
1956
El poeta español Juan Ramón Jiménez es galardonado con el premio Nobel de Literatura.
Puente de los Franceses
Mamita mía nadie te pasa
Porque los milicianos
Mamita mía, que bien te guardan.
Trotaba el miliciano como podía entre los adoquines levantados, llevando en la mano derecha dos juncos verdes cargados de churros que acababa de comprar recién hechos en un puesto que, a medio camino entre la Estación del Norte y el Paso de la Bombilla, calentaba el aceite cada mañana, a pesar de las bombas y las balas perdidas, haciendo que llegase el familiar y reconfortante olor hasta las primeras trincheras en el Manzanares.
También mi padre había comprado una docena y cruzando las vías llegó hasta la máquina de vapor en donde maquinistas y fogoneros, guardagujas y factores charlaban alrededor de un fuego sentados en las traviesas apiladas a los lados de la vía.
Llevaba más de un año subiendo y bajando a los pueblos de la sierra trasportando heridos de los frentes a Madrid.
Dejado el alquiler de la casita al lado de la estación de Las Navas del Marqués, mi madre con mi hermana, que aún estaba en mantillas, habían vuelto a casa de los padres en Bilbao hacía más de seis meses, la abuela Marcelina, estaba en una silla de ruedas y tenía que cuidar de ella, la gente salía como podía de Las Vascongadas temerosos de las represalias del Ejército Nacional, ellas estaban a punto de embarcar hacia Francia en donde pasarían algún tiempo en un campo de refugiados en la pequeña población de Tonnerre.
Habían pasado más de treinta meses desde que los Nacionales fueron detenidos en la Casa de Campo. Durante todo aquel tiempo la Ciudad Universitaria se fortificó con innumerables líneas de trincheras, puestos de morteros, nidos de ametralladoras, minas y pasadizos subterráneos, los enlaces y comunicaciones se hicieron más eficaces y por encima de todo el valor y tesón de los madrileños que, expresado en carteles, y de viva voz, gritaban ¡No pasarán!
Y no dejaban de ir a los teatros y a los cines de la Gran Vía - la Avenida del Quince y Medio - llamada así en referencia al calibre de los obuses que a la hora de las salidas de los espectáculos lanzaban los Nacionales desde las alturas del Cerro de Garabitas.
Pero las cosas habían cambiado, terminaba el mes de marzo y en Madrid se había corrido la voz de que la ofensiva del ejército Nacional se hacía inminente.
Se repartieron los churros los ferroviarios dando pequeños tragos a una botella de anís que iba pasando de mano en mano, estaba la mañana fría aunque lucía un sol tenue entre las nubes y el azul Goyesco de Madrid.
Reinaba un silencio inusual porque cada mañana, bien temprano, un lado y otro saludaban al enemigo con cargas de mortero, como indicando que allí estaban ambos para desayunarse con balas en cualquier momento, y ese día sólo se oían los pájaros que saltando entre los árboles barruntaban la primavera revoloteando entre una algarabía de gorjeos y gorgoritos.
Bajaban de vez en cuando algunas camionetas veloces cargadas de milicianos medio dormidos por la Cuesta de San Vicente hacia el Puente de los Franceses y los edificios de la Ciudad Universitaria.
En el corrillo de los ferroviarios se comentaban las manifestaciones del Consejo de Defensa Republicano a través de los micrófonos de Unión Radio de Madrid, que explicaban las gestiones de paz con los emisarios de Franco, pero que éste las había rechazado de plano, sabedor de que la realidad del momento actual estaba completamente a su favor.
Pasaron la botella de anís al Jefe de Depósito que acompañado por el Jefe de Estación se habían acercado hasta ellos, caminando desde el final del andén el corto tramo que les separaba de la máquina de vapor.
- Señores – dijo el jefe – esto se acaba, he recibido un parte para que todos los empleados dejen el servicio y vuelvan con sus familias.
Oían cabizbajos las explicaciones del Jefe de Depósito con caras serias y desencajadas.
- Parece ser – continuó – que Franco ha iniciado una ofensiva por Toledo y que la tropa se pasa a las líneas Nacionales, los oficiales han dejado el mando y vuelven a Madrid para tratar de salir hacia Valencia, no me parece a mí – afirmó haciendo un gesto de abarcar los alrededores con la mano – que esto se pueda sostener mucho más tiempo.
Los trenes por el momento, no se van a mover de aquí y nadie sabe lo que va a pasar los próximos días.
- Así que, señores, esto es lo que hay, suerte a todos y cada mochuelo a su olivo.
- ¡Salud!
