martes, 16 de junio de 2009

33 - ROSA DE MADRID



1961

Estados Unidos rompe relaciones diplomáticas con Cuba.

Se estrena la película ¨Plácido”.

El día primero de Mayo se celebra la Demostración Sindical en el Estadio Santiago Bernabeu de Madrid.


No hay novedad, señora baronesa

No hay novedad, no hay novedad

Sólo pasó que anoche cayó un rayo y del palacio hizo un solar

Por lo demás, la cosa está tranquila, no hay novedad, no hay novedad…

Canturreaba el señor Soriano mientras encendía un enorme veguero y su mujer Doña Antonia acudía solícita a la puerta llevando la chaqueta en el brazo izquierdo mientras sostenía el sombrero gris con la mano y en la derecha aprestaba un grueso cepillo de la ropa para dar los toques finales al atuendo del vate.

Acudíamos el enjambre de niños que jugábamos en la escalera al rito diario rodeando a Don José que tras una última mirada al espejo del recibidor, se encasquetaba el sombrero, removía los hombros dentro de la chaqueta mientras el cepillo subía y bajaba por la espalda, daba una primera chupada al puro como si de un largo beso de amor se tratase y partía hacia el portal dejando vaharadas de incienso cubano y un reguero de zarrapastrosos que le acompañábamos hasta el extremo de la calle en donde se perdía de nuestra vista rumbo a la Sociedad General de Autores donde el señor Soriano pasaba las tardes en placentera y ociosa conversación con músicos, poetas y escritores de mas o menos su misma quinta.

Porque Don José Soriano era, y sobre todo fue, un humilde pero distinguido escritor y poeta, letrista de canciones populares que tuvieron mucho éxito antes de la guerra y que aún se oían de vez en cuando.

Vivía Don José, como tantos otros, de los recuerdos y nostalgias de los viejos tiempos y de los escasísimos duros que en concepto de derechos reales recibía de la Sociedad General de Autores de España en cuyo bello edificio de la calle Fernando VI pasaba su vejez.

Cuando no estaba en la Sociedad, permanecía en casa, enfundado en bata de grueso paño, no tanto por la comodidad sino por preservar su único traje en el armario lejos de las injurias de manchas de aceite y vino, listo para sus salidas vespertinas. De éste modo salía con cierta distinción a la calle acompañado de su sempiterno puro que llegaba al bolsillo de su chaqueta cada día gracias a las benditas almas que le rodeaban en la Sociedad de Autores.

En verano se sentaba junto a la ventana que daba al patio a oír la radio en camiseta y calzoncillos de percal que doña Antonia le compraba de tres en tres al principio del verano en una tienda de fajas que había en el mercado de Maravillas. Conocía yo muy bien aquella tienda por la que pasaba con mi madre cuando iba con ella al mercado y que me hacía abrir los ojos espantado ante aquellos a manera de toldos descomunales que se exhibían en el escaparate.

Si tenía que salir a bajar la basura o a pasear por la escalera o el portal, lo hacía igualmente en calzoncillos pero se ponía, eso sí, su sombrero gris que a él debía parecerle mas respetable y que en cierto modo taparía sus desnudeces.

Su labor diaria, desde que se levantaba a eso de las nueve hasta que salía a la Sociedad sobre de las seis de la tarde, era oír la radio, le gustaba mucho la radio a Don José y no levantaba la oreja ni un segundo, ni se distraía con otros quehaceres. Y esto no era debido a indolencia o apoltronamiento si no todo lo contrario.

Era un trabajo muy serio que no podía dejar ni un momento porque el condumio dependía de ello. Provisto de una libreta y un lápiz bien afilado, iba apuntando cada día las canciones que ponían en las diferentes emisoras y el número de veces que las repetían. Pasaba de una sintonía a otra con gran destreza eludiendo los seriales y concursos pudiéndose decir que Don José fue con todo honor un pionero del moderno zapping.

Una de las tareas que debían cumplimentar cada día en la Sociedad era el cotejo por los diferentes miembros de las audiciones radiofónicas efectuadas en el día, puesto que cada canción debía de pagar un canon al ser reproducida.

Era indudablemente un método primitivo, pero era lo que había, y para don José, ya metido en los años de la vejez, resultaba una esperanza, una luz diaria, un quehacer que le alejaba de los alifafes del presente y de las nostalgias del pasado que mas que alegría producían dolor.

Poco cobraba Don José con sus canciones y escritos que se habían ido apagando con el tiempo y ya casi nadie se acordaba de sus graciosas letras y sólo de vez en cuando alguien sacaba a colación alguna chispeante y graciosa, poco se podía sacar de una creación literaria bastante parca cuando todos los clásicos, y no tan clásicos españoles, yacían amontonados en los cementerios literarios del Parnaso de la Cuesta de Moyano.

