martes, 16 de junio de 2009

13 - GUADARRAMA


SEGUNDA PARTE: GUADARRAMA



1951

Se estrena la película ¨ Esa pareja felíz ¨ de Berlanga y Bardem.

Nace el tebeo ¨ DDT ¨ y ¨ Aventuras del FBI ¨.



Una mañana cualquiera del frío y desapacible octubre de mil novecientos cincuenta y cuatro madrileño, nos reunió a muchas familias alrededor de dos desvencijados autobuses de la empresa Larrea que cubría los pueblos de la sierra.

Mis padres y mis dos hermanos me besaban y decían adiós mientras otros muchos niños de mi edad se instalaban en el oscuro interior de los vehículos lavados concienzudamente con lejía. Todos llevábamos idéntico equipaje compuesto por mudas, calcetines, dos pares de zapatos de Segarra, negros y marrones, camisas, un jersey gris, una corbata de cuadritos, dos pares de pantalones cortos, una chaqueta gris, una capa y guantes también grises y una boina negra.

Algunos, además, atesorábamos pequeños envoltorios con pastas, galletas y paquetitos de almendras envueltas en hojas de periódico que sintetizaban vagamente el deseo de nuestras madres de prolongar su amor y sus cuidados al menos hasta que la última miga fuese un recuerdo dulce.

Terminamos de subir a los autobuses que se pusieron en marcha mientras todas las cabezas infantiles se pegaban a los cristales dando un postrer adiós a las familias. No era el fin del mundo, solo íbamos a pasar nueve meses al pueblo de Guadarrama donde la Red Nacional de los Ferrocarriles Españoles mandaba a los hijos mas enclenques de sus empleados al cuidado de las monjas de la Caridad.

Los dos autobuses subían renqueando la Cuesta de las Perdices entre nubes de gasoil mal quemado y la lluvia que empapaba los cristales y los marcos de madera del autobús, añadiendo el olor a moho al predominante de la lejía. Los asientos eran rígidos, cubiertos de un material que transmitía una sensación de humedad viscosa.

Quizás para consolarme de un vago desarraigo, de un sentimiento de ausencia, abrí una bolsita de almendras y comencé a comer lentamente. El campo, a través de los cristales, me parecía sombrío, duro, cubierto de jaras y distorsionados bloques de granito que rompían la delgada capa de hierba y matorral en dolorosa erupción. Al fondo, hacia la sierra, el cielo se cubría de negras nubes cargadas de lluvia o, posiblemente, de las primeras nieves que traerían de vuelta el sentimiento de entrar en el túnel, el largo, oscuro, interminable túnel del invierno.

Paramos en el cruce del pueblo de Guadarrama que estaba desierto, sólo algunos hombres con la boina calada entraban y salían de un bar que hacía esquina, un rótulo polvoriento indicaba Bar Pikio, nombre que no tenía ningún sentido para mí.

Enfrente una casa de piedra de dos plantas, con estrechos balcones de hierro forjado y algunos geranios rojos con las hojas quemadas por el frío plantados en botes grandes de tomate herrumbrosos por la intemperie. A la altura de la segunda planta un anuncio compuesto por azulejos amarillos y negros representaba a un campesino sosteniendo las riendas de una mula con la mano izquierda mientras que con la derecha ayudaba a correr el arado por el barbecho, sobre ellos el rótulo en letras grandes que decía Nitrato de Chile.

Los dos autobuses rodaron lentamente por un camino vecinal entre hileras de pinos. Pasamos un edificio blanco de cuatro o cinco plantas de altura. A través de los cristales se podían ver las galerías abiertas al exterior, pensadas para el verano, y de donde, a pesar del frío, se asomaban hombres y mujeres envueltos en gruesas batas de paño que se distraían mirándonos pasar. Era el sanatorio antituberculoso.