- ¡Salud! – contestaron en un susurro.
Se disolvió el grupo y algunos se fueron directamente hacia el ramal norte del metro, otros, entre los que estaba mi padre, volvieron lentamente al depósito donde tenían su dormitorio con algunas pertenencias y ropa de calle.
Se cambió el mono azul, lavó la cara y las manos con fuertes restregones y pensando mientras fumaba un cigarrillo que estaba sólo en Madrid y sin posibilidades de coger ningún tren hacia el norte, decidió salir a la calle y pasar el día de mero espectador de los acontecimientos que se venían encima.
Salió por Príncipe Pío hacia la Cuesta de San Vicente para llegar a la Plaza de España, al fondo, el Paseo de Rosales estaba lleno de barricadas que a través del tiempo se habían convertido en domicilios provisionales.
Las calles levantadas, los adoquines arrancados, hacían difícil andar sin tropezar a cada paso.
Entró a tomar un chato en una bodeguilla subterránea en donde alrededor de la radio fumaban sin decir palabra algunos transeúntes y parroquianos, el bodeguero limpiaba vasos en un pocillo de agua turbia y los dejaba boca abajo sobre el mostrador de estaño.
El locutor informaba que los Cuerpos de Ejército I, II y III habían abandonado el frente, el Consejo Nacional de Defensa se había trasladado a Valencia y también lo habían hecho el general Miaja y Segismundo Casado.
Corría la voz de que algunas unidades se pasaban al enemigo en la Casa de Campo y en la Ciudad Universitaria, algunos batallones estaban en terreno de nadie y confraternizaban con los nacionales.
Con guitarras, botas de vino, canciones y bailes los soldados estaban haciendo ya la paz.
Salió a la cegadora luz de la calle y subió hacia Santo Domingo, apilados en confusos montones sobre las aceras, muebles, colchones, maletas y trastos de todas clases se cargaban afanosamente en carros de mulas, carretillas de mano y triciclos de reparto. Entre el vocerío de los vecinos, la confusión de las discusiones, y las lágrimas y los abrazos, se despedían aquellos que se iban precipitadamente de los que habían decidido esperar el futuro asomados a los balcones.
Confluía la gente en la Gran Vía arrastrando sus enseres, bajando por Alcalá, a la altura de La Cibeles, cubierta de tierra y ladrillos, era ya una interminable caravana hacia Atocha para intentar salir por la carretera de Valencia. Filas de milicianos seguían el mismo camino cargados con la manta de campaña y su fusíl.
Otros atestaban sobrecargadas camionetas, la gente lloraba y todos se apresuraban llevando a los niños más pequeños en brazos, envueltos en toquillas, acarreando sacos en donde intentaban salvar los recuerdos, las cosas más indispensables, el pan que ya no tendrían al día siguiente.
Contemplando todo esto los que hasta entonces se habían ocultado, descorrían levemente los visillos de las ventanas, atisbando la calle aún con miedo.
Por la calle de Alcalá aparecieron varios coches atestados de jóvenes de la Sección Femenina de la Falange con sus uniformes relucientes, corrían haciendo sonar las bocinas sin parar mientras gritaban a pleno pulmón:
¡Franco! ¡Franco! ¡Franco! ¡Arriba España!
La gente que apresuradamente huía ni siquiera se volvía a mirarles, los milicianos callaban y seguían su camino.
Se corría la voz de que se había ordenado asaltar y ocupar los Pabellones de Medicina, Odontología, Farmacia y Filosofía y Letras en la Ciudad Universitaria así como la Cárcel Modelo y el Puente de los Franceses.
Los defensores habían perdido la moral ante las enormes derrotas sufridas y vencidos y sin aliento abandonaban las trincheras para entregarse al bando Nacional.
Algunos volvían a Madrid en busca de amigos y conocidos con la esperanza de unirse a la población que se apresuraba por la carretera de Valencia.
Otros, en fin, resistían empecinadamente en algunos edificios de las Facultades disparando desde las ventanas superiores.
Consideró mi padre que había visto bastante y a media tarde se volvió al depósito de la Estación del Norte.
Antes de irse a la cama, salió a fumar un cigarro a la luz de las farolas mortecinas de gas, la noche estaba tranquila, sólo a ratos se oía el sonido de disparos aislados, alguna bomba de mano, el tableteo de una ametralladora.
