
1957
El Ministerio de la Gobernación recuerda las disposiciones vigentes sobre trajes de baño: prohibido el uso de dos piezas para las mujeres y del slip para los hombres. Ellas deberán llevar el pecho y las espaldas cubiertos y usar falditas, y ellos, pantalones de deporte.
Francisco Ibáñez crea "Mortadelo y Filemón".
Mi barrio limitaba al norte con El Caño Gordo, al sur con el Fuerte Pepito, al este con la Glorieta de Cuatro Caminos y al oeste con La Ciudad Universitaria.
Lo cruzaba de este a oeste el tranvía número tres que traqueteaba desbocado a lo largo de la Avenida de Reina Victoria hasta su final en la Plaza de Gaztambide donde conductor y cobrador se bajaban a echar un liado para emprender de nuevo la subida del bulevar.
El tranvía era el yunque donde forjábamos las chapas de las botellas y algunas monedas, también nos servía para otro propósito. Al lado de la casa de mi amigo Miguel había una churrería donde acudíamos por las tardes para comprar los picos, así llamábamos a los trozos de churros y porras sueltos, revenidos y abirrondados, que nos largaba el churrero por cincuenta céntimos. Como estaban tan duros y correosos, los poníamos en fila en la vía del tranvía, al paso de éste quedaban reblandecidos y así podíamos hincarles el diente tan ricamente.
Parte de mis amigos vivían en ésta avenida y eso les confería un signo de distinción frente a los que vivíamos en la calle Residencia, más humilde y menos ruidosa. Por entonces circulaban muy pocos coches, tan pocos que Jesús, Mario y Quique, recién llegados de Cebreros, se sentaban en el bordillo de la acera a contar los que pasaban de vez en cuando.
Al portal colindante al mío, se entraba por la calle de Los Vascos pero muchas ventanas daban a la calle Residencia, y una de ellas, en el primer piso, era la del señor Montesinos, un caballero delgado, algo mayor, con bigotito recto señal de aviso de que se trataba de algún funcionario, militar o, de cualquier modo, alguien cercano al Régimen de Franco.
Entretenía muchas horas en la ventana fumando y observando lo que pasaba por el barrio. Casi todos los vecinos con ventanas a la calle hacían lo propio, con los codos apoyados en el alféizar.
Pero nosotros sabíamos que el interés del señor Montesinos no era el de ver a la gente si no el de vigilar y admirar su nuevo automóvil, el modelo Biscuter de fabricación nacional.
El Biscuter llegó de Francia para tratar de poner cuatro ruedas, aunque muy pequeñas, en la sociedad española. Costaba unas treinta mil pesetas, y eso era mucho dinero para un país paupérrimo sumido en una economía autárquica.
De todos modos para aquellos que no podían comprarse un coche de verdad sólo posible para estraperlistas y cargos del Régimen que tenían la suerte de tener una economía saneada el Biscuter era la solución y el signo externo de estar en una posición social desahogada.
Tenía un solo cilindro con el que era capaz de llevar a dos personas a sesenta kilómetros por hora, su carrocería de aluminio ayudaba en el intento y la sempiterna bravura y gallardía del pueblo español hizo que el paso de Los Pirineos, el Puerto de Navacerrada, El Escudo o Pajares, con frío y lluvia o la solanera agonizante del estío mesetario, fueran pan comido para vehículo y conductor. Bueno, mas o menos asi era la cosa.
Invertía el señor Montesinos muchas horas al día poniendo a punto el ingenio ayudado de una lámpara que su señora le alcanzaba desde la ventana del primer piso. A distancia, porque el señor Montesinos tenía muy mala leche y nos mantenía alejados de forma contundente, observábamos como pasaba el día hurgando en el diminuto motor, resolviendo quien sabe que arcanos de la mecánica, que alifafes del plato magnético.
Desde la calle pedía a voces herramientas a su mujer que, en cortas carreritas de la cocina a la ventana, se las iba pasando con aires de diligente enfermera complaciendo en todo al experto cirujano.
Tras concienzudo exámen de las partes ocultas del ingenio, el señor Montesinos daba unos pasos atrás, miraba el Biscuter con profunda seriedad sopesando su próxima decisión, nos miraba brevemente con el rabillo del ojo y finalmente se sentaba al volante decidido a afrontar el momento de la verdad.
Desde la acera de enfrente, sentados en el bordillo, los chicos permanecíamos en un silencio expectante. Arrancar el diminuto automóvil no era tarea fácil. Los primeros modelos no disponían del lujo de un motor de arranque, que fue incorporado en modelos posteriores mas perfeccionados, así que había que tirar de una palanca que impulsaba la rotación del plato magnético y por ende el encendido del motor. Nosotros estábamos al cabo de la calle de todos éstos intríngulis de la macánica.
