martes, 16 de junio de 2009

19 - ENFERMERÍA




1955

Se crea el Pacto de Varsovia.

Nace el tebeo Pumby y Lucky Luke el vaquero más rápido que su sombra.

Se estrena ”Historias de la Radio”.


Mi madre, que tenía que hacer milagros para poder alimentarnos con el raquítico sueldo de mi padre, se las arreglaba para cocinar de forma variada y sustanciosa que incluía mucho pescado y verduras de temporada.

Hasta que salieron al mercando las ollas exprés pasaba largas horas cocinando, ya antes de irnos al colegio por la mañana ponía en una cazuela las legumbres que llevaban a remojo desde el día anterior, las cubría con agua, añadía un par de hojas de laurel y una loncha de tocino, chorizo, un hueso de caña y una tira de carne de vaca.

Comíamos muchas legumbres que comprábamos a granel en las tiendas de ultramarinos, los sacos se alineaban delante del mostrador y uno de mis mayores placeres era hundir las manos y sentir la textura de los garbanzos, lentejas, alubias en toda su gama de colores y tamaños.

A las lentejas añadía trocitos de zanahoria y patatas, a los garbanzos algunas veces les echaba un puñado de arroz y siempre, para todas las legumbres, preparaba un sofrito de cebolla y ajo que añadía a media cocción. También comíamos arroz, con conejo, en sopa con huevo duro, arroz con pescado y naturalmente en paella, preparaba el cocido montañés con judías blancas y costillas de cerdo, bacalao al ajo arriero, porrusalda, marmitako, con atún y patatas.

En casa de mis amigos la comida consistía en un plato único que en realidad eran varios platos, casi todos los días, por no decir todos, comían cocido. El cocido madrileño respondía a todas las necesidades del yantar en sus tres vuelcos, sopa de fideos con el contundente caldo extraído de todos los productos del cocido, zanahorias, garbanzos, repollo, patatas y nabos a continuación, y en el tercer vuelco morcillo de vaca, chorizo, tocino, morcilla, punta de jamón y huesos de tuétano, además del relleno consistente en unas bolas preparadas con huevo y pan rallado, ajo picado y perejíl que se doraban en aceite. Con los ingredientes del tercer vuelco se preparaba ¨ la pringá ¨ que consistía en machacar todo con un tenedor y empujárselo con trozos de pan. El cocido ocupaba la mañana entera en su elaboración lenta en las cocinas de carbón y era la base y columna vertebral de todos los avatares que acontecían a la familia durante el día, ya lo decía la canción tan de moda por entonces:

Cocidito madrileño

repicando en la buhardilla

que me huele a hierba buena

y a verbena en las Vistillas.

Cocidito madrileño del ayer y del mañana

pesadumbre y alegría de la madre y de la hermana.

A mirarte con ternura

yo aprendí desde pequeño

Porque tú eres gloria pura

cocidito madrileño.

Mis hermanos y yo no hacíamos ascos a nada, bendecíamos en nuestro interior el milagro diario de una buena comida.

En el preventorio se comía de todo, incluyendo cocidos, alubias y arroces con matanza, pero también sardinas en lata, escabeches y pescados azules. Mi organismo no aceptaba bien estas comidas y casi instantáneamente me producían una urticaria que me cubría de pies a cabeza. Así es como conocí la enfermería.

Para poder ir al preventorio de salud de la RENFE en Guadarrama, había que pasar un exámen médico. Si estabas muy sano no ibas. Si estabas enfermo tampoco.

Mi madre me llevó a la consulta enfundado en un abrigo grueso que había sido de mi padre y después de mi hermano, tapada la cara con una bufanda que devolvía mi aliento en gotitas de condensación que se deslizaban por la comisura de los labios inundando la barbilla. Cogimos el metro en Cuatro Caminos y luego, en la estación de Ópera, el ramal que llevaba hasta la Estación del Norte.