Durante los largos y calurosos veranos madrileños don José se hacía aún mas popular entre los vecinos. Todas las noches después de cenar a eso de las diez y media bajábamos a la acera provistos de una silla plegable y algunos que vivían en los pisos bajos incluso sacaban un sillón en donde arrellanarse para la larga tertulia que generalmente duraba hasta las doce y media o la una en los días de diario y bien entradas las tres de la mañana los fines de semana en los que el despertador enmudecía y no se oía ni pío hasta casi las doce de la mañana, hora en la que tras unas breves aguadillas se juntaban el café con el vermut de grifo y los berberechos.

Así como durante el invierno no se podía parar en casa por el frío que se colaba por todos los rincones y a menudo se dormía vestido, con toda la ropa, mantas, abrigos, colchas que se pudieran acumular encima de las camas, en el verano las mismas habitaciones se convertían en hornos en donde el calor llegaba a ser insoportable.

Se dormía en calzoncillos encima de la cama yendo y viniendo al baño para rociarse con agua y volver a tumbarse a soportar el calor sofocante y los martirizantes mosquitos.

La solución era la calle, allí al menos, corría de vez en cuando una ligera brisa y con eso, la cháchara, el botijo y alguna que otra guerra de sifones, era mas soportable la canícula.

Enfrente de cada portal se formaba un corrillo de vecinos que departían alegremente o se enzarzaban en discusiones que a veces llegaban a las manos. Algunos mariposeaban de un círculo a otro, encendiendo cigarrillos y trasladándose de una a otra conversación.

A la mayoría de los chicos nos gustaba sentarnos en el bordillo de nuestro portal. Salía Don José en su pijama de rayas acarreando su silla, la señora Isabel y su hija Adelaida y sus dos nietas Rosita e Isabel y su hermano Pepe.

También hacia acto de presencia la mujer de Paco el sereno, Emilia y su hijo , los porteros, y algún otro vecino mas que formaban un corro y enseguida comenzaban a charlar sobre los consejos de Marta Regina a la que habían oído por la tarde mientras planchaban.

También se hablaba de los seriales de la radio, que oíamos los chicos siempre que podíamos, y se especulaba y se hacían predicciones sobre lo que pasaría en el próximo capítulo.

Eran novelas interminables en las que la alegría brillaba por su ausencia y todo eran penas y catástrofes que había que llevar con resignación, Un Arrabal junto al Cielo, Lo que Nunca Muere, llenaban las tardes de nuestras madres y los ratos en los que hacíamos los deberes, pero había otros divertidos y que esperábamos con ilusión como Diego Valor, Pepe Iglesias “El Zorro” o los diálogos e historietas surrealistas de Tip y Top.

Aquellos personajes ficticios entraban en las casas a través de la radio, formaban parte de la familia, las amas de casa lloraban como locas y eso hacía olvidar por un rato los problemas reales que eran muchos, como llegar a fin de mes, la falta de trabajo, las necesidades cotidianas.

Don José solía permanecer meditabundo y ajeno a la charla hasta que ésta decaía y era entonces cuando comenzaba a contar historias en las que todos participábamos.

Sus cuentos y canciones hicieron que todos le tuviéramos mucho cariño, gracias a él en parte, mi imaginación a veces desbordante me hizo llegar hasta los libros, no los del colegio, si no los otros libros, los de la vida real y los de la irreal, que fueron mi primer amor, un amor que creció con los años y al que me aferré apasionadamente.

Así pasaba su vejez, entre La Sociedad de Autores, la radio de su casa y las charlas al fresco, sin sospechar que la fama andaba rondando su puerta y a tan avanzada edad le iba a volver a requerir de amores.

Pues si, entre los programas de radio que inundaban nuestras vidas, había uno que se llamaba Ustedes son Formidables. Había sido adaptado de un programa francés por el locutor Alberto Oliveras que, con voz trémula decía algo así como:

- Ustedes, grandes o pequeños, ricos o pobres, ustedes…¡son formidables!

Esto lo decía después de que la sintonía del programa había estado sonando durante un buen rato, al parecer esperando a que llegase el Sr. Oliveras a los estudios de la radio porque, según se afirmaba, era muy proclive a llegar tarde a sus citas.

