martes, 16 de junio de 2009

30 - EL VENDEDOR DE PERIÓDICOS



1959. Muere Joaquín Blume a los 25 años en un accidente de aviación.

El Presidente Eisenhower llega a Madrid en visita oficial.


Por la calle, como cada mañana, bajaba Hilario la cuesta con su carrito de madera cargado de periódicos y chucherías canturreando con voz aguardentosa que acompañaba el chirrido de las pequeñas ruedas del viejo cajón. A unos pasos le seguía su mujer con el bebe envuelto en grueso mantón y toquilla, al pasar dejaba una estela de cazalla, anticipo tomado en casa para matar el gusanillo y que iría en aumento a lo largo de la fría mañana.

Su segunda mujer, hermana de La Rubia, que había muerto, al parecer, del cansancio y la vida perra acumulada soportando las borracheras de Hilario, había vivido en una cueva de la Ciudad Universitaria con un gitano que la tundía a golpes. Hilario, no pudiendo soportar la soledad, fue en busca de su cuñada que accedió a irse con él a cambio de un techo donde vivir y porque, a pesar del alcohol, Hilario no era violento y sí muy trabajador.

Montaba su tenderete de cartones en la puerta de El Laurel de Baco, una taberna en la esquina de Reina Victoria y Francisco de Sales, una esquina donde el viento era un cuchillo gélido que intensificaba las bajas temperaturas empujando a los hombres a cobijarse entre los toneles de vino y las cajas de sifones y gaseosas arrebujados entre el humo del tabaco, el café de recuelo y sobre todo en las copas de orujo, anís y coñac que se echaban al coleto para engañar el madrugón, el frío y el día de arduo trabajo que les esperaba por delante.

Allí, junto al carromato lleno de revistas y periódicos, rodeados de cartones para defenderse del frío se sentaba la mujer de Hilario con el bebé, arrebujada con un par de mantas del ejército que se echaba por la cabeza. Pasaban así la mañana voceando los periódicos y a mediodía calentaban un pucherito en un infiernillo de petróleo y comían sin dejar la venta atrayendo a voces a los clientes.

Después de comer, Hilario recorría los bares con un cargamento de diarios y aprovechaba para bajarse unos tragos más, que le calentaban el estómago y le ayudaban a continuar la tarde.

Durante varios años vi subir y bajar por mi calle a éste matrimonio con su carrito y regresar muy tarde por la noche, él generalmente beodo dando voces y profiriendo juramentos, ella callada, cansada y resignada.

En el transcurrir de este tiempo tuvieron tres hijos más que se cogían al carrito en cuanto podían andar y ayudaban a traer y llevar los periódicos subiendo y bajando la calle con los cartones, algunas sillas y las bolsas con el almuerzo.

En invierno tenían las manos agrietadas y costrosas por el frío y meaban sobre ellas para cicatrizar las heridas. A veces cuando yo salía de casa muy temprano para ir a misa, pasaban junto a mi portal. Él llorando y blasfemando, la mujer con el más pequeño oculto entre las ropas, los otros dos empujando el carrito junto a sus padres en silencio.

Yo me preguntaba cómo podían vivir así. De dónde sacaban fuerzas para levantarse a enfrentar un nuevo día de trabajo sin esperanza. Quizás me equivocaba, quizás sí tenían esperanza y eso les hacía luchar y encontrar el coraje necesario para sobrevivir. O sería la inercia de los días, el impulso que hace al hombre seguir adelante casi inconscientemente.

Hilario apareció un día con una vieja motocicleta a la que enganchó el carrito de los periódicos. Las cosas parecían irles algo mejor. Seguía bajando muy temprano a la fría esquina conduciendo la destartalada motocicleta diestramente a pesar de sus muchas dioptrías que trataba de compensar con unas gafas como culos de vaso. Su mujer y sus hijos bajaban un poco más tarde evitando así el primer frío de la mañana. Un mediodía estaba cruzando la calle para ir a comer a casa al tiempo que Hilario bajaba en la motocicleta con un cargamento de periódicos en el carrito. Cruzaba en ese momento la camioneta del carbonero cargada de leña y cisco para los braseros. No sé si Hilario no la vió o el alcohol había ya embotado sus reflejos o ambas cosas a la vez, el caso es que siguió de frente y se estampó contra la caja de madera del camión. Los vecinos que en su mayoría estaban en los bares salieron a la calle y le recogieron del suelo. Estaba inconsciente. El carbonero y dos o tres más le llevaron corriendo a la Casa de Socorro. Alguien fue a avisar a su mujer a la esquina del “Laurel de Baco”. Vino gritando y llorando ¡me lo han matado, me lo han matado!

Como estaba cerca de la camioneta, me conmovió mucho ver que sus gruesas gafas estaban incrustadas en la tablazón y aparentemente intactas. A la mañana siguiente, como cada día, y como si no hubiera pasado nada, bajaban Hilario y su familia arrastrando el carrito de los periódicos. Llevaba un aparatoso vendaje en la cabeza y andaba cabizbajo. Sin decir palabra. Mirando al vacío con sus ojos miopes desprovistos de las gafas. Solo el traqueteo familiar del carrito de madera rompía el silencio.

A partir de aquel día el vendaje fue poco a poco tornándose amarillo hasta convertirse en un pingajo mugriento. Lo llevó sujeto con trozos de cinta aislante durante bastante tiempo. Varios días después del accidente pasó por mi lado la camioneta del carbón y las gafas de Hilario aún estaban empotradas en la madera de la caja. Me sorprendió mucho que nadie hubiese reparado en ello y enseguida mis amigos y yo las recuperamos y las llevamos a su casa. Al día siguiente pasó a la misma hora de siempre camino de su esquina y llevaba puestas sus gruesas gafas aunque uno de los cristales estaba roto y sujeto con varios trozos de la misma cinta aislante negra que llevaba en la cabeza.

Desde el accidente desapareció la motocicleta y el señor Hilario no volvió a probar una gota de alcohol en ninguna de sus múltiples formas. Nunca más en los años sucesivos tuvo trifulcas callejeras. No más juramentos.

Día a día siguió bajando con su familia al puesto en la esquina del Laurel de Baco. Veranos ardientes. Interminables inviernos. Le dió por leer lo que vendía y se convirtió en un filósofo callejero de voz aguardentosa y determinación en sus palabras.

Y pensé en el claroscuro de una época predominantemente triste y sin embargo llena de pasión, esperanza y hasta de ilusión. Porque gobierne quien gobierne, mande quien mande, pase lo que pase en la calle, la vida no espera para nadie y el cuerpo y el espíritu se revela contra la imposición, la soberbia y la falta de libertad que engendran a su vez la pobreza, la sumisión y la anulación de la vida física y mental, único verdadero patrimonio del ser humano en su corto, amargo, ácido y dulce viaje planetario.

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