquíes de madera desgastados por el tiempo, planchas eléctricas y algunas aún de hierro que tenían calentando todo el día en el fogón, dos máquinas de coser a las que con gran destreza imprimían velocidad con los pies, montones de patrones en papel de seda que a mí me resultaban inescrutables, muchas revistas de modas en blanco y negro o coloreadas, hilos y agujas de todos los tipos y tamaños, tarlatanas y piezas de tela, forros brillantes, hombreras, botes de botones, corchetes, alfileres e imperdibles.
Nos sentábamos alrededor de la labor y la señora Cándida, la hermana mayor, compensaba la ausencia de olores a condumio trayendo invariablemente una bandejita con figuritas de mazapán y una botella de anís Las Cadenas. No importaba que fuese julio o abril, los mazapanes y el anís nunca faltaban. Tenían puesta la radio del día a la noche y seguían todas las novelas, concursos, anuncios y diarios hablados sin perder ripio. Las mejores novelas se daban por la tarde, que era cuando mi madre subía, así que había que interrumpir la conversación para oír los capítulos. Esto se hacía de una forma natural.
Aunque estuviesen inmersas en una conversación, callaban de repente al inicio del serial y trabajaban en silencio sobre sus labores mientras aquellos actores radiofónicos que todos adorábamos desgranaban un torrente de pasiones que yo trataba de complementar con copitas de anís que me servía cuando, mirando en derredor, me convencía de que sólo sus envoltorios físicos permanecían en la habitación.
Me cansaba pronto y salía a la hermosa terraza de que disponían por vivir en el último piso, estaba llena de macetas y apiladas en un rincón una mesa y varias sillas envueltas en una tela de hule y que cada año, al llegar el buen tiempo, colocaban junto a las hortensias y geranios trasladando la labor a aquél pequeño jardín desde el que muy al fondo se podía ver la silueta azul del Guadarrama.
Pero aquella tarde hacía frío, me asomé a la barandilla y reconocí a algunos de mis amigos jugando en la calle, un empleado del ayuntamiento iba encendiendo las farolas, en la pequeña tienda del "Zapa" y mientras remendaba y echaba medias suelas a unos zapatos podía ver las sombras de su íntimo Saturno y otros colegas que pasaban media vida allí sentados charlando de fútbol, de chicas, de qué se yo…
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