Entramos en uno de los edificios ferroviarios de la calle Príncipe Pío, de paredes encaladas, sucias de hollines, pasillos interminables con bancos de madera pintados de gris.

Mi madre me llevó hasta una mesa de oficina, destartalada, con un secante de color rosa pálido en el centro, lleno de lamparones de tinta y montoncitos de impresos.

El ordenanza, sentado tras la mesa, nos indicó con un dedo amarillento por el tabaco la puerta de la consulta.

Llevaba puesto un uniforme raído de color azul y en cada una de las solapas de la chaqueta una máquina de vapor de color dorado. Por encima de su cabeza, en la pared, estaba clavado un marco de cartón azul oscuro con la misma máquina dorada grabada en relieve y un calendario de taco en el centro. Era el mismo calendario que todos los años colocaba mi padre en la cocina y cuyas hojas arrancábamos cada día para ver los chistes y consejos escritos en el dorso.

Fuimos hasta un banco más cercano a la puerta y nos sentamos a esperar. Había otras dos mujeres con sus hijos delante de nosotros, una monja vestida de blanco entraba y salía con una pequeña bandeja de acero llena de vendas y frascos.

Para mí, ir al médico era como ir a confesar a la iglesia. Sentado frente a la puerta del consultorio tenía la sensación de ser culpable, de estar en pecado. Una culpabilidad poco concreta, como el pecado original del que éramos todos partícipes por el hecho de haber nacido cristianos. Culpable por tener bronquitis ante la mirada acusatoria del médico que mientras fumaba y con malos modos extendía la receta, culpable ante el cura de una sucesión de pecados que no comprendía, que ni siquiera sabía que existiesen, culpable de tener sabañones, de mearme en la cama, culpable de la sangre, de las heridas de Cristo en la cruz, culpable de que me temblasen las manos, culpable de que la tensión arterial se disparase por estar pensando en todas estas cosas.

El médico me mandó quitar la ropa y estuvo auscultándome el pecho y la espalda, me hizo toser varias veces hundiendo el frío estetoscopio en las costillas, su proximidad olía a tabaco rubio americano y a loción Lucky. No iba de uniforme. Algunos médicos llevaban uniforme militar o de la falange. Pero se podía saber que era uno de ellos por el corte del bigote franquista.

Informó a mi madre de que tenía poca capacidad torácica y que era muy nervioso. En suma que era un niño un poco enclenque.

Después de que me hiciesen unos análisis y al cabo de un par de meses, mis padres recibieron una carta en la que se les informaba de que tenía una insuficiencia hepática y que me habían admitido para ir a Guadarrama al preventorio de salud.

Cuando tenía un ataque de urticaria las monjas me llevaban a la enfermería. Solía pasar allí dos o tres días, el primer día con picores muy fuertes, ampollas en la cabeza y en todo el cuerpo que me producían escalofríos.

Pasaba las horas en la cama intentando no arrascar ninguno de aquellos granos. Me ponían inyecciones de calcio en el brazo y al día siguiente disminuían los picores y las ampollas se abrían, durante varios días se iban formando costras hasta que terminaban por secarse y desaparecer.

La enfermería era una sala pequeña con dos ventanas que daban al campo de fútbol, había dos hileras de tres camas y un armario blanco con puertas de cristal.

Me gustaba estar allí después del primer día, cuando me sentía mejor. Algunas veces estuve acompañado por un chico que se llamaba Solano, era gallego, de un pueblo en el interior que no recuerdo o que no entendí, en realidad, era difícil entenderle porque tenía un acento profundo de la tierra y contaba las cosas entre borbotones de gallego y castellano.

Éramos noventa en el preventorio y muchos no nos conocíamos lo suficiente, pero todos sabíamos de Solano porque era uno de los dos que el primer día se escaparon, les cogió la Guardia Civil y les cortaron el pelo al cero delante de todos.