Eran momentos históricos, pensó, de nuevo una parte de España, siempre
dividida, lloraba amargamente ante las ilusiones perdidas y el futuro incierto, la pobreza nunca vencida, la vuelta a la sumisión y la falta de libertad, el penar en busca de trabajo, en manos del señorito que pone a los hombres en fila y los va señalando con el dedo, éste trabaja, éste no, el sometimiento a los caprichos de los militares y el dogma absurdo y prepotente de los religiosos, las tierras dejadas para el recreo de los toros de lidia antes que repartirlas entre los pobres labriegos. La otra lloraba de alegría, daba gracias por el nuevo renacer, el horizonte de un futuro próspero y en paz, sin el horror de las cárceles del pueblo, las checas, y el tiro en la nuca a veces por el delito de tener unas manos suaves, de llevarlas limpias, de creer en Dios, la ilusión de un tiempo que traería orden para poder vivir en paz y prosperar.
Pasaron varios carros con sillas y colchones, grupos de sombras silenciosas que se alejaban entre el soniquete de los ejes y el sonido de los cascos de las mulas en los adoquines de la calle.
Dio una última chupada y sintió el relente de la noche en los huesos, se fue poco a poco a la cama, el siguiente día sería muy importante y quería vivirlo de nuevo en la calle.
Pasó una mala noche dando vueltas, tratando de acomodarse en aquella cama desvencijada, en un duermevela de ronquidos y toses de los compañeros, entrando a ratos por la puerta de los sueños, en donde se reflejaba la realidad cotidiana del horror de la guerra fraticida, del hambre, la miseria, del sinsentido de las palabras y las cosas, de los cuerpos apilados en las tapias de los cementerios, de todas las muertes inútiles justificadas en los discursos de los políticos, de las esperanzas rotas una vez más, de no saber vivir, o al menos convivir en la misma tierra.
Le rindió por fin el sueño al alumbrar el alba, y cuando entraba ya fuerte el sol se despertó sobresaltado entre la charla de los compañeros y la neblina del tabaco.
Volverá a reír la primavera
que por cielo, tierra y mar se espera.
Arriba escuadras a vencer
que en España empieza a amanecer.
Por el centro de la descarnada vía del tranvía, entre edificios semiderruídos por la aviación y la artillería, rodeados de una chiquillería cochambrosa y desarrapada, caminaba una columna de soldados, con sus mantas de campaña en bandolera y el fusil al hombro, en el centro un soldado enarbolando la bandera de España y al frente, abriendo camino, dos comandantes con boinas falangistas, pantalones de montar, el uno serio y el otro sonriente, los dos conscientes de la importancia del momento.
Por las bocacalles acudían grupos de mujeres, algunas con sus niños en brazos, hombres viejos y jóvenes, parándose y formando calle, levantaban el brazo, algunos con firmeza, otros tímidamente.
A la altura de la Gran Vía las calles se llenaban con un río de gente que brazo en alto cantaba el Cara al sol y lloraba y reía a la vez.
De los conventos cercanos acudían religiosos uniéndose al fervor popular, algunos enfermos eran sacados a la calle en camillas, otros en sillas de ruedas y todos saludaban la bandera, las banderas de España que habían aparecido de repente entre la multitud que se iba formando.
En la confluencia con la calle de Alcalá era tanto el gentío que ya casi no se podía andar, de ventanas y balcones pendían banderas, crespones con el yugo y las flechas, carteles de Franco, Franco, Franco, ¡Arriba España!
Desde Atocha, por Recoletos, subía una larga caravana de camionetas cargadas de soldados y civiles enarbolando banderas, por encima de La Cibeles una avioneta sembraba el cielo de octavillas.
En la Ciudad Universitaria grandes contingentes de milicianos entregaban sus armas a los nacionales que iban interrogándoles y remitiéndoles a los campos de concentración de la retaguardia.
Y un enjambre de niños, subidos en lo más alto de La Cibeles, quitaban el manto de tierra y ladrillos que la cubría, dando por terminados tres años de la más cruel guerra civil de las muchas sufridas en España.
Llegó mi padre a la Puerta del Sol, atestada de gente, había personas subidas en los semáforos y las farolas para poder ver mejor el acontecimiento.
Saludaban las autoridades desde los balcones del Palacio de la Gobernación, un oleaje de voces trasmitía el Cara al Sol de un extremo al otro de la plaza entre gritos de ¡Viva España!.
Entró en un bar y sentándose al fondo, pidió un vaso de vino y un plato de cocido. Sonaban marchas militares en la radio que eran interrumpidas cada rato para leer el siguiente parte del Estado Mayor del Ejército Nacional:
En el día de hoy, cautivo y desarmado el ejército rojo, han alcanzado las tropas Nacionales sus últimos objetivos militares.
LA GUERRA HA TERMINADO.
Burgos, 1 de Abril de 1.939
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