
1960
Se estrena "El Cochecito".
Se inaugura el TALGO Madrid – Barcelona.
Los Estados Unidos lanzan el primer satélite de Telecomunicaciones.
El tedio cubría las horas sin fin del colegio sin aliciente. A pesar de los gritos de la señorita María Emilia tratando de hacernos digerir el laberinto de números y letras que la tiza iba dejando en la pizarra y que nos hacia copiar a matacaballo mientras borraba la parte superior para seguir la locura de los problemas que nunca nos llevaría a ninguna parte, al menos a mí, los ojos se me escapaban sobre las ramas de los plátanos que atisbaba por la ventana.
El horizonte azul, el calor y los incipientes olores de la primavera se diluían en la confusión que los problemas de horas, de trenes diversos a diferentes velocidades y kilometrajes extraños exigían una respuesta en el cuaderno cuadriculado de matemáticas. Como era incapaz de entender nada de lo que la señorita María Emilia repetía desgañitándose a pleno pulmón, yo solo veía un futuro espantoso de hierros retorcidos, vagones volcados, víctimas esparcidas por las vías del tren, fuego y desolación todo ello debido a mis ínfimos conocimientos de matemáticas llenos de enormes lagunas imposibles de superar.
Y como no era capaz de concentrarme en la supuesta belleza de los números, lo hacía en la ventana de una oficina que había enfrente del colegio.
Desde mi pupitre observaba a un señor calvo que, sentado en su escritorio, bajo una desnuda bombilla amarillenta, trabajaba sin descanso sin apenas moverse. Me preguntaba si sería feliz, tantas horas encerrado en aquel cuartucho de la bombilla mortecina, entre esas cuatro paredes. Quizás fuese fascinante el trabajo que realizaba moviendo todos aquellos papeles, hablando por teléfono, encerrado en su pequeño mundo que le daba de comer.
Y como siempre, me invadía la dolorosa nostalgia de los espacios abiertos. Querer salir corriendo sin propósito alguno. Subir y bajar los desmontes de la Ciudad Universitaria dejando llenar mis pulmones del frescor punzante de los pinos, de la tierra húmeda con olor a primavera. Dejando que mi pena interior, incomprensible, se desbordase en un torrente de lágrimas.
La señorita María Emilia volvía a su escritorio, nos daba una tregua mientras comía sus dos quesitos de El Caserío, que eran su única merienda. Nos miraba aún jadeante de su esfuerzo en la pizarra y dirigiéndose a todos en general decía:
- ¡Como no hagáis bien el exámen me voy a hinchar a poner ceros!
Era verdad. Mi cuaderno de notas estaba lleno de enormes ceros en rojo que ocupaban las casillas por entero.
-¡Como no espabiléis alguno de vosotros va a terminar de conductor de autobús! - decía.
Yo miraba la oficina de enfrente del colegio, la única bombilla iluminando el espacio de trabajo del hombre calvo siempre concentrado en sus tareas y pensaba que ser conductor de autobús era mucho más fascinante que aquello, estabas al aire libre, con la gente, un poco más libre que el hombre del escritorio y te paseabas por Madrid donde nunca faltaban cosas que aprender y de las que sorprenderte.
Terminó la clase y la señorita María Emilia salió despotricando mientras hacía su aparición el profesor de Formación del Espíritu Nacional, plúmbeo amasijo de charlas sobre el Sindicato Vertical, las Leyes del Movimiento y no sé que más patrañas que nos daba un profesor barbilampiño. Durante su discurso se charlaba y cuando el grado de decibelios superaba con mucho al pobre profesor, daba éste un golpe en la mesa y decía, -¡Como no se callen ustedes, aquí va a correr la sangre! naturalmente lo que corrían eran las carcajadas y hasta había quien lloraba de risa.
Hacía mucho calor para ser primavera, desde la ventana me fijaba en el empleado de la fábrica de hielo y polos que subía la cuesta de la calle con un triciclo cargado de barras de hielo, debía ser una carga muy pesada porque empujaba con saña dejando un reguero de agua a su paso.