El señor Montesinos agarraba con firmeza el mango de la palanca, contaba hasta tres, y tiraba con brío hacia atrás. Por un momento se oía algo parecido a unos tenues gargarismos procedentes de las entrañas del motor, luego, silencio.
Risotadas descaradas. Burletas y pataleos al aire. Silencio. Con los dientes apretados. Ignorando. De nuevo concentrándose. Tomando impulso. Fuerte tirón. Nada.
Abierto regocijo entre los chicos. Carcajadas acompasadas de empujones y puñetazos. El señor Montesinos hace un intento de levantarse del asiento y la tropa de chicos corremos despavoridos a refugiarnos en los portales vecinos.
Pero se acomodaba. Reflexionaba. Volvíamos quedamente a sentarnos en el bordillo. De nuevo nos miraba de reojo. Respiraba profundamente. Sin mover un músculo de la cara tiraba con saña de la palanca varias veces en un movimiento brusco de vaivén. Chapoteo en el motor. Parecía que quería arrancar, oíamos el diminuto pistón esforzándose, luchando por complacer a su dueño. Del tubo de escape emergía una suave neblina azulada. Dos o tres petardeos y una vez más fallaba el intento.
Despepite en el bordillo. Lloros de risa. Empujones. Mi amigo Miguel se meaba en los pantalones y lo comunicaba gozoso a los demás.
Bruscamente el piloto bajaba de la máquina. Desbandada general entre gritos y gestos de triunfo. Hierático, el señor Montesinos se volvía hacia la ventana y gritaba:
- ¡llave del nueve, llave del nueve!
Su mujer echa un manojo de nervios galopaba a la cocina en busca de la llave del nueve en la que quizá pudiera estar la clave de su armonía conyugal.
El señor Montesinos encendía otro cigarrillo, consultaba el manual del usuario y leía y releía mientras los chicos desde el portal de la Reme, varios números más arriba de la calle, cantábamos:
El cocherito leré
me dijo anoche leré
que si quería leré
montar en coche leré
y yo le dije leré
con gran salero leré
no quiero coche leré
que me mareo leré…
El Biscuter era tan ligero de peso que con la ausencia de la marcha atrás, bastaba levantarlo por la parte trasera para aparcarlo, cosa que frecuentemente realizaba nuestro señor Montesinos.
Terminaba éste su cigarrillo, lo aplastaba con el zapato, montaba de nuevo, tiraba de la palanca con fuerza y sí, ésta vez el sonido gangoso del pistón se crecía, luchaba, carraspeaba, expulsaba los malos aires de su interior, y alegre, llenaba la calle de gorgoritos y vibraciones de placer a lo largo y ancho de su diminuta carrocería de aluminio.
El señor Montesinos aceleraba triunfante, subía la calle hasta el cruce con Becerril, daba la vuelta, bajaba de nuevo hasta su ventana ignorándonos al pasar, efectuaba varias maniobras de aproximación y aparcamiento y una vez pegado al bordillo dejaba el motor en marcha mientras encendía otro cigarrillo. Era su momento mágico, su triunfo absoluto y nuestra retirada en busca de nuevas fuentes de entretenimiento. Pasado un rato volvía a la ventana de su casa encendía un nuevo cigarrillo y su espíritu volaba con el humo del tabaco en ensoñaciones de carretera navegando su amado Biscuter.
Estaba también "la tartana el Chirri” que aparcaba frente al número doce y era un Ford de entre los años veinte y treinta que a pesar de su evidente decrepitud aún funcionaba los domingos por la mañana para llevar a la familia entera a las capeas que toreaba el hijo pequeño al que todos llamábamos “torerín” cosa que a los padres les sentaba muy mal.
El padre, cuya fisonomía estaba a medio camino entre Manolete y un mando de la Falange, dirigía el rito de acomodar a la familia en el vetusto vehículo. Las dos hermanas Gloria y María del Carmen ahogadas en lazos de domingo subían a la parte de atrás con la madre. El pobre “torerín” al que le entraban las cagarrinas cada domingo, se sentaba delante con el padre, chaleco corto, gorra ladeada y pañuelo de fantasía. El pobre tenía que acceder a los deseos de su progenitor que veía en él a un futuro matador de postín.
