
1959
Franco inaugura el Valle de los Caídos.
El Cordobés se viste por primera vez el Traje de Luces.
Bahamontes gana el Tour de Francia.
El azar era un componente muy importante en nuestras vidas. El azar y la necesidad. La necesidad de que existiese el azar. La necesidad que nos llevaba a pensar que esa vida a la luz de bombillas mortecinas no podía durar para siempre. El azar que nos haría diferentes, que nos llevaría, como el rayo del Capitán Marvel, a otra dimensión, a cualquiera de aquellas que se reflejaban en el lienzo blanco del cine Montija.
Andando por las calles solitarias, camino de casa, arropado con la bufanda perlada de gotitas que la respiración producía al contacto con el crudo invierno, pensaba en éstas y otras cosas, hacía mucho frío, bajaba pegado al lado derecho de la avenida de la Reina Victoria, junto a la pared de ladrillo de San José y Santa Adela.
A la altura de Federico Rubio una columna de cemento con los cables de la luz cruzando el centro de la calle servía de plazoleta improvisada alrededor de la cual giraban algunos automóviles y carros tirados por mulas sobre el desigual adoquinado.
También había gente en la pantalla del cine Montija que andaba por calles solitarias, el sombrero calado bajo una lluvia pertinaz o la tormenta de nieve que emborronaba la pantalla excepto una lucecita lejana a la que el protagonista se dirigía. Al abrir la puerta del local, un torrente de luz, voces alegres y humo de cigarrillos le recibía, se desprendía del grueso gabán y el sombrero y se dirigía a la barra donde la cerveza y el bourbon pasaban de mano en mano. Enseguida estaba rodeado de camaradas y de una prometedora velada de risas y diversión.
Y allí acudíamos en tropel, llenábamos los cines por necesidad, huyendo del frío de la calle a éste otro frío plano del celuloide, esperando un milagro, un azar, que nos convirtiera en comparsas de una mentira que nos alejase, al menos momentáneamente, de la vida que nos esperaba al encenderse las luces del cine.
Andando por la acera pensaba en llegar a casa donde nos sentaríamos todos a la mesa y cenaríamos una sopa y después pescado, todos juntos, en torno a una mesa redonda en la que cabíamos un poco apretados, mi padre dando algunos tragos al porrón, mi hermana hablando alegremente con la ilusión de la vida palpitando en sus pupilas, mi hermano cortando el pan y contándome historias leídas en algún libro de aventuras, mi madre serviendo una deliciosa sopa caliente de arroz y trozos de pescado.
Por la mañana, a eso de las seis, mi padre subiría, como todos los días, hasta el metro de Cuatro Caminos, bajaría las escaleras cruzando los pasillos llenos de gente pobre, desheredados que dormían contra la pared, envueltos en sacos, ropas heterogéneas, pegados los unos a los otros para guardar el calor que venía de los túneles con olor a tren y a zapatas de los frenos y se sentaría soñoliento en un vagón hasta llegar a Vallecas, a los depósitos de máquinas de Cerro Negro.
Mientras, en nuestro minúsculo piso de la calle Residencia, todos dormiríamos un ratito más, mi hermana soñando con musicales americanos, jovencitas conduciendo sus propios coches, galanes Peter Lawford, educados y sonrientes, Doris Days en cocinas impecables, con plantas y mucho sol entrando desde calles llenas de árboles frondosos.
Mi madre, posiblemente pensando en poder llegar a fin de mes, o en sus pasados días de juventud en Santander cuando iba los veranos con su hermano Tomás y corrían llenos de vida por el Sardinero y nadaban en las frías aguas del Cantábrico.
Mi hermano navegando hacia alguna isla ignota, lejos de curas y jefes, diseñando su futura casa en el mejor árbol, con lianas que le llevarían en volandas de un lado a otro sin apenas tocar el suelo, habitaciones en la espesura de los árboles como el los Robinsones suizos.
De vez en cuando, en el paseo central junto a la entrada del metro de Cuatro Caminos se montaban unas casetas de madera, de tablazón vieja, con profusión de bombillas y un par de altavoces en los que se desgañitaba un tipo de voz aguardentosa que hacía juego con la mezcla estática del sonido.
La señora Adelaida, madre de mi amigo Pepito Trócoli, era la primera en plantarse frente a la caseta cuando al atardecer quitaban las planchas de madera del mostrador, encendían las bombillas y ante sus ojos se presentaba un mundo de muñecos de peluche, cafeteras italianas, mantelerías compradas en Portugal, cajas de jabones, colonias y un sinfín de objetos de poco valor que formaban un conjunto deslumbrante a los ojos de la concurrencia.
La necesidad llevaba a la señora Adelaida al azar. Manoseaba inquieta las pocas monedas que llevaba en el bolsillo calculando cuántas papeletas podría comprar para la rifa, mientras con la otra mano roía un mendrugo de pan que siempre llevaba como fiel acompañante.
La gente agolpada alrededor de la luz sostenía las papeletas bien apretadas en la mano, los ojos fijos en la rueda que al impulso del poderoso brazo del sacamuelas giraba con un ruido de engranajes de bicicleta.
Acudía también Adelaida a todos los concursos de radio donde se repartiese algo. Entrar a ver los programas era gratis, con la única obligación de aplaudir cuando lo mandasen. Algunos días repartían huevos, y allí estaba la primera disputando con las demás amas de casa que acudían en masa a éstos concursos y que tenían que espabilarse y estar de las primeras en la cola que se formaba a la puerta de los estudios para coger buen sitio.
Otras veces se repartían pastillas de caldo, jabón en polvo, leche condensada, latas de sardinas o cualquier otra cosa que se anunciase por los micrófonos.
