
1959
El doctor Severo Ochoa premio Nobel de Medicina.
Se ponen de moda los guateques.
Se pone en marcha el Plan de Estabilización Económica.
Después de cenar, mi madre y mi hermana recogían los platos y trajinaban en la cocina charlando y riendo sobre el borboteo del agua en la fregadera. Mi padre se relajaba liando un cigarro y me decía:
-Pepillo, mira a ver que hay por ahí.
Quería decir que encendiese la radio y buscase las noticias de Radio España Independiente.
Teníamos una radio de válvulas con un botón grande para mover la aguja del dial cubierta por una pequeña pantalla de cristal en la que estaban rotulados en rojo los fascinantes nombres de muchas capitales de Europa. Antes de ésta, tuvimos otra mucho más interesante y primitiva, una radio galena que nos había regalado mi tío Tomás y que era un instrumento con todo el encanto de aquellos inventos del siglo pasado. Consistía en una pequeña caja de madera con un rebobinado de hilo de cobre sobre un núcleo de madera o hierro, un cristal de galena y un alfiler o trozo de alambre puntiagudo con el que se pinchaba la piedrecita para detectar las señales de radio, a través de unos auriculares se recibían las estaciones sin necesidad de corriente eléctrica, era el procedimiento mas sencillo y económico para poder oir la radio. Para mí era misterioso y sorprendente, un milagro que algo aparentemente tan sencillo como una piedrecita brillante y un alambre pudieran llevarte a la intangible dimensión de la música y la palabra.
El hecho de tener que oír por unos auriculares me daba la ilusión de estar en el maquis, espiando los movimientos de los nazis, listo para saltar sobre ellos en un golpe limpio y rápido. El ejercito de las sombras recuperando metro a metro la libertad perdida.
Encendía la radio y las ampollas de cristal se iban iluminando lentamente, cada una mostrando en el vacío de su interior la arquitectura de tungsteno por la que fluía la corriente eléctrica dando al conjunto tonalidades de naranja y rojo, de azul cobalto y blanco brillante.
Y comenzaba a mover el dial lentamente mientras mi padre mi hermano y yo callábamos y nos acercábamos al aparato que entre una cascada de ruidos y emisiones de morse iba acercando las familiares palabras del exilio: " Habla Radio España Independiente, estación Pirenaica…" y al fondo, como una oleada de oprobio sobre los vencedores de la castigada España, las voces de los parias de la tierra, el coro de la famélica legión.
Aunque el discurso altisonante y dogmático a mí me parecía calcado de las arengas y peroratas a las que nos tenían acostumbrados las autoridades del Estado, la Iglesia y la Falange, quería creer que toda esta verborrea clandestina era algo que algún día redundaría en nuestro beneficio, o sea, nos libraría de la penuria en la que se vivía y traería algo diferente.
Pero, a decir verdad, muy en el fondo estaba convencido de que si esa voz lejana en las ondas se materializase en las calles de mi barrio, las cosas no cambiarían sustancialmente porque vendrían otros a inculcarnos sus ideas lo quisiéramos o no y también llevarían uniformes y correajes aunque los símbolos fuesen diferentes.
Sin embargo disfrutaba mucho viendo a mi padre atento a las palabras, de vez en cuando sonreía, daba una larga chupada al cigarro y exclamaba: ¡así, así, con dos cojones!
Y en la quietud de la noche había que bajar el volumen lo máximo posible, hablar en susurros, comunicarse por señas, porque las paredes oían, porque no podías fiarte de nadie.
Para los que tenían a Dios de su parte, la luz del día y la razón , no había restricciones ni voces bajas, propagaban a sus anchas a través de su llamada Cadena Azul de Emisoras del Movimiento toda la retórica floreada de su verbo con sus consignas y su machacón discurso del que no se podía opinar. Para los derrotados, y también para nosotros, los hijos de los derrotados, el silencio y la clandestinidad continuaban.
Mi padre, después de un rato y fumado su cigarrillo de sobremesa, se iba a la cama y era entonces cuando mi hermano y yo empezábamos nuestra nocturna búsqueda de emisoras extranjeras.
Por aquellos meses de mil novecientos cincuenta y cinco el mundo se conmocionó con un hecho musical insólito y sin precedentes, me refiero, claro, al mundo de fuera de España, porque aquí, en nuestra bendita tierra, las llamadas ¨peticiones del oyente ¨ seguían siendo ¨Mi jaca¨, ¨ Soy minero ¨, ¨El emigrante¨ y cosas así, cantadas con el corazón por Juanito Valderrama, Antonio Molina, Pepe Blanco y Cármen Morel y otros muchos que nos gustaban pero no llenaban nuestro afán de búsqueda de música y tendencias en muchos casos prohibidas en España y que hacían furor con su ritmo, alegria y libertad mas allá de las fronteras.