Nuestro amigo torerín, nos deleitaba en el portal del doce, donde vivía, con las suertes del toreo de salón, y no se le resistía ningún morlaco de pantalón corto o largo ante la mirada de orgullo de sus dos hermanas, muy estiraditas en la primera fila de la chiquillería.
Pero los domingos era otro cantar, ese día se las tenía que ver con el morlaco de verdad que aunque era mas bien morlaquito no dejaba de ser de carne y hueso y al pobre se le iban y se le venían la palidez y los sudores enfundado en su terno campero.
Veíamos irse el Ford y durante el día quedaba únicamente la mancha de aceite enfrente del portal y ninguno deseábamos estar en la piel de nuestro amigo torerín por mucho futuro que tuviese en el mundo taurino, rodeado de ojos negros, mantillas y peinetas de teja, contratos millonarios y fincas en Andalucía o Extremadura.
También aparcaba en el barrio frente al número diez, un motocarro cuyo dueño además de hacer portes de todo tipo de cosas - había que ver las increíbles balumbas que transportaba - era campeón de cinco mil metros lisos y partícipe en los maratones que se efectuaban en los campos del SEU de la Ciudad Universitaria.
Al principio hicimos del motocarro una herramienta más para nuestros juegos en la calle pero el atleta, amoscado, nos advirtió muy noblemente que si nos pillaba en el motocarro bajaría y nos daría dos hostias. Así como suena.
Cometimos el grave error de no considerar sus admonitorias palabras por parecernos excesivas, ridículas y fuera de lugar. Estábamos todos en plena forma física demostrada en nuestras correrías por el campo, salto de vallas y huidas en desbandada de guardas y dueños de fincas para que un vecino cualquiera nos quisiera mojar la oreja con sus amenazas, además nos turnábamos en el puesto de vigía que, desde el portal, daba la voz de alarma si aparecía el dueño del motocarro.
Pero estabamos muy equivocados, pronto comprendimos que a pesar de nuestro sistema de vigilancia, el deportista tardaba décimas de segundo en bajar desde el tercer piso, correr tras de nosotros y darnos unos cuantos sopapos con inusitada energía. Aunque no nos arredramos he insistimos, al cabo de unas buenas rondas de coscorrones comprendimos que el enemigo era poderoso y decidimos, con buen critero, abandonar la idea de usar su herramienta de trabajo para nuestros juegos cosa que estamos seguros que él también agradeció.
Justo enfrente de nuestro portal estaba el edificio de don Román. Según contaba mi padre era éste un individuo que se había enriquecido en la posguerra con la venta de chatarra, en realidad nadie en el barrio sabía de sus negocios, el edificio constaba de unas cinco plantas diáfanas donde se acumulaban todo tipo de motores de explosión y eléctricos que permanecían allí año tras año como si estuvieran en una exposición.
La última planta era la vivienda familiar a la que se accedía por un portal situado en un costado del edificio independiente de la puerta principal por la que entraban los empleados a los talleres, pero nadie vivía allí y el portal permanecía cerrado a cal y canto.
Tenía don Román unos cinco coches aparcados en el garaje del edificio que usaba poco pero que mantenía en buen estado, alguno de sus empleados los lavaba y ponía en marcha, daba una vuelta a la manzana y volvía a aparcarlos. El hecho de tener tantos automóviles era de por sí algo inusitado.
Don Román aparecía poco por el negocio, los empleados, a los que con el paso del tiempo todo el barrio conocía, iban de un lado a otro arrastrando una carretilla indolentemente, nadie sabía en que consistía el negocio de aquel taller porque no había ningún movimiento de maquinaria ni de otra actividad.
Don Román llegaba a veces de improviso y se enzarzaba en broncas a pleno pulmón con los trabajadores, éstos callaban y bajaban la cabeza, al cabo de un rato montaba en uno de sus coches y desaparecía durante una o dos semanas.
Una noche jugando a "Rusia número uno mi caballo veintiuno" en la puerta del garaje, apareció su mujer en uno de los coches que todos conocíamos, era bajita y algo gordita, pasados los cuarenta pero aún de buen ver.
Dejó el coche en marcha en medio de la calle y nos dio una voz para que despejásemos la gran puerta del taller. Llamó al timbre una y otra vez, todo el edificio estaba a oscuras, eran casi las diez de la noche, pero ella insistía y cuando vió que no tenía respuesta comenzó a dar puntapiés a la puerta y a gritar:
- ¡Abre marrano, sé que estas ahí! ¡voy a matar a esa furcia que está contigo!
Aquello prometía y los chicos nos agolpamos alrededor de la señora que cada vez estaba mas colorada y con los tirones que daba a la puerta sus opulentos pechos subían y bajaban para deleite de la concurrencia.