Caían los primeros copos de nieve, el cielo estaba cubierto, hacía frío. Seguimos traqueteando por el camino, ahora casi impracticable, a lo largo de una tapia de granito hasta parar definitivamente frente a una verja abierta junto a la cual esperaban varias monjas de la Caridad, con sus hábitos azules y tocas blancas, las manos enfundadas en las amplias mangas protegiéndose del frío.

Comenzamos a bajar de los autobuses y una de las hermanas nos dirigió hacia una pequeña explanada de tierra apisonada en cuyo centro se levantaba un mástil sobre un poyo de cemento rodeado por un jardincillo de hierbas y flores mustias.

En la cruz del asta tres banderas descoloridas, las banderas de los que mandaban y que yo conocía muy bien porque eran las mismas del Castillo de la Mota en Medina del Campo, la bandera de la falange, la española en el centro y la de los requetés, que yo seguía sin saber quien demontres eran, al otro lado.

Formamos en varias filas apretándonos los unos a los otros porque soplaba un aire frío que nos acuchillaba la cara y las piernas desnudas, permanecimos así largo rato hasta que un falangista de bigotito recortado comenzó a entonar el Cara al Sol acompañado, brazo en alto, por otros cuantos hombres de paisano y la mayoría de los niños que bien en el colegio o en algún campamento habían aprendido la letra de corrido.

Miré a mí alrededor, la mayor parte de los chicos tenían miradas ausentes, las narices como tomates, golpeaban el suelo con los pies y se miraban unos a otros en busca de nuevos amigos.

Nada más acabar el himno y tras el grito de ¡viva España! decidieron meternos en uno de los pabellones en el que estaban las cocinas y un comedor muy grande que se transformaba en capilla por el procedimiento de abrir unas mamparas de madera en donde había un altar presidido por el Divino Niño y la Virgen María. A la derecha un confesionario que era en realidad un biombo con dos celosías pequeñas.

Pasaron lista y el mismo individuo delgado y cetrino con muchos correajes de cuero nos estuvo hablando durante un buen rato sobre la disciplina, el sacrificio, el Imperio hacia Dios y que todo esto junto a la obediencia nos daría la oportunidad de aprender muchas cosas fundamentales para nuestra futura vida de adultos decentes y responsables.

Para entonces ya me había hecho amigo de Carlos Fenollar, mi mejor compañero durante aquellos meses. Habló a continuación una monja pequeña y gordita, de pómulos cubiertos de capilares rotos y ojos inteligentes, era Sor Pilar, la madre superiora de quien en los meses sucesivos tendríamos la mayoría algún motivo para escondernos al verla venir.

Nos repartieron una taza de leche con cacao y pan con margarina, todos nos sentíamos mejor y una vez que el hombre del bigotillo acabó su perorata, aquello se convirtió en una algarabía de voces infantiles.

La tarde paso veloz, afuera nevaba con fuerza cubriendo las praderas y la carretera de El Escorial, pero apenas pudimos darnos cuenta, estábamos muy atareados con la distribución de las camas, la limpieza de los zapatos, la excitación de no estar en casa. Algunos callaban, pálidos, sintiéndose lejos de los suyos, dos o tres lloraban abiertamente llenos del miedo que produce una situación nueva y del desarraigo de sus lugares familiares en pueblos de Andalucía, de Galicia, de Aragón.

Los dormitorios eran dos salas que formaban una uve, en una había veinticinco literas de dos camas y en la otra veinte. En el vértice de la uve estaban los lavabos y las taquillas.

Era ya de noche cuando nos formaron y volvieron a pasar lista, nos llevaron al comedor en donde nos tuvieron un buen rato de pie frente a las mesas en las que estaban preparados platos y cubiertos para la cena.

Por la puerta que venía de las cocinas aparecieron dos guardias civiles llevando cogidos del brazo a dos niños, Sor Pilar agarró de la oreja a cada uno de ellos y los llevó al centro del pasillo para que todos les pudiésemos ver bien. Al parecer se habían escapado por la tarde y logrado llegar hasta la estación de El Escorial donde los guardias les habían sorprendido tratando de subirse a un tren con la intención de volver a sus casas en algún lugar del norte. Un sentimiento de miedo y admiración paso por todos nosotros.

