martes, 16 de junio de 2009

16 - MUERTE DE CURRO



1953

SEAT saca al mercado su primer automóvil.

Se inicia la distribución oficial en España de Coca – Cola, después de su

suspensión en la guerra civil.


Había estado lloviendo intermitentemente toda la noche. Hacía frío, frío húmedo instalado en todos los rincones del preventorio, aliado con los tristes días cortos y grises del mes de Enero.

La clase estaba en silencio excepto por el niño al que le tocaba el turno de lectura. Sor Carmen tejía sentada al lado de la pizarra, levantando la vista de vez en cuando hacia nosotros.

Me dolían las rodillas del frío y seguía la lectura con un dedo, apretando los puños a causa del picor y dolor de los sabañones. Casi todos los teníamos y aparecían y desaparecían sin que supiésemos por qué.

La lluvia convertía los cristales de las ventanas en superficies móviles y deslizantes, depositando el agua en los cercos inferiores en donde se acumulaba y era absorbida por la pared dibujando grandes lamparones de humedad que con el paso del tiempo habían producido vejigas y desconchones en los que otros niños en otros años habían escrito sus nombres, fechas y dibujos garabateados unos encima de los otros.

La lectura seguía monótona, pasando de boca en boca. Habíamos leído tantas veces el mismo libro que muchos pasajes casi los sabíamos de memoria. Eran historias cortas en las que solía haber un joven protagonista. En la que estábamos leyendo, situada en Toledo, un joven en manos de los rojos hablaba con su padre por teléfono, según el dibujo del libro, el padre era un militar adusto, con gruesas gafas, que hablaba a través de un teléfono de campaña en una habitación semiderruída por los obuses y la metralla

Los republicanos iban a matar al hijo si el padre no rendía la plaza. Ambos hablaban con gran amor y patriotismo y el padre pedía a su hijo que encomendase el alma a Dios porque el Alcázar no se rendiría costase lo que costase. La historia era igual que otra en la que Guzmán el Bueno, que defendía la plaza de Tarifa del infante don Juan y sus aliados Benimerines era conminado a rendir la plaza o matarían a su hijo que tenían como rehén. Guzmán el Bueno no rindió la plaza y con harto dolor de su corazón lanzó desde las almenas su cuchillo para que con él mataran a su propio hijo.

Yo miraba por encima del libro a Sor Carmen de la que estaba profundamente enamorado. Su tez blanca, los labios pálidos y la toca ceñida al rostro le hacían parecer una santa.

Afuera seguía lloviendo sobre los pinos y el patio encharcado. Sor Pilar apareció con Mauricio el jardinero bajo el dintel de la puerta y Sor Carmen dio una palmada para que todos nos pusiésemos en pie.

Sor Pilar venía cada mañana a reclutar cuatro o cinco niños para ayudar en diversas tareas del preventorio. Unas veces en la cocina, otras en los dormitorios, el jardín, la huerta o cualquier otro lugar. Era para nosotros una alegre oportunidad para escapar de la rutina de las clases. Esa mañana fui yo uno de los elegidos junto a Carlos Fenollar, y los hermanos Monedero. Salimos al patio con el jardinero y nos fuimos a la caseta donde estaba la caldera y Mauricio hacía su vida. Aunque la caldera estaba encendida desde muy temprano no era mucho el calor que irradiaba.

Mauricio tenía allí, junto a la pared, varios aperos y herramientas, un par de prendas de abrigo, una mesa desvencijada y algunas sillas viejas en donde se sentaba a descansar en los ratos libres. Una pequeña estufa le servía para hacerse la comida, calentar la malta y acompañarle con el chisporroteo de la leña y las sombras que la lumbre proyectaba en el angosto recinto.

Le ayudamos a meter en la caldera unos cubos de carbón.

- ¿Donde está Curro? – preguntó uno de los hermanos Monedero.

- Ahí, bajo la manta - contesto Mauricio.

Destapó la manta y Curro estaba tendido muy quieto.

- ¿Está dormido?

- No. Está muerto

Nos miramos los cuatro, no podíamos creer que fuera cierto. Solo unos días antes, con mejor tiempo, habíamos estado jugando con él, siempre saltando, ladrando y corriendo entre la chiquillería, lleno de alegría y vitalidad.

- ¿Qué le ha pasado?

- Pues no lo sé muy bien. Quizá comió algo envenenado, o le picó una víbora.

- Por aquí no hay víboras señor Mauricio.

- No aquí, pero sí muy cerca en esos cerros... y señaló hacia el fondo del campo de fútbol mientras liaba medio cigarro de caldo entre los dedos.

- Cuando llegué ésta mañana le ví tumbado en el rincón y no respiraba...debió morir durante la noche.

- ¿Y qué vamos a hacer con él, señor Mauricio?

Estaba el cielo tan oscuro por las nubes de tormenta que parecía estar haciéndose de noche. Llovía con más fuerza y hacía frío.

- Tenéis que echarme una mano. Vamos a llevarle en la carretilla al lado del río y allí le daremos tierra.