Estuvo atareada en éstos menesteres durante un buen rato yendo al coche y pitando una y otra vez hasta que algunos vecinos se asomaron a las ventanas y los balcones uniéndose a la jarana general.
Apareció en eso Paco, el sereno, preparado ya con gorra de plato, chuzo y guardapolvos gris, listo para su trabajo nocturno. La pobre señora seguía desgañitándose y Paco, con muy buenos modos le dijo,
- Cálmese señora, el portal está cerrado y yo no tengo llaves, vuelva usted mañana…
- ¿Y a usted quién le ha dado vela en éste entierro? ¡Ande, déjeme en paz!
- Usted perdone, pero por la noche yo soy aquí la autoridad…
- ¡Váyase usted a la mierda! ¡Abre, cobarde, cabrón!
Paco, prudente pero de genio vivo como buen asturiano, no sabía muy bien por donde tirar. En eso la señora abrió el bolso y comenzó a arrojar todo lo que llevaba contra la puerta, allí se estrellaron la polvera, varias barras de labios, llaves, un frasco pequeño de colonia, un cepillo y no sé cuantas cosas más.
Se volvió hacia el coche y comenzó a llorar, Paco el sereno nos ordenó recoger todo y con mucho mimo lo colocó dentro del bolso acercándoselo a la dama que lloraba a moco tendido y cayó rendida en los brazos de Paco que miraba a su señora, reunida con otras vecinas, con gesto de no saber qué hacer. Alguien le ofreció un trago del botijo y la mujer levantando la cabeza del hombro de Paco recogió el bolso, se sonó la naríz y montando en el coche salió disparada hacia la Avenida de Reina Victoria.
¡Menuda lagarta! coreaban algunas vecinas mientras Paco llamaba al orden y otras hablaban pestes de don Román. El caso es que a los chicos no se nos escapaba el meollo del asunto y decidimos establecer un servicio de vigilancia que no dió resultados porque si don Román bien pudiera ser que hubiera estado aquella noche allí la cosa no volvió a repetirse y se llevó sus devaneos amorosos a terrenos menos comprometidos.
Por las tardes, siempre puntual, llegaba el aiga de Lola Flores que aparcaba delante del Ford de Torerín. Pasaba a recoger a su guitarrista Paco Aguilera que vivía en el portal doce con su familia de cantaores y bailaores. Uno de sus parientes se casó con una guapa bailaora gitana y compraron un piso en mi edificio, subir en el ascensor con ellos era un martirio porque taconeaban en el suelo de madera y el desvencijado cajón temblaba y chirriaba amenazando con venirse abajo, cosa que ocurría con más frecuencia de la debida y que por suerte nunca llegó a cobrarse ninguna víctima.
Rodeábamos el coche de la Lola de España que mientras esperaba charlaba con los niños y las mujeres que siempre ponderaban lo guapa que estaba, igualito que en las películas, a mí me gustaban sus ojos tan vivos, su sonrisa y su desparpajo hablando con todos, aunque ya por entonces era muy famosa no escatimaba su contacto con todos y repartía cariño y frases ocurrentes sin tener prisa por marcharse. España toda la quería y nuestro barrio se sentía muy orgulloso de tenerla cerca aunque fuera en sus fugaces visitas.
La vida en el barrio se hacía en los patios y descansillos donde se reunían cada mañana las vecinas para preparar los braseros badila en mano colocando el picón y una pequeña chimenea que hacía tiro y dejaba listo el cálido rescoldo que cobijaría durante todo el día bajo la mesa camilla las piernas y regazos de toda la familia.
Y sobre todo se hacía vida en la calle durante los meses de verano, donde se cosía, se formaban las tertulias y se salía al fresco hasta altas horas de la madrugada.
Para chicos y chicas el año estaba lleno de juegos y actividades estacionales que nadie imponía pero que llegaban por arte de birlibirloque.
Así el Peón, las Bolas, el Taco, las Tabas aparecían de la noche a la mañana y hacían furor durante un tiempo desvaneciéndose después como habían venido, esto es, sin que nadie supiera ni cómo ni por qué. La moneda que se perdía o se ganaba en éstos juegos eran los cromos, con los que también jugábamos a Pares o Nones, que dejaban nuestras reservas temblando o nos llenaban los bolsillos a rebosar.
Cromos no solían faltarnos a nadie, teníamos un gran caudal de ellos provenientes de las colecciones que todos tratábamos de completar, bien de futbolistas, actores de cine, animales, películas de dibujos o cualquier otro tema.
