martes, 16 de junio de 2009

34 - LA PALOMA



1961

Alemania del Este construye un muro para separar el Berlín Oriental del Occidental.

En toda España se suceden las protestas de obreros y estudiantes.


De fracaso en fracaso, perdido en un bachillerato incomprensible para mí, arrastrando las asignaturas de un curso a otro, tratando con todas mis fuerzas de comprender y asimilar algunas de aquellas materias que no me entraban en la cabeza, de ser al menos como el resto de mis compañeros, perdido en el marasmo y la confusión de mis pensamientos, llegué al mes de Junio, el último curso del Bachillerato Elemental, el principio para muchos de un mundo nuevo, el del Bachillerato Superior, puerta para ir a la universidad.

No lograba aprobar las matemáticas, no las entendía, las arrastraba de curso en curso desde los tiempos en que la señorita María Emilia llenaba la pizarra de fórmulas y logaritmos incomprensibles para mí.

Me ví de repente fuera del colegio, en otro verano caluroso marcado por la impotencia y la amargura de querer ser mejor, de dar alguna vez una alegría a mis padres, sabiendo en el fondo que no podía ser, que llevaría las notas a casa y mi padre se desesperaría una vez mas viendo que no conseguía ningún resultado en sus esfuerzos para que tuviera unos estudios, para ser un hombre de provecho, como él decía.

Sentado enfrente de mí, en el comedor, mi padre leía la cartilla de notas y yo temblaba imaginando su reacción, quizás se levantase y me pegara, al no tener otra salida a su impotencia y frustración.

Leía despacio mientras yo seguía el vuelo de las moscas sobre el tapete de la mesa camilla, desde la casa de enfrente llegaban las notas del piano en el que una vecina practicaba todas las mañanas con gran tesón.

Imaginaba sus dedos subiendo y bajando ágiles sobre las teclas negras y blancas mientras observaba los ojos intensos de mi padre que también se desplazaban arriba y abajo sobre el cuadernillo.

Me miró y tomó aire, bueno – dijo, apoyando el brazo sobre la mesa - ¿Tienes idea de lo que quieres ser en la vida ahora que a trancas y barrancas has terminado el bachillerato elemental? Me quedé en blanco porque no esperaba ésta pregunta. La gran verdad papá, pensé durante unos segundos, es que no tengo ni idea, ni la he tenido nunca. Mi vida es arrastrarme por los días sin rumbo, huir cada minuto del pánico que me produce vivir, querer estar bajo la oscuridad de las mantas de mi cama olvidando que existo, corriendo sin parar en la negrura de mi sufrimiento.

Mi padre esperaba una respuesta, calmado, pero sus inteligentes ojos verdes estaban ya más allá de lo que yo pudiera decirle.

- ¿Vas a contestarme? No tengas miedo ni tiembles, dime lo que estás pensando.

Estaba muy nervioso, trataba de sentirme entero pero me sentía roto por dentro, en pequeños fragmentos de cristal que se clavaban en mis pulmones y no me dejaban respirar. Haciendo un gran esfuerzo, aunque ya sabía que sería inútil el empeño, miré a mi padre de soslayo y dije en un hilo de voz,

- Quiero estudiar música.

- ¿Quieres estudiar música?

- Sí, ir al Conservatorio.

- Así que estudiar música – hizo una pausa y se puso de pié – yo también me levanté y me fui hacia la puerta.

- Creo que es lo que más me gusta.

- Ven aquí, no me tengas tanto miedo, no voy a hacerte nada – dijo

- ¿Música? - volvió a repetir.

Mi padre era un gran trabajador, querido por todos sus jefes y compañeros, con dotes de mando, alegre y con una disposición especial para los inventos y las mejoras ya fueran mecánicas o eléctricas, había llegado a Jefe de Depósito en la RENFE que era el lugar mas alto al que se podía llegar sin tener estudios formales. En todas las estaciones de España le conocían, le gustaba su profesión y era feliz aunque el salario no estuviese a la altura de su esfuerzo y en casa tuviéramos problemas para llegar a fin de mes.

Estos largos caminos de hierro que le llevaban en todas direcciones también le devolvían a su casa y su familia y cuando entraba por la puerta encontraba a su mujer y a su hija que le adoraban y a mi hermano y a mí que le queríamos pero sobre todo le temíamos.

Éramos el gran escollo en el que la filosofía de mi padre embarrancaba, él quería que mi hermano y yo fuéramos el reflejo del hombre laborioso y alegre que él mismo era, interesado por el trabajo y la vida, por la familia, con ideas claras para estudiar o aprender un oficio, para ser un hombre de bien.

Pero nosotros, por alguna extraña circunstancia, no éramos como el resto de chicos de la calle, no nos gustaba el fútbol, ni las actividades sociales y para colmo a mi hermano le gustaba el ballet, idolatraba a Rudolf Nureyev y lo sabía todo de Nijinsky y los ballets de Diaghilev. El resto del tiempo lo pasaba en sus esferas oníricas, muy alejado del mundo que a mi padre le hubiera gustado compartir con nosotros.

Yo por mi parte escribía poesía, estaba metido de lleno en la filosofía existencial, leía sin parar, lloraba en silencio mas de lo habitual y adoraba a Georges Brassens. Esto, en la España de los años cincuenta, tengo que admitir que no era muy normal, y no me extraña que mi pobre padre se desesperase ante la inutilidad de conseguir una mínima aquiescencia espiritual con sus dos hijos varones, aves extrañas revoloteando siempre en parajes desconocidos y solitarios, lejos de la bandada.