En algunos concursos de radio daban lotes de sopa de sobre o cualquier otra cosa a la gente que cantase algo en el teléfono, ocho de cada diez afortunados elegían la canción "Torre de arena" que perpetraban a pleno pulmón y sin ningún pudor a través de las ondas.
Los más modernos seguían la incomparable marcha de la guitarra de José Luis, o sea, José Luis y su guitarra, que no lo hacía mal y llegó a tener mucho éxito en Radio Madrid donde siempre tocaba “Mariquilla bonita” o algo parecido.
Pues como digo, nuestras vidas cambiaron cuando oímos por primera vez a Bill Haley and The Comets en “Rock around the clock”. Mi hermano y yo pegábamos el oído al aparato de radio Philips y nos mirábamos con ojos extraviados no creyéndonos lo que oíamos. Poniéndose bizco y dando zapatetas al aire me agarraba el cuello con las manos zarandeándome como un poseso, podríamos haber estado la noche entera oyendo la misma canción.
A las once en punto de la noche comenzaba la emisión de “Boite”, programa dedicado al mejor jazz que entonces se podía escuchar. Tras su maravillosa sintonía, que no nos perdíamos nunca y nos sabíamos de memoria, nos zambullíamos en lo mejor del bebop, el cuarteto de Gerry Mulligan, la trompeta de Chet Baker, las composiciones de Charlie Parker, la música de Coltrane, Miles Davis, Art Blakey y sus Jazz Messengers, Orace Silver, Lester Young, a través de nuestro viejo aparato de radio viajábamos a otro universo muy lejano de éste de los "Cara al sol, Prietas las filas" o las rancias salmodias lúgubres y tristes impuestas por la iglesia y el colegio.
Nuestra mente y nuestra imaginación eran viajeros de un Super Constellation de la TWA que tomaba altura sobre los edificios de nuestro barrio y nos llevaba durante la noche a la ciudad de Nueva York, donde la gente se apiñaba feliz en cualquier garito junto a éstos músicos y canciones de jazz que escuchábamos y absorbíamos sentados en la mesa camilla, junto al receptor.
Era por entonces el jazz en España patrimonio de una pequeña élite, de gente viajera con posibles acostumbrada a lo extranjero, a viajar por otros paises, a lo que no tenía acceso el común de los ciudadanos que bastante hacía con sobrevivir de un día para el otro, felices de poder llegar a fin de mes, al menos algunos meses del año, contentos de ir a un merendero los fines de semana a sentarse al fresco y pedir un par de botellas de vino y gaseosa y abrir la tartera traída de casa con la tortilla, las croquetas y los pimientos verdes fritos.
Nuestro amor por la música como por otra infinidad de cosas nació espontáneamente, éramos una especie de guerrilleros autodidactas de la música, la lectura, el arte y todo aquello que conmocionase nuestras almas, porque casi todo estaba prohibido o en manos de un funcionario al que le parecía un delito que le pidieses ver un libro o guardaba celosamente cualquier manifestación artística o cultural a la que trataba de impedirte el acceso, y posiblemente por todo esto nos empecinábamos en querer conocer, en saber para ser más libres.
A menudo no teníamos con quien compartirlo, pero nos daba igual, esperábamos felices el momento de encender de nuevo el aparato de radio y encontrar los regalos que se escondían entre sus lámparas incandescentes.
Hicimos también un intento de tener un tocadiscos, nuestro amigo Rafa, que estudiaba electrónica en La Paloma, nos ayudó a montar un giradiscos sobre un armazón de madera que nosotros mismos improvisamos y conectamos a la radio, aquello era un adelanto pero sólo teníamos dos discos, uno de Nina y Frederick y otro de jotas aragonesas y, claro, llegó un momento en que ya no podíamos más con los dos discos de marras.
Nos fuimos por fín a la cama saturados de música y ensoñaciones extranjeras y al día siguiente, al despertarme lo primero en que se posaron mis ojos fue la lavadora Otsein al lado de mi cama plegable, junto a la cocina.
Aunque humildes, teníamos lavadora. Mi padre se preocupaba por hacer más llevadero el trabajo casero de mi madre y estuvieron ahorrando durante bastante tiempo hasta que reunieron el dinero suficiente para pagar la lavadora a tocateja.
Se podía pagar a plazos, pero a mis padres eso no les valía. Se fueron con los billetes de mil en el bolsillo y los pusieron uno tras otro en la mano del vendedor que a cambio les envió en una motocarro la lavadora envuelta en unas mantas y sujeta con unas cuerdas.