Las chicas jugaban al Diábolo, al Corro, la Comba, el Escondite, las Cuatro Esquinas y también al Escondite Inglés, las muñecas y los recortables, naturalmente durante todo el año jugaban a uno de los favoritos la Unela o Rayuela.
Había varios juegos que compartíamos chicos y chicas en la esperanza de robar un beso aquí o allí, La Gallina Ciega, plasmado en el lienzo por Goya, Las Prendas, El Conejo no está aquí:
El conejo no está aquí
Se ha marchado ésta mañana
A la hora de dormir
¡Pum! ¡Ya está aquí!
Haciendo reverencias
Tú besarás
A quien te guste más.
El Pañuelo, y algún otro más que se escapa a mi memoria, todos éstos juegos eran muy divertidos pero los chicos teníamos una constante necesidad de gastar energía, así que además de perseguir a los pobres gatos callejeros hasta matarlos a pedradas, jugábamos a Dola o Pídola, el Bote y "Rusia número uno mi caballo veintiuno".
Nunca he sabido por qué se llamaba así éste juego pero lo describe muy bien Jean Honoré Fragonard en una pintura de 1767-1773 llamada Juego del caballo y el jinete.
Cuando estábamos más tranquilitos pintábamos aviones con tiza en medio de la calle y nos convertíamos en pilotos y paracaidistas o desfilábamos gallardamente a las órdenes de nuestro amigo Antonio alias "Capi" que lo llevaba en la sangre y se lo tomaba muy en serio.
También jugábamos a las chapas, con las que organizábamos vueltas ciclistas y campeonatos de fútbol, usando los garbanzos del cocido como balón, y en los días crudos del invierno nos acurrucábamos en algún portal a contar películas o inventar historias inverosímiles.
En el barrio se sabía la vida de todos, había, naturalmente, la hipocresía de siempre que cubría con su pátina todos los enredos, peleas, algunas palizas a las madres de mis amigos por parte de sus padres, adulterios y cuestiones políticas.
De vez en cuando asistíamos a pequeños hitos en la historia del barrio, como las temporadas en que había que hacer largas colas para acceder a la compra de unos kilos de patatas, o los cortes de luz debidos a la escasez de agua que hacían nuestras delicias porque dejaban las calles sumidas en una absoluta oscuridad, aunque cuando funcionaban las farolas y había luz, tampoco la luminosidad iba más allá de lo mortecino.
Fue un hito en la historia del barrio la llegada de la Coca Cola, apareció un día en la esquina de la calle de Los Vascos un camión de reparto de bebidas que comenzó a tocar estridentemente la bocina, a la llamada acudió presurosa formando la primera fila de curiosos la señora Adelaida, madre de Pepito, Rosa e Isabel Trócoli, que siempre era el perejil de todas las salsas. Detrás de ella se agolparon gran parte de las vecinas y muchos de los niños que andábamos por allí.
Conductor y ayudante comenzaron a apilar cajas en la acera y a repartir las botellas con talle de mujer, o a nosotros nos lo parecía, como era gratis, palabra mágica, todo el mundo se abalanzó a coger, no una, si no todas las que pudiera.
La señora Adelaida se llevó el gollete a la boca en aquel histórico paladeo, y fue todo uno, probar el brebaje y escupirlo haciendo visajes de asco. Le parecía un jarabe comprado en la farmacia. La gente reía y probaba, lanzando buches del sirope lejos de sí en señal de repugnancia.
Se formó una fila en la alcantarilla próxima en donde todos terminaban de vaciar las botellas para luego devolverlas a las cajas de madera según les tenían dicho los repartidores del camión.
Aquel suceso ocupó las conversaciones de la mañana y se prolongó durante unos días pero no duró mucho, enseguida se olvidó y a nadie se nos pasó por la cabeza que poco tiempo después se convertiría en el éxito publicitario más importante y la bebida más conocida y consumida de todos los tiempos.
Otro hito en la vida del barrio fue, éste triste, el asesinato del presidente Kennedy. Serían las once de la noche cuando Paco el sereno emergió del bar de la esquina dando golpes con el chuzo y yendo portal por portal gritando a pleno pulmón, ¡Han matado a Kennedy! ¡Han matado a Kennedy!
Aquello conmocionó a todo el país y a los que ya éramos adolescentes nos dejó un sabor amargo sobre aquella dulzura que hasta entonces había representado los Estados Unidos, con su juventud libre, sus raudales de música y sus automóviles futuristas de vivos colores que circulaban por las autopistas rodeados de montañas, bosques y playas doradas.
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