Mi padre permanecía callado, pensativo, miraba a través de los cristales del balcón hacia la casa donde la vecina practicaba sus lecciones de piano. Luego, se volvió y mirándome fijamente exclamó:

- ¡Tú donde vas a ir el próximo curso es a La Paloma! ¡A aprender un oficio, ya que no vales para estudiar! ¡Música, te voy a dar yo música! ¡A la Paloma! ¿Me has oído? ¡A la Paloma!

- ¡Y si no a hacer cajas de cartón! ¡Para que aprendas lo que es la vida!

La vecina había dejado de tocar el piano, imaginé la habitación vacía y las teclas saltando al suelo como pequeñas haditas negras y blancas, corriendo hacia al fondo del pasillo donde se agrupaban y volviéndose me miraban y gritaban con risitas malvadas al mismo tiempo,

- ¡A la Paloma! ¡A la Paloma!..

Pasaron en ese momento por mi mente, como una nube negra cargada de lluvia fría y desapacible, los años que me esperaban por delante yendo y viniendo cada día a la Institución de Formación Profesional Virgen de la Paloma, en la que cada día formaría parte de los mil quinientos alumnos que cada mañana recibiríamos las consignas de la Falange, cantaríamos sus himnos, y desfilaríamos a los talleres y las aulas para seguir con las charlas y oraciones de los Salesianos, los rosarios, las Semanas Santas, las tablas de gimnasia en las demostraciones sindicales del Estadio Santiago Bernabeu. De vuelta a las odiosas matemáticas que nunca entendería ¿porqué no podía hacer algo para lo que estaba inclinado, que tuviera que ver con las letras, las artes, la música?.

Otro período de confinamiento y adoctrinamiento que tendría que sufrir tratando de protegerme mirando a mi interior, cubriéndome una vez mas con mi aislamiento y mi mutismo social, sabedor de que todo sería inútil, que perdería otros tres años de mi vida porque nada de aquello me interesaba, porque seguiría a la deriva sin saber que hacer conmigo mismo.

La decisión estaba tomada, agaché la cabeza y bajé a la calle, me fui andando con la mente en blanco, como tantas veces tratando de respirar profundamente el aire tibio del barrio envuelto en toda clase de olores conocidos para así alejarme de mi realidad ingrata.

A la altura de la calle Aravaca el Ruli ataba el carrito de metal al sillín de la bicicleta y colocaba las cajas de cebollas, pimientos y frutas de la tienda de su padre.

Nunca supe su verdadero nombre, pero eso importaba poco, su apodo Ruli Furti Kiroli, era lo suficientemente largo, complejo y sonoro para que causara impresión en todos nosotros. Entonces la mayor parte teníamos apodos surgidos a veces de no se sabe donde pero que solían especificar las diferentes idiosincrasias del rebaño con meridiana precisión.

Mi amigo Miguel era El Chino, otros eran El Zoca, Capi, Palulo, Pepe el de la Reme, El Ñeñe, El Zapa, Lito, Pepe el Cabezón, Paco la Guinea, El Loco Carioco, Paco el camión, Paco el sereno, El Negro, El Chune, El Ciriza, El Francés, y un largo etcétera, a mi me llamaron de varias maneras, recuerdo un par de ellas, Kiosco Verde, y una temporada que estuve gordo La Vaca Ciriaca, en fín, cosas del barrio.

Era el Ruli varios años mayor que yo, delgado, alto, de mandíbula prominente heredada de su madre que nos recordaba al Capitán Garfio, ágil en extremo, nervioso, sonriente, agudo y dicharachero, con mil historias inventadas o reales que contar, siempre diferentes. Se había criado en la calle que era su verdadera casa, que, sin embargo, sí tenía y un padre de la Brigada Social, y una madre y una hermana que se dedicaban a atender la frutería. Pero su mundo, su patio de recreo era todo Cuatro Caminos, Reina Victoria y parte de la Ciudad Universitaria. Montaba en su desvencijada bicicleta que en realidad era un apéndice de su propio cuerpo y nos dejaba embobados a todos con sus saltos, cabriolas, posiciones inverosímiles que dejaba en pañales al mas avezado funambulista.

En mi estado de postración me acerqué a él que enseguida comenzó a contarme historias mientras me pedía que le ayudase a colocar las cajas en el carrito. Fuimos apilándolas y parándome en seco se echó mano al bolsillo trasero del pantalón y me enseñó una navaja automática que acaba de comprar en el Rastro, la abrió lanzándola diestramente al aire donde giró dos veces recogiéndola con los dedos por la punta afilada y lanzándola con fuerza a la puerta de la frutería donde se clavó con gran precisión en un circulo marcado con tiza.

Muchos teníamos navajas o cuchillos de lanzamiento con los que practicábamos en los árboles de la Dehesa de la Villa, pero él era un maestro al que admirábamos y respetábamos, al que nadie podía superar.

Terminamos de colocar las cajas, me subí al carrito y el Ruli de pie comenzó a pedalear calle abajo haciendo inclinar la bici a izquierda y derecha con vivo pedaleo, cruzamos Conde de la Cimera y a coger velocidad en el principio de la Cuesta de la Cantina, el carrito daba votes y las cebollas y los tomates saltaban entre mis piernas, a mitad de la bajada se inclinaba en las curvas y alguna que otra cebolla se quedaba en la cuneta, íbamos a toda mecha y el Ruli se alzó y poniendo los dos pies en el sillín se fue levantando lentamente, abrió los brazos en cruz y comenzó a cantar estentóreamente.

De repente me inundó una gran felicidad, qué importaba La Paloma, qué importaba todo, la vida era ese momento bajando la Cuesta de la Cantina a toda velocidad. Me puse a cantar a pleno pulmón y entre nuestros gritos y carcajadas nos convertimos en flecha, en pájaro, en humo, nos disolvimos, eso es, yo y el Ruli. Yo y mi amigo del barrio El Ruli Furti Kiroli.


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