Algunas amas de casa eran casi profesionales de las audiencias radiofónicas, era una forma de complementar con aquellos regalos en especie la mermada bolsa de la compra y que ayudaba a conseguir poder terminar el mes, la vida austera y los esfuerzos de la gente encontraban en éstos programas un pequeño alivio de diversión y pequeños regalos que significaban mucho en algunos hogares.
La señora Adelaida siempre recogía algo y salía felíz a la calle dando saltitos y gritos de alegría.
Poco a poco la rueda iba parándose hasta quedar inmóvil y la lengüeta señalando un número - ¡La niña bonita, el quince, señores! Del grupo emergió una señora con pañuelo negro a la cabeza que recogió muy contenta una caja de jabones.
El azar y la necesidad en aquella época de escasez se aliaban también con el milagro. El milagro es por definición un suceso extraordinario que contraviene las leyes de la naturaleza, por lo que resulta excesivo llamar milagro a las pequeñas cosas que ocurrían en la vida cotidiana y que por arte de birlibirloque se solucionaban con un poco de fe, pero milagro o no, la fe, muy arraigada en épocas de carencia, consolaba y ayudaba a vivir en aquellos tiempos difíciles.
He aquí un pequeño ejemplo vivido en casa: al volver un mediodía del colegio encontramos a mi madre llorando porque no tenía dinero para comprar el pan. Después de consolarla y decirle que las alubias estarían igual de buenas sin pan, ella decidió que eso no podía ser y que tenía que haber pan en la mesa. Sacó del armario una botellita de plástico que representaba a la Virgen María en la que había agua bendita traída de un monasterio. Comenzó a echar gotitas con la mano en las habitaciones mientras que a mi hermano y yo y a ella misma nos entraba la risa.
Guardó por fin el agua y se puso a colocar en el armario algunas ropas que acababa de planchar, al colgar uno de los pantalones metió la mano en el bolsillo y allí, esperándola, había una peseta de papel como nueva por el efecto de la plancha.
Mi madre se echó a llorar mientras mi hermano bajó las escaleras de tres en tres con rumbo a la panadería llevando el milagro cuidadosamente protegido entre sus manos.
Otro ejemplo: bastantes años más tarde, cuando ya no sólo teníamos dinero para el pan si no que podíamos ahorrar, mi hermana y su amiga Encarnita se pusieron un día a limpiar diligentemente la casa y Encarnita, que era muy expeditiva en las cosas de la limpieza comenzó a tirar cajas viejas, papeles, y entre otras cosas más decidió también deshacerse de todas las medicinas que habían caducado sin saber que mi madre había guardado en una de las cajas quince mil pesetas, que en aquellos tiempos era mucho dinero.
Después del disgusto inicial al comprobar mi madre la pérdida de la caja de medicinas llegaron a la convicción de que era imposible recuperar el dinero porque habían pasado varios días desde que fué a la basura y vete a saber donde habría ido a parar la dichosa cajita, mi madre entonces recordó de pronto la peseta de papel encontrada milagrosamente aquél día y que les solucionó el tener pan en la mesa y ni corta ni perezosa se fue al armario donde seguía la botellita del agua milagrosa, la encontró en un rinconcito debajo de unas toallas aunque el agua se había evaporado con el paso del tiempo. No lo pensó dos veces, y llevando la botellita en la mano salió acompañada por mi hermana y Encarnita, algo avergonzadas y renuentes, a emprender aquella aventura rumbo al vertedero de la Villa.
Los encargados se quedaron como viendo visiones ante la petición de búsqueda de mi madre. Había toneladas, montañas de basuras en una superficie de varios kilómetros a la redonda.
El encargado, prosopopéyico y castizo, intentaba hacer ver a mi madre la irrealizable inmensidad de sus deseos. Mi madre sin hacer caso de las razones de peso que esgrimía el encargado para disuadirla de la búsqueda, se fue, botellita en mano, hacia un montón que el azar le sugería y la necesidad de recuperar un dinero que llevaba tiempo ahorrando pacientemente, le dictaba.
No tuvo que escarbar mucho en los detritus, la caja de medicinas le estaba esperando con las quince mil pesetas cuidadosamente dobladas entre las pastillas sobrantes.
Todos, incluidas Aurorita y Encarnita se quedaron como si hubieran visto la separación de las aguas del Jordán. Mi madre, con el dinero en una mano y la virgencita en la otra dijo:
- Hale, vamos para casa, que tengo que poner la comida y ya hemos perdido mucho tiempo. Y salieron rumbo al autobús dejando mudos durante un buen rato a los empleados del vertedero de la villa.
Hacía mucho frío, estaba ya cerca de mi casa, quería y no quería llegar, dentro del bar de celuloide seguían charlando alegremente y tomando bourbon en conversaciones interminables.
En otras imágenes del pasado y el futuro alguien rezaba para que saliera su número en la rifa del estridente embaucador rodeado de Giselas y ropa barata.
En el metro las gentes a las que el azar de la vida les había dejado sin hogar se envolvían en periódicos usados y se apretujaban tendiendo sacos en el suelo para pasar la noche pensando que algún día dejarian de estar necesitados de todo.
En algún lugar alguien tocaba el violín en una habitación vacía, los dedos marcando los acordes, deslizándose por los trastes, interpretando la melodía universal del azar del hombre que no puede expresarse con palabras pero está sujeto a la necesidad del impulso inmanente por sobrevivir.
Y mi madre llevaba a la mesa la sopa preocupada porque yo aún no estaba en casa, ajena al día todavía lejano que recuperaría sus quince mil pesetas guardadas con mucho sacrificio. Algo que, cuando ocurrió unos años después, llamaríamos suerte, pero que posiblemente encerrase el milagro de alguna otra palabra como por ejemplo, necesidad, azar, fe.
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