Era una especie de medio barril, curvo por un lado y plano por el otro. En la parte superior llevaba unos rodillos y una manivela por donde se pasaba la ropa para escurrir la mayor cantidad de agua posible y luego colgarla a secar. Lo atractivo es que el rodillo y la manivela se podían escamotear en el interior del bombo con lo que la estética del aparato ganaba mucho y se podía situar en un rincón de la casa como si de un pequeño mueble se tratase e incluso darle un aspecto mas digno colocando un jarrón con flores encima.
Así que lo primero que ví al despertar fue la lavadora. En realidad al despertar siempre veía la lavadora Otsein. Pero lo que me importaba no era ver aquel artilugio si no lo que había encima de él. Y encima de la lavadora había una jarra de cristal bastante grande llena de agua, y dentro del agua, moviéndose indolentemente, estirando y encogiendo sus tentáculos, creciendo un poco más cada día, estaba el hongo.
Fue algo que se puso de moda de la noche a la mañana. La gente lo compraba en las herboristerías, se lo llevaba a casa, lo metía en una jarra con agua y allí se quedaba el nuevo miembro de la familia que flotaba indolente ajeno al mundo circundante y crecía ante la mirada de todos.
El hongo enturbiaba el agua que, al parecer, era lo importante. Cada mañana mi madre nos llenaba un vasito con aquel agua de color canela y nos lo hacía beber ponderando las virtudes del brebaje que, según la sabiduría popular, era bueno para casi todos los alifafes corporales, prevenir catarros, reumas y toda clase de pupas que asolaban a la población infantil. Un elixir mágico hermano de los brebajes de ajo y limón que muchas veces vi tomar a mi padre.
El sabor era agridulce si mal no recuerdo. Mi madre fiscalizaba nuestra ingesta y rellenaba bajo el grifo el nivel de agua gastado. Yo por mi parte pensaba que el hongo vivía bastante bien, se entretenía todo el día viéndonos ir y venir desde su habitáculo acuático, se le cambiaba el agua y puede que hasta oyese los seriales de la tarde mientras las amas de casa planchaban.
Como vino, se fue. La jarra y su inquilino desaparecieron de su lugar encima de la lavadora sin que nadie recuerde ni cuando ni como, pero los días del hongo quedaron grabados en nuestros recuerdos de aquellos tiempos como otras tantas cosas que conformaron el retrato de la historia de aquellos años.
Me levanté dirigiéndome al balcón al que estaba asomado mi hermano viendo a los soldados de la Cruz Roja formados a lo largo de nuestra calle. Desde nuestro quinto piso podíamos abarcar con la vista la calle Residencia, desde Becerril hasta el campo del Metropolitano, sede del Atlético de Madrid, pasando por la calle de Los Vascos, Aravaca y Explanada.
Los domingos, día de partido, bajaban desde Cuatro Caminos las mesnadas del atleti que al llegar a Federico Rubio se dividían en dos afluentes, uno que seguía por Reina Victoria y el otro por la calle Residencia, mi calle.
Llamaban a éste recorrido “La senda de los elefantes” porque al final de los encuentros todos los forofos volvían cabizbajos por el resultado del partido meneando la cabeza de arriba abajo y murmurando entre dientes “éste Atleti, éste atleti…”
A continuación de nuestro portal había un solar abandonado cerrado por una tapia que inexorablemente era derribada por los chicos del barrio, vuelta a construir, y vuelta a echarse abajo. Era un espacio de entrenamiento para todos los zarrapastrosos que construíamos casetas, nos enzarzábamos en dreas interminables o nos reuníamos a fumar o asar patatas al calor de una fogata.
El solar era también receptáculo de toda suerte de inmundicias que los vecinos tiraban desde las ventanas, papelotes con tripas de pescado, restos de comida, deshechos caseros de toda índole, restos de muebles, platos rotos, trapos, y, cómo no, lugar privilegiado para la exoneración en cuclillas de todos los que frecuentábamos el lugar.
A continuación, y ocupando el resto de toda la calle, se levantaban los edificios de ladrillo rojo de la Cruz Roja, en donde se ubicaba la Escuela de Enfermeras – a las que rondaban las diversas tunas universitarias todos los sábados por la noche - los garajes de equipos médicos de campaña, ambulancias y el cuerpo de soldados.
En fechas señaladas los soldados voluntarios formaban a lo largo de la calle llevando los palos de las camillas al hombro en lugar de fusiles. Tenían banda de música que tocaba con garbo todas las deliciosas marchas del repertorio militar y patriótico algunas de ellas inmortalizadas en zarzuelas y disfrutadas en los conciertos al aire libre en el parque del Retiro, nutrido grupo de cornetas y tambores y al frente cabos gastadores con sus picos, palas y serruchos a la espalda limpios y brillantes como espejos.
Desfilaban hasta la Ciudad Universitaria donde rompían filas brevemente a tomar unos bocadillos y volvían marciales hasta situarse otra vez enfrente de nuestro balcón.