Sor Pilar era de la opinión de que aquello merecía un castigo ejemplar que nos hiciera ver a todos el sentido de la disciplina y algunas otras cosas que entonces no pude entender bien pero que fui asimilando poco a poco.

De momento estarían castigados un mes sin recreo, mientras tanto, una de las asistentes pasó a Sor Pilar una maquinilla de cortar el pelo, los dos niños se arrodillaron en el suelo bajo la atenta y fúnebre mirada de los guardias civiles, se arremangó las anchas mangas del hábito y agarrando a uno de ellos por el cogote le deslizó la brillante maquinilla de delante a atrás dibujándole un enorme surco grisáceo cubierto de algunas calvas y piqueras que a todos nos recordó viejas peleas sin cuartel entre los chicos del barrio, ganadas y perdidas en los desmontes y los solares, niños corriendo a casa, la cara ensangrentada de una pedrada, el miedo a la madre gritando: ¡te voy a matar! ¡golfo! ¡entra para casa, mira como te han puesto!...¡hoy tu padre te mata!. La maquinilla mondó la cabeza del primero y pasó a la del segundo chico mientras los dos lloraban silenciosamente, luego, siempre de rodillas, les hicieron volverse hacia nosotros, les bajaron los pantalones y les propinaron una azotaina de las que quedan en la memoria durante mucho tiempo.

Sor Pilar tenía las manos y la cara rojas de tanto trajín y jadeaba ostensiblemente debajo de los hábitos, en contraste con las otras hermanas y ayudantes serias y cerúleas. Los dos niños, de rodillas, miraban al suelo y seguían sollozando quedamente en el centro de un círculos de mechones de pelo negro.

Saludaron los dos guardias civiles y la madre superiora les despidió mientras todos nos sentábamos silenciosos y las ayudantes iban y venían de la cocina con peroles de sopa humeante que repartían por todas las mesas. Después de la cena volvimos a los dormitorios en silencio. Se rezaron las oraciones y nos metimos en la cama. Carlos Fenollar me chistó desde su litera que estaba al otro lado del pasillo enfrente de la mía.

¡Vaya tunda! ¡Oye, aquí hay que andarse con cuidado! - me dijo-

Asentí con la cabeza y me volví hacia el otro lado haciéndome el dormido. Una de las monjas recorría el dormitorio de arriba a abajo, podía oírla acercarse por el roce de los hábitos contra las camas. Habían apagado las luces y solo una bombilla al lado de los lavabos permanecía encendida.

Me subí la manta hasta la cabeza, en el silencio se oía algún sollozo aislado, toses, el rebullir de mi compañero de litera y el aire en la ventana que se colaba entre la masilla desgastada de los cristales, todos se iban quedando dormidos, había sido un día muy largo y diferente.

Yo por mi parte estaba demasiado nervioso, no podía dormirme, así que, como siempre hacía, me puse a pensar y soñar despierto y de ésta forma pronto estuve lejos de aquel dormitorio, de aquella noche, de los guardias civiles, de las monjas, del señor del bigote y el patio con las banderas.

Pensé en una de las historias que mi padre solía contarnos después de comer en casa, entre trago y trago del porrón, que hacía que la sobremesa se prolongase un poco más y nos sintiéramos remolones para emprender la marcha hacia el colegio.

Mi madre y mi hermana llevaban los platos a la cocina y se quedaban allí hablando, oíamos sus risitas y el chorro de agua sobre la pila. Mi hermano y yo escuchábamos atentamente a mi padre sin perdernos palabra.

2 comentarios:

  1. Yo estuve alli en el 1973 tenia 8 años y venia de merida badajoz recuerdo las monjas muy duras y el ambiente era muy frio .avia un matadero de cerdos al lado.y recuerdo muy bien a sor elisa .la verdad esque lo pase bastante mal durante un año

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    1. yo estuve en 1971 lo recuerdo todo muy bien incluida a sor elisa era el numero 40

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