A menudo comprábamos polos en la fábrica que olía a esencias de fresa, limón, naranja y plátano, absorbíamos el colorante y el hielo quedaba translúcido, a continuación nos quejábamos al dueño que nos ponía en la calle repartiendo soplamocos a todo el que pillaba por delante.
Y llegaba don Juan, alto, desgarbado, surrealista, anárquico, su clase de latín me gustaba, nos transportaba a la Guerra de las Galias, a los Triunviratos Romanos, me gustaba traducir, era una clase divertida.
Pero estábamos todos deseando salir a la calle, había terminado el invierno y anticipábamos las vacaciones aunque teníamos la espada de Damocles de los exámenes muy cerca, también llegaba la Semana Santa, el rigor de la tristeza impuesta, las confesiones.
Desde el año que pasé en Guadarrama con las monjas de la caridad, en donde hice la primera comunión, había tenido un sentido trascendente de la vida y me atraía el misterio escatológico.
Pero este sentimiento filosófico de la vida que yo trataba de expresar, en el mundo de la religión católica masificada se reducía en la mayoría de las confesiones con los curas al sexto mandamiento. Era tanta la presión que ejercían en nosotros que un tema como el sexo que hasta entonces no era importante en mi vida, comenzó a obsesionarme.
Gracias a la Iglesia algo que a mí me parecía atractivo y romántico, se convirtió en una aberración, generadora de profundos sentimientos de culpa, una lacra fruto abominable, al parecer, de mi naturaleza malsana.
Y como, al transcurrir de los años, el cuerpo joven exigía amar con más premura la lucha se hacía acerba y la Iglesia nos ponía delante los más terribles castigos del fuego eterno, y por si fuera poco, se le unían las enfermedades más horribles que pudiéramos concebir.
En el colegio de mi hermano los curas llevaron a la clase a visitar el Hospital de San Juan de Dios, allí había una sala con la representación en cera de todas las enfermedades mas horripilantes que tuvieran que ver con el sexo.
El horror que le produjo a mi pobre hermano la visión de aquellas atroces enfermedades fruto de la concupiscencia y la lujuria, se le quedó grabado a fuego permaneciendo en su espíritu durante muchos años y haciéndole perder el candor y la inocencia juvenil.
Tampoco los padres ayudaban gran cosa en hacer que los hijos afrontaran felices una etapa tan crítica e inquietante de la vida. En cierta ocasión mi hermano en una de sus salidas por los desmontes de la Ciudad Universitaria se encontró un fajo de fotografías pornográficas de los años veinte o treinta más deprimentes que otra cosa, señoras bastante metidas en carnes adoptaban posturas inverosímiles entrelazadas a señores con bastante barriga.
Las guardó en una mesita de noche y un día mi padre las encontró en un rincón del cajón. Al parecer, mi padre le dió a mi hermano un solemne discurso sobre lo execrable de las fotos e insistió en las enfermedades y hasta la locura a la que podía llegar el sexo. Fue otro chaparrón sobre la conciencia y la sensibilidad de mi hermano.
Mientras esto ocurría en la España de la interminable posguerra, en los Estados Unidos de Norteamérica la revolución sexual llevaba ya largos años en marcha sin que ni una sola palabra llegara a nuestro solar patrio.
En 1948 el doctor Alfred Kinsey había publicado el libro “Comportamiento Sexual del Hombre” y en 1953 el aún más controvertido “Comportamiento Sexual de la Mujer”. Lo importante de éstos informes es que estaban basados en encuestas personales y no en teorías cocinadas por algún médico o psicólogo. Por primera vez se sacaba a la luz lo que todos pensábamos y hacíamos del sexo.
Para los que en mi barrio rondábamos los trece o quince años a finales de los cincuenta el sexo estaba tan prohibido como el Partido Comunista de España.
Mi primer contacto con algo que tuviera que ver, no con el sexo, sino con los órganos sexuales, se remonta a un verano en el que mi amigo Enrique a consecuencia de unas paperas desarrolló una orquitis. Uno de los testículos se le inflamó de tal manera que a nosotros nos parecía un balón de fútbol.