Llevaba casi dos meses en la enfermería porque padecía fiebres reumáticas, estaba todo el día en zapatillas yendo y viniendo, los pies grandes y deformados no le dejaban calzar las botas que todos llevábamos y los arrastraba de un lado a otro midiendo los escasos metros de la habitación.

Yo me preguntaba que hacía allí, podía imaginarle en los prados de su pueblo de los que tanto hablaba, pastoreando las ovejas, libre de su enfermedad corriendo tras de las vacas, gritando a pleno pulmón en el monte. No me parecía justo que el pobre tuviera que sufrir mientras los demás corrían como locos en la dehesa ajenos y lejanos a cualquier problema de salud.

Solano y yo pasábamos las horas jugando a las tabas y a los cromos y contándonos historias muy diferentes, él me hablaba del campo, de las huertas y los animales, yo le hablaba de los tranvías de Madrid, los bares y las tiendas de la Puerta del Sol.

Por las tardes venía la señorita Concepción a darnos clases de Catecismo para prepararnos para la Primera Comunión que sería a la entrada de la primavera. Ella decía que el sufrimiento de la enfermedad y la buena disposición y paciencia nos hacía mejores para recibir la comunión; yo, aunque creía todo cuanto decía no estaba en el fondo muy seguro de todas aquellas cosas que nos contaba y sobre todo porqué el dolor nos ayudaba a ser mejores cristianos.

En mi espíritu, aún muy joven, comenzaba a anidar la idea penosa de que nada era como parecía, que esa pretendida seguridad que a través de normas y comportamientos nos imponían nuestros mayores, en realidad no eran nada, sólo una especie de andamio para sujetar y moldear nuestra ignorancia conforme a sus deseos. Que el azar era realmente el que intervenía en nuestras existencias, en las vidas de todos, que no éramos más que bolitas de madera en los bombos que giraban los niños de San Ildefonso que oíamos cantar cada veintidós de diciembre por la radio.

- ¡Manolito Illescas Pérez!

- ¡Veinte años de vida!

- ¡Fernando Rodríguez Benito!

- ¡Sesenta años de vida!

- ¡Alfonsito Galán Pizarro!

- ¡Noventa y siete años de vidaaaaa!

Al cabo de unos días salía de la enfermería y yo a mi vez olvidaba a Solano, volvía con los demás y pasaban veinte o treinta días hasta que otra urticaria me llevaba de nuevo entre aquellas paredes y volvía a reencontrarme con el gallego Solano al que tan fácilmente había alejado de mi mente y que sin embargo allí seguía para recordarme cómo todos nuestros actos y nosotros mismos están sólo sujetos por un hilo imperceptible entre el azar y la necesidad.

Pero doy ahora un salto hacia la primavera y en concreto a la mañana en la que los noventa niños del Preventorio de Salud de Guadarrama hicimos la Primera Comunión.

El día anterior a éste acontecimiento tan importante en nuestras vidas, hizo un tiempo primaveral, algo frío por la mañana que un sol radiante calentó a lo largo del día, estuvimos muy ocupados ensayando cómo teníamos que desfilar a lo largo del pueblo hasta llegar a la iglesia en el centro de Guadarrama, probándonos los trajes blancos y los guantes y la forma en que teníamos que llevar un pequeño libro de oraciones y un rosario también blancos.

A esa misma hora mi padre iba camino del Aeropuerto de Barajas en uno de los autobuses que salían de la Plaza de Neptuno, una vez allí y tras entrar en lo que más parecía una finca en el campo que el aeropuerto más importante de España, subió a la terraza al tiempo que un Supercostellation se aproximaba al principio de la pista bajando el tren de aterrizaje.

Descendió suavemente y rodó durante unos minutos por el campo solitario, sólo dos o tres pequeños aviones de Iberia dormitaban aparcados y un poco más alejados algunas viejas glorias de la aviación, junto a los hangares un par de Junkers de aluminio ondulado pertenecientes al Ejército del Aire y que aún eran utilizados para el transporte de paracaidistas.