En el piso de abajo vivía Santines, amigo nuestro, y su hermana Marijuana. El padre era cobrador de letras de banco y como buen falangista aprovechaba cualquier euforia patriótica para sacar del pecho sus sentimientos.
Era una buena persona, algo introvertido, pero saludaba siempre muy correctamente y jamás tenía una discusión con nadie. Su mujer, bajita y pechugona, era quien partía el bacalao, la llamábamos ¨La Taba¨, traía un aceite del pueblo que, al decir de ella: "era el mejor del mundo", y que cada vez que humeaba en la sartén desprendía un tufo tremendo que se consolidaba por todos los rincones del edificio añadiendo un toque pestilente más a los muchos que tenían su habitación en la escalera y el patio de luces de la casa.
Ella y mi madre tenían frecuentes enganchones dialécticos por cuestiones domésticas de las que si he de decir la verdad casi siempre salía mal parada la madre de Santines, y es que si ella era la "La Taba", mi madre era a su vez un hueso duro de roer.
Y es que la pobre sufría todas las roturas de agua, goteras y atascos que por la ley de la gravedad terminaban en sus techos. Aparte de esto, no era raro que se le tiñese la ropa puesta a secar en las cuerdas que daban al patio por algún tinte usado en casa o se le manchasen las sábanas por el derrame de algún líquido proveniente de la fresquera que mi padre había instalado en el hueco de la ventana de la cocina.
Un día estaba ayudando a mi padre a soldar un mueble al lado de una de las ventanas que daban a la calle. Como vivíamos en un espacio tan reducido, mi padre se las ingeniaba para aprovechar cada rincón. Había construido una pequeña mesita de trabajo, adosada a la pared, debajo de la ventana y en el mismo alfeizar un corralito para apoyar algunas herramientas.
Soldar entonces no era trabajo baladí, teníamos dos soldadores que había que calentar en el fogón de la cocina hasta que estuvieran al rojo, limpiarlos con trozos de azufre de los que se desprendía un olor acre y usar agua fuerte para la limpieza de las piezas a soldar.
Puso mi padre el frasco de agua fuerte sobre el alfeizar y en un momento de descuido se volcó derramando todo el líquido por la fachada de la casa. Al contacto con el enfoscado comenzó a salir mucho humo mientras el agua fuerte comía la pared y bajaba hacia la ventana donde nuestra vecina asomaba la cabeza dedicándose al dulce cotilleo de todo el que pasaba por la calle.
Mi padre comenzó a gritar: ¡ Métase dentro, métase dentro…! , pero la pobre Taba instintivamente se puso a mirar hacia arriba, vió que una bola de humo se le venía encima y entre sus gritos y los de mi padre se metió dentro de la casa y cerró la ventana a cal y canto. No pasó nada. Pero estuvo a punto de pasar.
Sonó el cornetín y la tropa se puso firmes y la banda comenzó a tocar el Himno Nacional con las banderas de España y de la Cruz Roja en primer término.
Dí un codazo a mi hermano y vimos que el padre de Santines saludaba con el brazo derecho al estilo romano. Mi hermano, ni corto ni perezoso, ató al extremo de una de las innumerables cuerdas que siempre llevaba en los bolsillos, uno de los aros de metal de los tiestos, lo bajó lentamente al balcón y balanceándolo como si estuviera pescando botellas en un cubo lo deslizó por la muñeca del falangista. Tensó mi hermano la cuerda y el saludo romano quedó atrapado en el invento de mi hermano. El pobre señor no podía mover el brazo, y naturalmente tampoco bajarlo, de los balcones de enfrente empezaron a brotar risitas y hasta algunos soldados miraban hacia arriba sorprendidos.
A los acordes del himno, nuestro vecino forcejeaba y se le subían los colores a la cara, dio un fuerte tirón y allá se fueron aro y cuerda cayendo a los pies de los abanderados que rápidamente miraron hacia los balcones mientras mi hermano y yo nos metíamos dentro de casa precipitadamente.
Esa mañana hubo un fuerte altercado en la escalera con el vecindario atento para no perder ripio y mi padre nos gritó en varias ocasiones que ¨ le íbamos a buscar la ruina ¨. Fué la única vez que vimos al padre de Santines alterado, daba grandes gritos: ¡esto no puede ser! y se paseaba a grandes zancadas por el descansillo de la escalera. La cosa se desinfló enseguida, el discreto falangista de natural tranquilo no tardó en recuperar su porte habitual y desapareció en el interior de su piso dando portazo y dejando a los vecinos de chachara animada hasta casi la hora de comer.
Ya después de la cena, reinando la calma y el sosiego en la vecindad, vimos a mi padre sonreír moviendo la cabeza de un lado para el otro, mientras se fumaba un cigarro con delectación.
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