Pero eso hizo que muchos nos interesáramos por aquella música clásica, poderosa, vibrante, aluvión de vida, energía apasionada y dramática. Y no era para menos, se trataba de la Sinfonía del Nuevo Mundo de Antonín Dvorak. No recuerdo cual fue el tema del primer programa que emitieron, pero si recuerdo el que hizo que cada miércoles por la noche y durante muchos años nos tuviera pegados al receptor.

Alberto Oliveras estaba en un hospital, lo describía minuciosamente, en el centro de una habitación casi vacía, cubierta de azulejos blancos, una cápsula de metal llamada “Pulmón de Hierro”, dentro de ella una persona en estado crítico que dependía de la máquina para poder respirar.

Había que ayudar a aquella persona y Alberto Oliveras llamaba a la solidaridad de los españoles para reunir fondos. Y mientras hablaba con enfermeras y médicos, a través de las radios de muchas casas de España se oía el sonido monótono y pulsante del oxígeno que estaría respirando aquella persona encerrada en una cámara de hierro redonda, en el único espacio que la mantenía viva, la antesala entre la vida y la muerte.

Y toda España se volcaba, en ese, como en otros casos, los ciudadanos abrían sus manos y su corazón y no sólo contribuían con el poco dinero que pudiesen aportar, si no también con su calor, sus palabras y su abrazo colectivo.

Fue una de aquellas noches de miércoles cuando sentados en el comedor y después de oír la introducción sinfónica de Dvorak durante unos minutos, comenzó a sonar un Schotis que todos conociamos:

Nacida en el Madrid de Las Vistillas

de Embajadores y de la Cava

yo fui la pinturera modistilla

que baila el Schotis como el que lava…

Era mi novio mi pasión, mi vida

era mi alegría, era el mundo entero

era ese novio que jamás se olvida

era mi cariño, mi querer primero…

Nos miramos unos a otros sorprendidos y mi padre subió un poco mas el volumen.

Me decía al mirarme tan garbosa

es rosa de Madrid, es rosa de Madrid

la mocita mas juncal y mas hermosa

de labios de rubí, de labios de rubí…

¡Era una de las canciones de don José!

Y en efecto, alguien se había acordado de don José organizando un programa en su honor, en él estuvieron muchos de sus viejos amigos y durante unos días se sintió rejuvenecer y volvió a revisar con nostalgia episodios de su vida creativa, de su juventud que, como todas, pasó en un suspiro, como un perfume intenso flotando brevemente en el aire, que se disipa para siempre quedando solamente en el recuerdo. Todo volvió a la calma y don José a su rutina de todos los días, la recolecta para ayudar al insigne artista fue muy parca y mas bien testimonial.

Por las noches continuó sacando su silla al fresco y la concurrencia de viejos y jóvenes seguimos oyendo con delectación sus cuentos, historias y canciones adobadas del gracejo del viejo Madrid, y por el día continuó pegado a la radio de donde salían las escasas pesetas que sostenían las vidas de don José y doña Antonia. Estando todos reunidos en una de éstas noches calurosas, apareció Miguél pidiéndome que le dejase una botella de gasolina que mi madre guardaba en el balcón para poner en marcha una motocicleta vieja que le había dejado un hermano suyo. Subí a casa y cuando estaba buscando la botella tropecé con una garrafa de cristal en la que mi madre guardaba unos ocho litros de aceite de oliva que le traían cada mes del economato de la RENFE.

La mala suerte hizo que se rompiese con el golpe y una cascada de aceite comenzó a caer desde el quinto piso a la acera donde toda la concurrencia tomaba el fresco en amena charla. De repente, en una tranquila noche calurosa de verano, tachonado el cielo de estrellas, comenzó una lluvia inesperada de aceite que descargó exactamente encima de los vecinos que no daban crédito a sus ojos y exclamaban,

- ¡Qué es esto ! ¡Está lloviendo!

- ¡No, No es agua! ¡Es aceite! ¡Si, si, es aceite!

- ¡Mi traje, mi traje!

- Pero ¿Cómo puede ser?

No sabía que hacer, me quedé petrificado viendo como todos los ojos miraban hacia arriba tratando de identificar el origen de aquella especie de milagro.

En mi profundo pánico algo, sin embargo, me llevaba a la risa y pensaba que la señora Adelaida correría a su casa a por un mendrugo de pan para situarlo bajo el inesperado chaparrón de aceite y comérselo tan ricamente. Lo sentí mucho por el Maera que a la sazón había estado esa tarde en una boda y aún lucía el único terno desgastado del que era propietario. Fue éste suceso bastante comentado en el barrio y como todo, al cabo de unos días se disipó en el olvido y llegaron otras historias que ventilar con los abanicos y pay–pays en las calurosas noches del estío madrileño.

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