- ¿Con esta lluvia?

- Os daré unos sacos para la cabeza y luego volveremos aquí a secarnos.

El jardinero, con el cigarrillo en la comisura de los labios, dobló la vieja manta sobre el perro y lo alzó depositándolo en la carretilla.

Carlos cogió la pala y yo la azada. El río estaba a unos quinientos metros del campo de fútbol. Con los sacos sobre la cabeza caminamos sin decir palabra, chapoteando entre la hierba.

- Señor Mauricio, ¿los perros tienen alma?

- Claro que no- dijo Carlos Fenollar- son animales.

- Todos somos animales- dijo el jardinero

- Sí, pero nosotros somos animales racionales y los perros no.

- ¿Y qué más da?

- Da, porque los racionales tienen alma y los otros no.

Hubo un largo silencio, la carretilla daba saltos en el accidentado terreno y una de las patas de Curro asomó bajo la manta. Me acerqué a la carretilla y metí la pata dentro.

- ¿Y las lechugas y las patatas?

- ¡Anda ya! - dijo Carlos Fenollar.

- Los animales cuando mueren van al Limbo – dije yo –

- ¡ Qué dices macho ! ¡ Al Limbo van los niños que se mueren sin bautizar !

- ¿ Y a ti quien te ha contado eso? – respondió Mauricio –

- ¡ Al Limbo Cachimbo!

- Nos lo han dicho en la clase de Catecismo.

- Ya.

- El Limbo – dije – es un lugar donde no hay nada, como entre nubes, no es buen sitio ni mal sitio, no pasa nada.

- ¡Venga ya! ¡Pues vaya aburrimiento!

Llegamos junto al río y Mauricio comenzó a cavar una pequeña fosa con la azada. La tierra estaba muy blanda y terminó pronto. Depositó el cuerpo y lo cubrió de tierra, apisonándola con la pala.

Carlos puso unas piedrecitas encima en forma de cruz y rezamos un padrenuestro. Llovía con mayor intensidad y a ratos se convertía en aguanieve, Mauricio miró el cielo plomizo que se extendía hacia el valle de Cuelgamuros.

- Esta noche va a caer una buena – dijo, chupando del cigarrillo – y mañana tenemos mucho quehacer.

Caminamos de vuelta bajo la cellisca tristes por la repentina muerte de Curro pero aún pensando que no era verdad y que al llegar a la caseta saldría a recibirnos dando saltos y ladrando contento con nuestra compañía.

- Pues irá al Purgatorio que se tiene que estar calentito, ¡con éste frío! – siguió uno de los hermanos Monedero.

- ¡Y dale! ¡Es que no te enteras! ¡Al Purgatorio sólo van las personas que tienen pecados veniales!

- ¿Pecados qué?

- ¡Veniales, jo! ¡Como decir mentiras y cosas así, estás tarao!

¿Sabéis lo que os digo?– dijo el señor Mauricio, dando una última calada al cigarro

- Pues que si hay Cielo, ojo, si hay Cielo – recalcó – Curro tiene que estar ahora allí, y me da igual si es sólo para humanos o no…

- Tiene usted razón señor Mauricio – le miramos – tiene que estar en el Cielo – respondimos todos al unísono.

Dejamos los sacos en un rincón y nos sentamos en torno a la mesa, hacía un calor muy agradable, Mauricio puso encima unas hojas de periódico y volcó sobre ellas un saco de unos cinco kilos de lentejas.

- Hala – dijo – ¡a limpiar!

Nos pusimos a la tarea seleccionando las lentejas buenas con el dedo, apartando las chinas, separando las picadas mientras Carlos atizaba la estufa alegrándola con unos cuantos trozos de leña.

Mauricio cortó con la navaja un buen pedazo de chorizo de los que tenía secando en el techo y cortando unos tacos los puso sobre rebanadas de pan que nos fue dando a cada uno, encendió una pequeña radio de la que sólo salían ruidos y se sentó con un trozo de pan en una mano y el chorizo sobre el pan que iba cortando con la navaja mientras se distraía con el movimiento ágil de nuestros dedos sobre las lentejas.

Apareció en eso Sor Pilar con la toca goteando como si se tratase de un pequeño tejado blanco, las mejillas sonrosadas, llena de vitalidad y fulminándonos a todos con su mirada de autoridad.

- Sor Pilar – empezó a hablar Mauricio con la boca llena, poniéndose de pie – si a usted no le parece mal me vendría bien tener a éstos cuatro mañana para la faena, serían de ayuda para acarrear. Sor Pilar echó una mirada, primero a nosotros, luego a las lentejas y otra vez a nosotros y dijo después de un breve silencio,

- Me parece bien. Así harán algo de provecho en lugar de estar holgazaneando y haciendo lo que no deben – dijo, dándome un leve tirón de orejas a mí que era el más próximo a su hábito.

- Mañana – dijo Sor Pilar dirigiéndose a nosotros – tan pronto terminéis de desayunar os vais pitando a la cocina. ¿entendido ?

- ¡Sí madre! – contestamos todos a la vez.

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