Decidimos sacarle algún partido a aquella situación y convencimos a Enrique para que se situara dentro del portal de Pepe el de la Reme, que permanecía en penumbra la mayor parte del día, corrimos la voz por el barrio y los chicos y chicas formaron cola frente a la puerta, cobrábamos a cuarenta céntimos la entrada e iban entrando uno a uno, Enrique se bajaba el pantalón y allí podían contemplar el fenómeno de la naturaleza ¡el testículo más grande del mundo!
Las chicas salían diciendo ¡puaf, que asco! y querían que les devolviéramos el dinero, pero algunos chicos repitieron, admirados del voluminoso espectáculo.
No recuerdo mi despertar al sexo con alegría, se le consideraba una maldición o una enfermedad que estaba presente durante todo el día pero de la que nadie hablaba, de la que no recibíamos ningún consejo en casa.
A menudo me despertaba con los calzoncillos de cartón, a lo que los curas llamaban “poluciones nocturnas” y que, al parecer, no eran pecado porque no había participado la voluntad. Me quitaba el calzoncillo y a hurtadillas lo lavaba en la pila de la cocina y lo ponía a secar encima de la placa, me volvía a la cama y dormía desnudo con la angustia de tener que levantarme antes que mi madre para que no lo descubriera secándose en la cuerda.
A menudo los chicos, en nuestra vida callejera de barrio, nos íbamos al anochecer a la parte de detrás de las cocheras del metro, cerca del mercado de San Antonio.
Allí, en los desmontes, dos o tres mujeres en bata recibían a los hombres que fumando hacían cola esperando su turno. Nos agazapábamos silenciosos protegidos por los matorrales desde los que difícilmente podíamos ver mucho más que unas sombras moviéndose y murmurando.
Tardaba en moverse la fila unos tres minutos, y otra sombra se acercaba a la mujer mientras la anterior se limpiaba con una toalla sucia y se alejaba cabizbaja subiéndose los pantalones.
Fuí pocas veces a ver aquel espectáculo deprimente, y cuando lo hice fue empujado por los compañeros, no podía creer que el sexo fuera así, y además yo creía que el amor y el sexo eran una misma cosa. Y aquello sólo era tristeza y sordidez.
Y por fin alguien pronunció la palabra que nadie conocíamos, la apunté en un papel y corrí a casa en busca del diccionario.
Onanismo: De Onán, personaje bíblico.m. Masturbación.
Me fui a la eme.
Masturbación: Estimulación de los órganos genitales o de zonas erógenas con la mano o por otro medio para proporcionar goce sexual.
Ejemplo: Una tarde de verano veníamos mi hermano, Julianito y yo de correr por la Ciudad Universitaria. Julianito era amigo de mi hermano y de su misma edad, yo era seis años más pequeño que ellos. Simpático y bonachón, corpulento y bastante bruto, trabajaba en una bodega y repartía vino y sifones por el barrio.
Subimos a su casa a tomar unos vasos de agua para mitigar el calor, no había nadie, fuimos mi hermano y yo a la cocina y llenamos unos vasos, al volver al salón encontramos a Julianito de pie frente a un espejo con los pantalones bajados masturbándose frenéticamente. Mi hermano y yo nos quedamos un tanto alelados con los vasos en la mano sin decir palabra.
Nuestra aproximación al sexo femenino era prácticamente nula, todo lo más algún conato de amor platónico.
En el portal doce vivía Pepita que, aunque esté mal el decirlo bebía los vientos por mí, al salir del colegio me retenía durante horas charlando con pasión y las mejillas se le llenaban de rubor, luego callaba y palidecía y sin mediar palabra comenzaba a llorar como una Magdalena, yo no sabía que hacer, ni entendía en mi inexperiencia el porqué de sus lágrimas y ella lloraba y lloraba y yo quería salir corriendo.
A mí no me atraían las chicas de mi edad, me gustaban las mujeres hechas y derechas, por encima de los treinta años, había hecho una lista mental de mis preferencias entre las vecinas del barrio. Aquí era donde entraba nuestra bendita imaginación que me proporcionó etapas onánicas de gran belleza. Porque llevar a la realidad estas ilusiones era prácticamente imposible. Qué más hubiéramos querido nosotros que ser iniciados al sexo por alguna señora comprensiva, pero eso sólo pasaba en las películas que hacían en Suecia y que no había manera de ver en la oficialmente casta España.
