martes, 16 de junio de 2009

8 - EL DIFUNTO




1949

Se crea la Organización del Atlántico Norte.

Mao Tsé tung proclama la República Popular China.

Se editan las aventuras de Flash Gordon.



Las tardes que no nos obligaban a dormir la siesta las pasábamos en nuestro portal, que era el más fresco, sentados sobre las baldosas. Jugábamos a pares y nones y a veces a los futbolistas. Teníamos todos un taco de cromos dedicado a las estrellas de fútbol.

A la foto de la cabeza del jugador se le unía un cuerpecillo dibujado a mano y el efecto resultante nos hacía mucha gracia. Se repartían los cromos y si te tocaba tal o cual jugador tenías que pagar a los demás cinco, diez o quince cromos, según se hubiese acordado el valor.

A Jesusín le solía tocar un jugador del Atlético de Bilbao, Bartolo, por el que había que dar el máximo de cromos. Jesusín le odiaba y cada vez que le salía se revolcaba por el suelo de rabia gritando: ¡hijo puta! ¡hijo puta!, ¡harto por culo, hijo puta!...y todos nos meábamos de risa.

Una de aquellas tardes calurosas, fue, sin embargo, diferente de las demás. Nos enteramos de que el Sr. Enrique, un vejete al que veíamos todas las mañanas cruzando las vías del tren con su burro camino del campo cuando bajábamos al colegio y que a la caída del sol subía la calle camino de las casas blancas precedido por su fiel burro al que reconocíamos por sus dos orejas que, como periscopios de un submarino, emergían de una enorme balumba de hierba fresca, recién cortada, que el pobre acarreaba todos los días sin rechistar, había muerto.

Jesusín, mi hermano y yo decidimos subir hasta las casas blancas o más bien chabolas de campo en donde se mezclaban familias gitanas y labriegos pobres que no podían pagar casa y corral al otro lado del río. Los demás chicos no querían ir, pero a nosotros nos atraía la idea de ver a un muerto, además era un muerto al que conocíamos y quizás si lográbamos verle de cerca pudiéramos ver en su cara algún signo, alguna señal de cómo era la otra vida, aquella de la que nos hablaba el cura todos los días en el colegio y la iglesia pero que nunca acabábamos de comprender.

Dejamos los cromos y subimos por la sombra de la tapia de la fábrica de chocolates, con cuidado de no pisar la basura y las deposiciones acumuladas, llenas de moscas de un intenso azul cobalto.

Había grupitos de hombres en la puerta de la caseta encalada, serios, fumando, sin decirse nada. Algunas mujeres de negro tapándose la boca con la mano o llevándosela a la frente movían la cabeza y entre suspiros musitaban, ¡quién lo iba a decir!..quien lo iba a decir!.

Entraban y salían a través de una sucia cortina fabricada con chapas aplastadas de botellas de refrescos, y como nadie se fijaba en nosotros nos fue fácil mezclarnos con los mayores.

En la habitación rectangular, pequeña, unas cuantas mujeres sentadas en sillas de enea alrededor de la cama del muerto rezaban la letanía del rosario... mater inmaculata.. mater amabilis... mater admirabilis... ora pro nobis... El muerto yacía rígido sobre las sábanas con un pañuelo atado a la cabeza, como cuando tienes un dolor de muelas, y algodones en la nariz y los oídos, a los lados habían colocado dos velones sin encender pero que daban una sensación de gravedad en la mísera habitación.

Apoyado de pie contra la pared un ataúd abierto enseñaba el tenue acolchado interior de color amarillento, una gran maleta, pensé, en donde el Sr. Enrique sería facturado hacia la eternidad, como aquellos baúles que se apilaban en la estación esperando un corto viaje a Valladolid, o más largo hasta alguna de las provincias Vascongadas o, quien sabe, quizás cruzarían el mar a lugares lejanos.

Hacía calor y las moscas se posaban sobre el muerto, sobre las mujeres...virgo clemens...virgo fidelis...ora pro nobis... otra vez sobre el Sr. Enrique.

Miraba los pies desnudos del difunto y luego su rostro, curtido por muchos años de sol y mucho aire en contraste con la piel de su frente y su cabeza, pálida, descolorida, como si no fuera de la misma persona.

Por las tardes, de vuelta del campo, paraba el burro frente a la puerta de casa en donde jugábamos a las bolas o simplemente pasábamos el rato sentados contra la pared.

- ¡Ahí los tienes! - se dirigía al burro, sacando tabaco y liando un cigarro - ¡tan felices y sin trabajar! ¡ los mejores años de la vida!. Y dirigiéndose a nosotros,

- ¡Ya podéis estudiar ya, o llevareis la vida de éste – mirando al burro – ¡que bién que trabaja para mantenerse!

El burro volvía la cabeza y semioculto bajo la carga de hierba, podíamos ver sus ojos enormes, fieles y tristes posándose en nosotros.

Me acerqué lo más posible y atisbé su cara, esperaba que aquel hombre que estaba ya en un mundo diferente al nuestro encontrara la manera de decirnos algo del lugar al que había ido, si es que había ido a algún lugar. Pero no decía nada, estaba allí quieto como los corderos del mercado, como los conejos que mi madre pelaba en la cocina, como los perros abandonados que a veces encontrábamos pudriéndose en las acequias.

Las mujeres comenzaban un nuevo rosario...misterios dolorosos del santísimo rosario,primer misterio... alguien se acercó y le puso los calcetines y los zapatos. Los familiares y amigos mostraban su pena y su dolor, no somos nada - decían - dándose abrazos y golpes en la espalda. Las niñas jugaban silenciosas a la piedra en la calle de tierra, sobre el horizonte se arremolinaban algunas nubes, un campesino volvía cansado detrás de su burro casi invisible bajo la carga de hierba. El muerto, don Enrique, indiferente a todo, callaba tumbado en la desvencijada cama de hierro.

Al día siguiente el coche fúnebre bajó lentamente por la calle Isabel la Católica, seguido a pie por los familiares, de luto, amigos y vecinos. En la iglesia se rezó un responso con canto de difuntos.

Mi hermano dijo, muy serio y circunspecto,

- De mayor me gustaría ser cura para poder cantar en los entierros - Y se quedó tan fresco.

Luego la comitiva se encaminó hacia el cementerio y los chicos la vimos alejarse desde el paso a nivel. Fue el primer muerto que vi en mi vida y la verdad, esperaba algo diferente, la cara del Sr. Enrique sólo me dejó dos palabras, la palabra silencio y la palabra nada. Esperaba algo más, me pareció un timo.

No volví a ver al fiel burro, compañero y amigo del Sr. Enrique, no pasó por la calle agobiado con su carga, ningún chico volvió a mencionar nada sobre aquel burro, pero, curiosamente, su recuerdo me acompañó durante varios años de mi niñez.

Esa tarde, después de comer, como seguía haciendo mucho calor, nos fuimos a jugar a los cromos sentados sobre las frescas baldosas del portal. Le tocó darlos a mi hermano que fue repartiéndolos parsimoniosamente. Yo levanté los míos y me tocó pagar diez cromos. Luego fueron levantándolos los demás con mejor o peor suerte. Cuando le tocó el turno a Jesusín nos quedamos todos expectantes, fue dándoles la vuelta uno a uno mientras nos miraba de reojo. Le quedaba el último y sonriéndonos dijo:

- Como sea éste me la corto.

Jesusín puso boca arriba el cromo y allí, esperándole, con una gran sonrisa y su cuerpo de caricatura, estaba Bartolo, el famoso jugador del Atlético de Bilbao. Y nos volvimos a mear de risa.

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