Encendió mi padre un cigarrillo viendo cómo se aproximaba el cuatrimotor hasta aparcar a unos pocos metros de la terraza en la que ya se habían concentrado algunas personas mientras unos empleados empujaban una escalerilla hasta la puerta del avión.

Descendían los pasajeros con sus neceseres y bolsos de mano saludados por las azafatas y mi padre esperaba la aparición de su hermano de un momento a otro.

Mi tío Ernesto se plantó en la escalerilla flanqueado por las señoritas de uniforme y quitándose la boina vasca que cubría su poderosa cabeza entonó a grito pelado,

Soy de Santurce,/ bonita aldea,/ soy del pueblo que gana / en las regatas con las traineras./ De babor, de babor a estribor,/ de estribor a babor, de proa a popa. /Que tu eres el mar y yo soy la arena, / que ya no voy solo, que el agua me lleva.

Mi padre comenzó a llorar mientras la gente callaba y esperaba el término de la canción, momento en el que todos prorrumpieron en un fuerte aplauso.

Y había llegado el gran día. Nos repartieron un vaso de leche porque decían las monjas que no podíamos ir a la iglesia en ayunas, eso sí, después de la comunión regresaríamos para tomar un excelente desayuno de chocolate con churros. Mis padres y a regañadientes mi tío, que se recuperaba del largo viaje, fueron temprano a coger el autobús de la empresa Larrea que les llevaría a Guadarrama.

Digo a regañadientes, porque mi tío no tenía la menor gana de ir a ver a unos niños haciendo la comunión. Pero había venido a España porque quería ver la forma de traer a sus hijos a estudiar, a ser posible colocándolos en casa de algún familiar, entre los cuales mis padres eran también candidatos, y no sería oportuno empezar su viaje rehusando ver a uno de sus sobrinos que coincidiendo con su viaje hacía la primera comunión.

Vestidos de punta en blanco, desfilamos hacía la iglesia en una larga fila, las cabezas bajas, familiares y gentes del pueblo nos acompañaban o veían pasar. Los enfermos de pulmón del hospital contiguo salían, la mayoría en pijama, a las amplias terrazas y nos seguían con la vista.

La ceremonia se prolongó durante lo que a los niños nos pareció mucho tiempo, hubo misa, sermón y el desfilar para tomar la comunión mientras se cantaban muchas canciones, todos estuvimos atentos y emocionados.

Volvimos al preventorio y al esperado desayuno y después de cambiarnos nos reunimos cada uno con sus familias. Estuve andando por el campo de fútbol y la dehesa con mis padres y mi tío, era aún muy joven para entablar una conversación con él, así que me limité a contestar sus preguntas y a observarle de reojo, fijándome en su cara y su forma de hablar.

Enseguida noté que los dos hermanos se dirigían poco la palabra y se mantenían enfurruñados, alguien nos hizo una foto sentados al borde de la carretera, mi tío insistió en que quería invitarnos a comer en un restaurante en lugar de hacerlo con las familias en el preventorio. Durante todo el cordero asado mi padre y mi tío discutieron sobre el modo en que se comportaba la sociedad española y otros temas que me eran ajenos. Años después tuve ocasión de conocer un poco más a mi tío, supe que era comunista y que durante la guerra civil había formado parte de la Brigada del Campesino como comandante. Tras múltiples avatares durante la Segunda Guerra Mundial participando en el Maquis, al finalizar ésta estuvo dando tumbos por varios países sudamericanos hasta que se asentó en Venezuela donde transcurriría el resto de su vida.

A media tarde, tomando todos cafés y copas y yo un vaso de leche caliente con un chorrito de coñac en el bar Pikio, mi tío Ernesto conoció a alguien con quien entabló conversación, tenía un Citroën pato en la puerta y se dirigía a Madrid.

Mi tío, sin pensárselo más allá de unos segundos, decidió irse con él, mis padres me devolvieron al colegio y se fueron a coger el autobús para Madrid.

No hay comentarios:

Publicar un comentario