Para dar salida a nuestra efervescencia física y espiritual nos dio por bajar a las pistas del SEU en la Ciudad Universitaria. Mi hermano que ya en sus inicios con Charles Atlas y las sesiones de gimnasia y aire libre en El Cerro de los Locos se había convertido en un entusiasta activo del deporte, y digo activo porque la mayoría de españoles de aquellos días amaban el deporte pero sentados en la butaca y viendo correr a otros en los campos de fútbol, tenía como ídolo a Joaquín Blume, que, desgraciadamente, murió en 1959 en un accidente aéreo en Cuenca junto a su esposa y su equipo.
Mi hermano y su amigo Fernando bajaban siempre que podían a las pistas y aunque yo era seis años menor, lo que suponía mucha diferencia en esas edades, era admitido en su grupo y gracias a ellos me aficioné a las carreras en pista y campo a través.
Para poder usar las instalaciones había que ser universitario y enseñar el carnet en los vestuarios. Como nosotros no lo éramos no nos quedaba más remedio que ir al fondo del campo y saltar la valla de alambre que lo rodeaba pero el encargado llamado Teodoro, oteaba todas las instalaciones desde la caseta de los vestuarios y mientras nosotros corríamos al césped para tratar de confundirnos con los demás atletas, él, megáfono en mano, gritaba en el acento más castizo:
- ¡Que os he visto! ¡Que os he visto!
Era Teodoro un personaje singular, madrileño de pura cepa, hablaba con lentitud remarcando cada frase, querido por los universitarios y por los que no lo éramos, hacía la vista gorda y nos dejaba cambiarnos y ducharnos, sabía que nos gustaba el deporte y no entraba en disquisiciones de si éramos estudiantes de la universidad o chicos de la calle que suspirábamos por poder usar aquellas instalaciones y no teníamos otras a las que poder ir. Si aquellas pistas tenían algo de acogedor y entrañable era gracias a Teodoro. En verano disfrutábamos en el césped con las duchas que nos dábamos con la manguera de riego y después, al atardecer, corríamos descalzos en la pista de ceniza sintiendo la explosión de vida de nuestros cuerpos ante el esfuerzo, el aire perfumado por los árboles y el sol, la sublime sensación de ser jóvenes, de verte correr como una locomotora por la pista, casi flotando, etéreo, en una armonía completa de todos los órganos del cuerpo.
Asistíamos a las competiciones y pruebas de los casi anónimos atletas de nuestros días, aunque algunos de ellos consiguieron triunfos internacionales, Antonio Amorós, Tomás Barris, Carlos Pérez. Tuvimos ocasión de ver en directo las demostraciones de Miguel de la Cuadra Salcedo en el lanzamiento de jabalina al "estilo Español" que él se sacó de la manga y con el que logró el record del mundo en esa especialidad creada por él y con la participación de dos o tres amiguetes más, pero como cabía presumir no le fue homologado. A menudo practicaba en el césped y teníamos que estar con mucho ojo porque la jabalina solía tomar rumbos insospechados y más de uno estuvo a punto de quedar ensartado como un pincho moruno.
Hacer atletismo era algo propiciado por el régimen, formaba parte de la filosofía falangista de las marchas por la montaña, el esfuerzo físico y los hábitos higiénicos para curtir a la juventud aunque todos sabíamos que el que la juventud hiciera deporte le debía importar bastante poco a la mayoría de los mandos, su objetivo era meramente propagandístico formando parte de la cara que el régimen político quería dar de una España de progreso, virtuosa y fuerte.
El más claro ejemplo de lo que digo es que estaba muy mal visto salir por la calle a correr por libre, cosa que hacíamos por las noches sin molestar a nadie, y en alguna ocasión mi hermano y yo fuimos parados por la Policía Armada a caballo en la Casa de Campo cuando, a la luz del día e inocentemente, trotábamos en pantalón corto uniéndonos así al espíritu del que hacían gala las autoridades. Con la rotunda admonición de que "eso no se puede hacer aquí" teníamos que retroceder andando cabizbajos y dar por terminadas nuestras ansias de correr.
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